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Reportaje:EXPULSADOS DEL 'PARAÍSO'

Los escobazos de Sarkozy

Francia alarma a las instituciones europeas con sus expulsiones en grupo de rumanos de etnia gitana. Algunos de ellos ocupan hoy una zona al norte de París donde, un siglo atrás, los que llegaban eran inmigrantes españoles

Sentado en la entrada de una tienda de campaña donada por la asociación Don Quichotte, alzada sobre un palé para evitar que entre el frío y se filtre la humedad de la tierra, Mijail está inquieto. Quiere saber si está en la lista: 120 nombres inscritos en un trozo de papel, una garantía de tranquilidad durante una temporada, sin temer que la policía les desaloje. Todavía recuerda la violencia de la expulsión de su campamento de gitanos a principios de julio. En el nuevo terreno que ha ocupado con el resto de las familias evacuadas, el Ayuntamiento ha decidido dejarles en paz hasta el verano que viene. El problema: de las cerca de 200 personas desalojadas, solo 120 pueden quedarse.

Mijail está contento. Ha entrado en la lista de los que pueden quedarse en Saint-Denis, pero solo hasta el verano próximo
"Cuanto más se desmantela, más precariedad. Y el Estado se limita a llamar a la policía", dice una concejal
Robert: "Me fui de Rumania porque pagan 150 euros por mes, si hay trabajo; y los precios son como en Francia"
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Mijail es uno de los entre 10.000 y 15.000 gitanos del este de Europa que malviven en Francia, instalados en campamentos repartidos por las antiguas zonas industriales de la periferia de las grandes ciudades. Sus expulsiones han copado las portadas desde finales de julio, en el periodo que la primera secretaria del Partido Socialista, Martine Aubry, ha calificado de "verano de la vergüenza". El Gobierno de Nicolas Sarkozy ha puesto a esta población en el punto de mira, y la iniciativa le ha valido fuertes críticas, tanto dentro como fuera del país: la Comisión Europea ha pedido explicaciones y el Europarlamento debatirá la medida francesa la próxima semana. Pero los primeros sondeos apuntan a una ligera recuperación de la popularidad de Sarkozy en su país, después de meses en niveles históricamente bajos; su tasa de popularidad ganó cuatro puntos en agosto, según el barómetro de TNS Sofres Logica para el Figaro Magazine.

El endurecimiento empezó tras una polémica reunión en El Elíseo, el 28 de julio, destinada a analizar los "problemas que supone el comportamiento" de lo que en Francia se llaman "gentes de viaje" -denominación administrativa por la que se conoce a los gitanos franceses- y los "romaníes", el término con el que los franceses designan a los gitanos procedentes del este de Europa. El ministro del Interior, Brice Hortefeux, anunció entonces dos medidas: el desmantelamiento de la mitad de los poblados ilegales antes de noviembre, es decir, unos 300 de los 600 estimados en todo el país -mayoritariamente habitados por gitanos rumanos y búlgaros-, y la expulsión "casi inmediata" de los que hubieran cometido algún delito.

Transcurrido algo más de un mes desde aquella decisión, las autoridades han desalojado más de la mitad de los campos que se habían propuesto como objetivo, y casi 1.000 personas han sido reenviadas a Rumania y Bulgaria. La gran mayoría lo ha hecho de forma "voluntaria", al acogerse a la ayuda al retorno que entrega la Oficina Francesa de Inmigración y de la Integración: 300 euros por adulto y 100 por niño, más el billete de avión. Un total de 151 expulsiones han sido "forzadas", según los últimos datos del Ministerio de Inmigración. El año pasado, unos 8.300 rumanos y búlgaros abandonaron el país, la gran mayoría también de forma voluntaria, según el Gobierno.

En la práctica, las asociaciones temen que las órdenes de expulsión se hayan distribuido de forma abusiva. El tribunal administrativo de Lille, por ejemplo, anuló esta semana una serie de órdenes emitidas por la policía al considerar que la ocupación ilegal de terreno no era motivo suficiente para justificar una "amenaza al orden público", la figura jurídica que motivaba legalmente la orden de expulsión. Tras un sonado y violento desalojo de unas 70 personas en Montreuil, en la región parisiense, todos los hombres del grupo pasaron por la comisaría, de la que salieron, de forma indiscriminada, con una orden de expulsión.

La mayoría, como Mijail, no dispone de un permiso de trabajo que le garantice la permanencia legal en Francia. Salió de Rumania con la caída de Nicolae Ceausescu y del bloque comunista, primero a Alemania y luego a Francia. "No tenía casa, mi madre murió, entonces me fui para buscarme la vida", recuerda. "Hasta hoy", dice. "Pero me voy adonde me digan, si me encuentras trabajos en Italia, en Canadá, donde sea". A sus 49 años, se ha pasado media vida alternando pequeños empleos diarios, recogiendo chatarra y pidiendo en la calle. "Aquí en Francia está la cosa muy difícil", dice.

Era uno de los históricos del poblado de Le Hanul, en la localidad de Saint-Denis, a las afueras de París. Este campamento, situado en un terreno abandonado, pero propiedad de una empresa privada, era el más antiguo del país. Constituía, a la vez, una excepción y -para muchos- un modelo, porque contaba desde el año 2003 con un acuerdo con el Ayuntamiento. Este se comprometía a suministrarles agua y electricidad a cambio de que respetaran una serie de medidas básicas en términos de higiene y de salud pública. Hasta que en la madrugada del 6 de julio, antes de que el Gobierno anunciara sus medidas de endurecimiento, fueron desalojados por agentes antidisturbios tras una decisión judicial.

Ante la inminencia de la evacuación, algunas familias, las que tenían a los niños más pequeños, huyeron a Rumania para veranear, a la espera de que la situación se calmara. Unas 150 personas se quedaron dando vueltas por esta ciudad del extrarradio parisiense, conocida por ser un mosaico de culturas en el que conviven unas 75 nacionalidades. Después de tres semanas de andadura, se instalaron en cuatro terrenos, en este caso de propiedad municipal. Y lo hicieron en pleno corazón de la pequeña España, el barrio situado a los pies del actual Estadio de Francia, construido para el Mundial de Fútbol de 1998; allí se instalaron los barracones de los españoles que huían de la penuria en la Península, hace un siglo. Hoy este barrio, articulado en torno a la calle de Cristino García -nombre de un guerrillero antifranquista que participó activamente en la resistencia francesa contra los nazis-, sigue siendo uno de los más humildes de la ciudad.

En vez de acosar de nuevo a los rumanos, el alcalde, el comunista Didier Paillard, ha decidido repetir la experiencia del acuerdo, con la condición de que se limiten a ser 120. El Ayuntamiento ha recibido finalmente la lista -elaborada por los jefes de los clanes-, casi tres semanas después de la fecha acordada. En esa relación de nombres sí está Mijail, aunque en vez de 120 son 125 personas. "Ha sido complicado", reconoce con una sonrisa de alivio la adjunta primera del alcalde, Florence Haye. Dentro de unas semanas, los habitantes tendrán en principio acceso al agua y la electricidad, cuyo consumo se han comprometido a pagar. Así, Gina y sus tías, instaladas con el resto d ela familia en cabañas de madera, ya podrán utilizar la nevera para guardar la comida al fresco, y no de armario, como hacían hasta ahora.

"Estamos ante situaciones en las que los Ayuntamientos nos encontramos desamparados. Y con las evacuaciones, lo único que hacemos es pasarnos a esas poblaciones de una localidad a otra", explica Florence Haye. "No solucionamos el problema, al contrario, porque cuanto más desmantelamos, más precariedad, más difícil es para ellos vivir dignamente, y entonces más complicado es para los vecinos convivir con ellos", añade. "La respuesta del Estado es llamar a la policía, y la única solución propuesta es la ayuda al retorno voluntario, pero se vuelven en cuanto pueden, y lo seguirán haciendo mientras sigan sufriendo discriminaciones sociales y económicas en sus países".

En cualquier caso, la medida acordada en Saint-Denis es temporal, y la tranquilidad de Mijail, incluso estando en la lista, tiene fecha de caducidad: el verano de 2011. El Ayuntamiento tiene previsto empezar la construcción de unos edificios de vivienda social a los que la municipalidad no piensa renunciar. A partir de ahora, responsables del Ayuntamiento, de las asociaciones y del poblado de integración tienen previsto reunirse para analizar qué hacer de aquí a entonces. "No tenemos todavía ninguna pista, hasta ahora hemos estado gestionando la urgencia tras la evacuación", explica Haye.

Con los focos de los medios de comunicación encima de esta realidad -que las localidades de la periferia parisiense conocen desde hace tiempo-, las miradas se vuelcan también hacia una iniciativa particular, la iniciada en 2006 en Aubervilliers, ciudad pegada a la de Saint-Denis, que comparte las mismas características. Concretamente fue un 18 de diciembre. Ni Elena, ni su marido Robert, ni ninguno de sus vecinos olvidan la fecha. Y si lo hicieran, está inscrita en la fotografía de familia colocada en el bufete del salón, un recuerdo del día en que dejaron años de andanza de chabola en chabola para instalarse primero en una caravana y luego en una caseta de lo que ha sido el primer "pueblo de integración" para gitanos en Francia.

"¿Que por qué me fui de Rumania? Porque allí todo estaba tan bien...", dice Robert, con una sonrisa sarcástica. "No hay nada; en el trabajo, si tienes, te pagan 150 euros por mes, y los precios son los mismos que aquí", aclara. Salió con 20 años, primero hacia Alemania. Allí conoció a Elena. Juntos fueron a Argentina y les pilló la crisis del corralito. De vuelta a Europa, pasaron por las cosechas de uva en España y acabaron en Francia, con sus dos hijos, donde Robert ha alternado "todo tipo de trabajo", cuenta en español. Ahora ocupa un puesto de cocinero, con un contrato de integración que finaliza en enero, y piensa en optar a un trabajo en la restauración.

"Nuestra iniciativa consistía en decir: 'No podemos acoger toda la miseria del mundo, pero vamos a asumir nuestra parte", explica Jacques Salvator, alcalde socialista de Aubervilliers, quien no olvida que su abuelo, inmigrante italiano, también vivió en un pueblo de chabolas. La localidad tenía un enorme poblado ilegal. El político cuenta que el Ayuntamiento y las asociaciones negociaron con las familias el realojo de algunas de ellas. A cambio, el resto se comprometía a dejar el terreno ocupado. "Y lo hicieron. Algunos se volvieron a Rumania, otros supongo que se instalaron en terrenos en otras ciudades vecinas", cuenta.

Hablamos en una de las casetas del pueblo de integración, modesta, pero equipada con todo lo necesario. Cuenta con baños turcos -individuales- y, sobre todo, una cocina abierta a la sala principal, con una encimera de cuatro placas. "En el pueblo chabolista todo era muy complicado, aquí está perfecto", afirma Robert. Las familias seleccionadas para participar en el programa han aceptado varias condiciones para facilitar su integración, como la escolarización de los niños. Aunque la mayoría lo estaban ya incluso cuando vivían en el descampado, gracias al trabajo de las asociaciones locales. La experiencia, financiada a medias por el Estado y por las colectividades locales, estaba prevista para tres años, pero acaba de ser ampliada por uno más. Reciben clases de francés práctico, les dan orientación profesional y tienen asesoramiento jurídico. "Nuestro objetivo es que sean autónomos", resume Marie-Louise Mouket, de la Asociación ALJ93, encargada de la gestión del pueblo. La apuesta es que las familias salgan de ahí con trabajo, permiso de residencia y alojamiento.

Casi cuatro años después de esta primera experiencia, sus promotores se muestran optimistas. De las 19 familias, tres han sido realojadas y tan solo una ha escogido abandonar el programa para volver a reunirse con el resto de su familia que ocupaba un terreno. La mayoría de las familias tienen al menos a una persona con trabajo en el ayuntamiento o las asociaciones que trabajan con ellos, pero también en algunas empresas privadas.

"Sobre todo, hemos roto estereotipos", dice el alcalde Salvator. "A partir del momento en que se encuentran en una situación digna, los niños van al colegio y tienen buenos resultados, y los padres pueden encontrar trabajo y siguen programas de formación", añade. "No pesa ninguna maldición sobre los gitanos, y esta es una primera demostración que era necesario realizar, porque arrastran una gran cantidad de prejuicios".

Desde entonces, la iniciativa ha sido copiada por varias localidades vecinas de la periferia norte de París: Saint-Ouen, la propia Saint-Denis, Bagnolet y Montreuil. En esta última se ha abierto el más grande de los pueblos de integración, que alberga en torno a 300 personas. Gracias a su enorme capacidad, y a diferencia de los casos anteriores, no ha sido necesario seleccionar a las familias que entran. "Nosotros pensamos que con una veintena de poblados de este tipo en la región parisiense resolveríamos el problema de momento", considera Haye, la adjunta de Saint-Denis. El modelo se ha extendido también a ciudades más alejadas de la capital, como Lille.

No faltan también detractores entre las asociaciones humanitarias y de derechos humanos. Denuncian que cerca del 75% del presupuesto está destinado a la vigilancia. En efecto, la entrada en este tipo de poblados no es libre, aunque existen diferentes niveles de restricciones en función de los pueblos. En Aubervilliers, las familias tan solo pueden recibir visitas durante el día. Un guardia de una compañía privada controla las entradas y salidas. Saimir Mile, presidente de La Voix des Roms, una de las asociaciones de gitanos más activas en la región parisiense, considera que, más que "pueblos", se trata de "campos" destinados a aparcar y mantener controlados a sus habitantes.

"Escuchamos las críticas con atención, pero la verdad es que están totalmente desconectadas de la realidad", responde Salvator, el alcalde. "Todos sabemos muy bien lo que pasaría si quitáramos las medidas de seguridad. Que en dos meses llegarían más caravanas y donde hoy vive una familia vivirían dos o tres", se justifica.

Otros cuestionan que se pretenda incorporar al conjunto de la sociedad a habitantes de un conjunto de viviendas ocupadas exclusivamente por miembros de una misma comunidad. Una dimensión étnica que para Mile podría ser incluso peligrosa. "Al crear pueblos específicos para gitanos corremos el riesgo de crear más xenofobia, porque la gente acabará preguntando por qué ellos tienen derecho a una atención especial".

En realidad, en estos centros de acogida no hay solo gitanos, aunque la iniciativa en un principio les está claramente destinada y representan la inmensa mayoría de los alojados ahí. Pero también hay otros rumanos que la vida ha llevado a los mismos pueblos chabolistas. Este es el caso de André, quien salió de Rumania a principios de siglo para trabajar en una empresa de la construcción. Pensaba hacerlo solo durante un año y luego volver a casa para acabar la carrera de Derecho. "Pero tuve a mi primer hijo y mis prioridades cambiaron", explica. Siguió a su empleador a Portugal y luego volvió a Francia. Con su mujer y sus dos hijos, pasaron por hoteles baratos y por habitaciones subarrendadas a precios prohibitivos, hasta que acabaron en Aubervilliers, donde pagaron 700 euros por una chabola que se esfumó en el incendio que arrasó el campamento apenas unos días tras su llegada. André ahora trabaja como mediador para la ALJ93, que gestiona el pueblo de integración en el que vive, y está implicado en otras iniciativas de este tipo en la región.

"Los rumanos normalmente tienen sus propias redes de contactos para trabajar, que no comparten con los gitanos de su país", dice Mile, al explicar por qué los que se encuentran en los campamentos chabolistas son mayoritariamente gitanos. "Pero no es verdad que los gitanos sean nómadas. Salvo excepciones en Francia, Reino Unido y Alemania, siempre que se les ha dado la ocasión de ser sedentarios lo han sido. Además, en Europa del Este han sido esclavos hasta mediados del XIX, por lo que tampoco eran libres en sus movimientos".

Algo en lo que coincide todo el mundo es que la integración será complicada mientras permanezca el régimen transitorio impuesto por el Gobierno francés, extensible hasta 2014, que restringe su acceso al mercado laboral. En efecto, aunque desde 2007 son ciudadanos europeos, rumanos y búlgaros necesitan un permiso de trabajo para emplearse en Francia. No pueden conseguirlo sin una promesa de contratación y se privilegia a los incluidos en una lista de 150 empleos donde hay escasez de mano de obra en ese país. "Hay que ser muy ingenuos para pensar que cuando se le impide a una gente trabajar, va a vivir de mirar al cielo", dice Salvator.

El alcalde, muy crítico con el discurso del Gobierno de Sarkozy sobre la población gitana, confía en que de toda la atención mediática de este verano salga algo bueno. "Al menos hemos logrado captar la atención de diferentes entidades sobre esta situación, incluida la Comisión Europea, aunque sea para criticar a Francia", dice.

"Aunque si le digo la verdad", añade, "por aquí han pasado muchos representantes europeos, nos dicen que está muy bien lo que hacemos, pero no nos llega ni un duro de Europa para seguir adelante con la iniciativa".

Un grupo de gitanos rumanos provenientes de Francia llegan al aeropuerto de Baneasa, en Bucarest el 19 de agosto de 2010.
Un grupo de gitanos rumanos provenientes de Francia llegan al aeropuerto de Baneasa, en Bucarest el 19 de agosto de 2010.AFP
Vista general de un asentamiento ilegal en Indre, cerca de la ciudad de Nantes.
Vista general de un asentamiento ilegal en Indre, cerca de la ciudad de Nantes.Reuters
Niños  en un poblado de Aubervilliers, a las afueras de París, creado para integrar a rumanos y búlgaros de etnia gitana.
Niños en un poblado de Aubervilliers, a las afueras de París, creado para integrar a rumanos y búlgaros de etnia gitana.Rodrigo Llopis

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