El atentado
En el suelo de arena de un cobertizo mugriento de una finca de Morata de Tajuña, tapado con unas baldosas a su vez cubiertas de maleza y paja, hay un agujero donde cabría un niño agachado. Las paredes han sido recubiertas hace poco de poliespam, un material impermeable.
Allí, en ese agujero inencontrable de esa finca destartalada convertida de pronto en base de operaciones y cuartel general de la banda, Jamal Ahmidan, El Chino, esconde la dinamita que acaba de traer de Asturias.
Los terroristas cierran las bolsas de basura con cinta amarilla. Las atan. Hay 13. Las meten en bolsas azules de deporte, compradas en Lavapiés.
"Todos andábamos de un lado para otro, sin hablarnos, como en un baile de sonámbulos. Había silencio, nadie se miraba, todos miraban a otra parte, a la nada"
"Escuché la voz de Serhane: 'Déjate de fiestas de cristianos y vamos a hacer lo que tenemos que hacer"
"Mi hijo sabe todo lo que pasaba en Morata. Pero es un niño y además no quiere hablar"
191 muertos, más de 1.800 heridos. Comienzan a sonar sirenas, se oirán durante todo el día
La finca está a algo más de 30 kilómetros de Madrid y a tiro de piedra del parque de atracciones de la Warner. La vivienda principal es pequeña. Bajo el porche, unas sillas blancas de plástico. El terreno está salpicado de arbolitos recién plantados y de restos de maquinaria de campo abandonada al tuntún. Bajo un cobertizo con el techo de uralita está el agujero de la dinamita. Dentro de la casa hay literas, un frigorífico, una estufa de leña, otra de butano y un generador eléctrico. Desentona un aparatoso instrumento de gimnasio, uno de esos potros de tortura para desarrollar los pectorales.
Alberto Lucas Torrijos vive en una finca contigua. Ha visto con frecuencia a los árabes que ocupan la casa hacer footing por el camino de tierra. Normalmente, se hacen acompañar por un perro pastor alemán. No los conoce mucho. Pero lo suficiente como para haberle vendido al que parece el dueño, el de los ojos achinados, la estufa de leña y la de butano. Ya se ha dado cuenta de que están agrandando la casa, contratando albañiles, ampliando la segunda planta. Con los otros no ha cruzado palabra, pero con El Chino sí que ha hablado un par de veces:
-A mediados de diciembre había ido yo a cobrarle la parte que me debía del arreglo del camino. Sólo me pagó la mitad. En otra ocasión, me extrañé de que estuviera haciendo obras en la finca, porque aquello es terreno rústico. Así que me acerqué y le pregunté si no se habían pasado por ahí los municipales. Me dijo que sí, que los policías habían estado merodeando por allí, pero que a él le daba igual. El caso es que siguió construyendo.
Encaramado al techo de la casa está Hamid Ahmidan. Su primo El Chino lo ha contratado como albañil. Le paga 30 euros al día. "Yo llegaba a las ocho de la mañana. No me quedaba a dormir, pero sí a comer. Aunque nunca comía junto a ellos. La razón es que ellos [Mohamed Oulad Acha, Abdennabi Kounja...] no dejaban almorzar a su lado a quien no rezara". Un día, en febrero de 2004, Hamid Ahmidan baja de la segunda planta a llenar la botella de agua, y su mirada se cuela donde no debe:
-Vi en una de las habitaciones a Jamal y a los otros con algo que tenía cables. Pero no lo pude ver bien, porque en cuanto me vieron lo ocultaron a todo correr.
Los vecinos observan cada vez más movimiento en la finca de El Chino. Varios coches que entran y salen. Y también motos. Los miembros de la célula yihadista salen y entran de la casa, pero lo hacen a la luz del día, con naturalidad, de modo que los vecinos constatan el trasiego, pero nadie se inquieta hasta el punto de llamar a la policía o a la Guardia Civil. Hay dos testigos que sí tienen datos suficientes para deducir que algo está pasando, pero ellos tampoco hablan. Uno es un niño. El otro, una máquina.
-De lo que pasaba en la finca de Morata, mi niño lo sabe todo. Mi hijo sabe más que todos esos juntos, más que el juez y más que todos, porque se ha pasado fines de semana enteros en la finca. Jamal se lo llevaba todos los fines de semana y en cierta ocasión también a un amiguito. Compró unas ovejas, unas cabras... Mi hijo ha visto todo, y a todos. Pero él es un niño, y además no quiere hablar...
Rosa sabe que su hijo -el niño que antes se llamaba Bilal- esconde más de lo que cuenta. Ella intuye, y por eso está tan orgullosa de él, que en parte es para protegerla, para no hacerla partícipe de los desvaríos de su padre.
-Un día, al volver de la finca -cuenta Rosa- mi niño me dijo: 'He visto en la casa de Morata a un tío que no me ha gustado. Uno calvo con barba de chivo que me ha dicho que yo lo que tengo que hacer es hablar árabe y empezar a rezar, y yo le he dicho: pues reza tú'. Hay que tener en cuenta que mi niño en ese momento tenía nueve años, pero es muy listo mi niño. Se refería a Serhane El Tunecino. Lo sé porque a los pocos días vino a casa y Jamal me mandó a la habitación. No me dejó salir hasta que Serhane se fue. En Nochevieja lo llamé para preguntarle que si iba a venir a cenar, y me dijo que no sabía. Escuché por detrás la voz de Serhane diciéndole: 'Déjate de fiestas de cristianos y vamos a hacer lo que tenemos que hacer'. Aquel día llegó a las cinco de la mañana, muy alterado, nervioso, cansado... Yo le veía muy raro. Estaba todo el día con el Internet, todo el día, con un portátil. Una noche lo vi a las cuatro de la mañana con Bin Laden a toda pantalla, y le dije: 'Pero bueno, Jamal, ¿tú te has vuelto loco? ¿qué haces viendo a Bin Laden en Internet?' Ahí me empecé a mosquear".
El segundo testigo -a la postre vital- es una máquina. El miércoles 10 de marzo por la tarde, un repetidor de teléfonos cercano a Morata de Tajuña registra que varios teléfonos móviles acaban de ser activados en la zona. Se trata de los teléfonos que servirán de temporizador de las bombas. Los terroristas los conectan mediante unos cables que inexplicablemente luego no recubren de cinta aislante en la parte que hace contacto. Los ponen en hora. Luego programan el despertador con la hora elegida: las 7.40. Y enseguida apagan los teléfonos para evitar que una llamada imprevista provoque la detonación de las bombas. Las 7.40. En ese minuto se activará la función despertador del teléfono... y el chispazo eléctrico conectará el detonador que a su vez hará estallar la dinamita. Las bombas ya están preparadas para explotar. Los terroristas cierran las bolsas de basura con la cinta amarilla. Las atan. Hay 13. Las meten en bolsas azules de deporte, con asas, unas bolsas que han comprado hace días en una tienda del barrio de Lavapiés.
A la mañana siguiente, ya 11 de marzo, los terroristas se montan en varios coches robados, entre los que se hallan una furgoneta Renault Kangoo y un Skoda Fabia. Se dirigen a Alcalá de Henares. Aparcan los vehículos por separado en los alrededores de la estación de ferrocarril. Es mediados de marzo, pero esa mañana no hace mucho frío en Madrid. Por eso, a Luis Garrudo, conserje de una finca cercana a la estación, le extraña que el joven alto y delgado que acaba de salir de la furgoneta blanca lleve puesto un gorro y una bufanda. Garrudo se acuerda de la hora en que salió de su casa en el número 5 de la calle del Infantado: las siete de la mañana en punto. Normalmente, sale a las ocho, pero ese jueves ha pedido permiso para adelantar el horario. Quiere salir una hora antes para asistir al funeral de su cuñado a las ocho de la tarde. Y, como todas las mañanas, se dirige a la estación para coger un mazo de periódicos gratuitos. En el camino se topa con la visión chocante del individuo demasiado abrigado:
-Llevaba dos bolsas, una al hombro y otra en la mano. Iba delante de mí, camino de la estación. Dentro de la furgoneta había otros dos jóvenes, uno de ellos se estaba poniendo un gorro. Después, cuando volví con los periódicos, me fijé en la furgoneta. Seguía ahí aparcada, pero ya no había nadie.
El comando compra los billetes de tren. Sus integrantes intentan aparentar normalidad, pero no lo consiguen del todo: "Yo estaba aquella mañana en mi trabajo de taquillera. Y hubo un cliente que me llamó la atención. Tenía la cabeza y la cara tapadas con un gorro y una bufanda tipo braga. Sólo se le veían los ojos. Compró varios billetes, no recuerdo cuántos. No se le entendía bien, y a pesar de eso no se bajó la braga para dejar la boca libre".
Los hombres de las bolsas azules se separan y se reparten en cuatro trenes consecutivos. El plan es simple: entrar en los convoyes, colocar las bolsas de las bombas y bajarse en la estación siguiente. El límite son las 7.40. A esa hora sonará el despertador y ninguno tiene la intención de suicidarse. Al menos, no por el momento.
Ese día, en la radio hay dos nombres que triunfan sobre todos los demás: Mariano Rajoy y José Luis Rodríguez Zapatero. El sucesor de Aznar y el candidato socialista se medirán en las urnas dentro de 72 horas. De ahí que se note una mayor presencia policial en las calles. Los responsables de Interior están seguros de que ETA intentará intervenir en las elecciones de la única manera que sabe hacerlo: matando. De hecho, hace sólo unas horas que un comando etarra ha intentado meter una furgoneta con 500 explosivos en el corazón de Madrid. En lo que respecta al tiempo, se prevé un nuevo frente de lluvias.
Aquel día, como todos, Tinka, una inmigrante de Europa del Este, y su amiga se suben al tren en Alcalá de Henares. Se fijan en un chico joven, moreno, alto, con una bolsa de deportes y un periódico, y que lleva un abrigo negro, un gorro y una bufanda. Ambas mujeres le siguen con la mirada mientras busca asiento. Y cuando cambia de vagón para regresar. También cuando, después de tanto trajín, por fin se apea del tren.
-Mira, se ha olvidado la bolsa de la comida -comenta Tinka a su amiga.
-Puede ser una bomba.
-¿Cómo puedes pensar eso?- la reprende Tinka, a punto de llegar ya a la estación de El Pozo del Tío Raimundo, en Madrid.
En el tren siguiente, en el de las 07.15 viaja un trabajador que, hace sólo unos días, se ha dejado olvidada una chaqueta en el vagón. "Al sentarme y apoyar el brazo en la ventana noté que una persona me estaba empujando: al girar la cabeza vi que se trataba de un joven, gitano o moro, que estaba metiendo una bolsa debajo del asiento. Me adormilé. A la altura de San Fernando de Henares me desperté y vi que el chico ya no estaba, pero que la bolsa sí. Y pensé: mira, otro que se olvida las cosas en el tren. Poco después me bajé en Vicálvaro".
Y a pocos metros de la estación de Vicálvaro, precisamente, un obrero que trabaja en un edificio cercano se percata de una cosa rara: -Eran las ocho menos veinte y, junto a dos casetas, vi a un tío que no era de la obra cambiándose de ropa. Era de 1,75 de altura, con el pelo corto, fuerte. Dejó la ropa ahí y se largó.
José Luis García está sentado en un tren que acaba de detenerse en la estación de Atocha.
-Oí sonar un móvil, una y otra vez...
Son las 7.40.
-... Lo oí una, dos, tres, cuatro, cinco veces, y a la sexta, mientras pensaba ¡que alguien coja ese móvil! fue cuando estalló todo. Noté cómo saltaba del asiento y cómo quedaba atrapado. Dos personas corpulentas que estaban delante de mí hicieron de escudo y por eso me salvé. Me quedé tumbado, sin oír y sin ver nada.
En el tren parado en la estación de El Pozo del Tío Raimundo, Tinka y su amiga se sobresaltan con una explosión en el vagón contiguo. Instintivamente, salen corriendo en dirección contraria. "Y entonces explotó algo detrás de nosotras, en nuestro mismo vagón. Tinka, que iba detrás de mí, murió en el acto".
Lo que viene a continuación... Trenes que estallan simultáneamente. Cuatro bombas en un convoy estacionado en Atocha, otras en la calle de Téllez, en El Pozo del Tío Raimundo, en el barrio de Santa Eugenia. Comienzan a sonar sirenas de ambulancia. Se oirán durante todo el día. Por toda la ciudad.
Antonio Miguel Utrera, de 19 años, acaba de despertar. Se encuentra en la parte opuesta del vagón en el que iba sentado.
-Alguien me levantó y me bajé del vagón. Llamé a mi madre porque supuse que algo había pasado, un accidente o algo. Comencé a andar al lado del tren. Vi que había sido un atentado. Todos andábamos de un lado para otro, sin hablarnos, como en un baile de sonámbulos. Había mucho silencio, nadie se miraba, todos miraban a otra parte, a la nada. Era una sensación rara. Caminé por entre las vías y encontré un muro de hormigón sobre el que me apoyé porque me sentía muy cansado, quería dormir, quería descansar... Mi teléfono móvil sonaba y sonaba. Mis padres no hacían nada más que llamarme. Al lado del muro había una mujer con la cara ensangrentada, y yo le pregunté que cuánto iban a tardar en venir a por nosotros. Ella no respondió, pero señaló en una dirección. Y entonces vi venir a los camilleros".
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