La angustia de vivir
El portero Robert Enke, torturado por la muerte prematura de una hija y el miedo al fracaso en el colosal mundo del fútbol, se quitó la vida en plena depresión. El padre repasa su trayectoria
Es una conversación difícil para Dirk Enke. Todo se entremezcla. Robert es su hijo, era su hijo; el padre quiere explicar algo, quiere justificar algo, pero también quiere entregarse a su dolor en privado.
Permanece en silencio durante un rato, en una postura un tanto encogida. No es momento para preguntas.
El martes de la semana pasada Robert Enke, de 32 años, portero del Hannover 96 y de la selección alemana, se quitó la vida. Vivía en una casa de campo en Eilvese con su mujer, Teresa, su hija adoptiva Leila y ocho perros.
Su suicidio causó consternación en Alemania. Todos se hacían una sola pregunta: ¿Por qué?
Dirk Enke también, como es natural. Pero él, además, tenía respuestas. Dirk Enke es psicoterapeuta. Al día siguiente Dirk Enke fue a Detmold a ver a su hermano Bernd, diplomado en psicología. Dirk Enke afirma: "Yo creo que esto no es una enfermedad surgida desde dentro, sino originada en sus circunstancias vitales. Hay muchas cosas que apuntan a esto. El miedo tuvo un papel muy importante". Esta es la opinión de Dirk Enke, su explicación de la muerte de su hijo.
En su carta de despedida, Robert Enke se disculpa por ocultar su estado de ánimo para poder preparar su suicidio
"Decir que se tiene una enfermedad psicológica no está bien visto en el masculino mundo del fútbol", cuenta su padre
Robert Enke no buscaba el protagonismo en el circo de la Bundesliga. No quería estar en el candelero, no buscaba las cámaras. No era como Oliver Kahn, como Tim Wiese, aunque dejó una huella profunda, como muestra el efecto que ha causado su muerte.
El suicidio de Enke se produjo en el punto culminante de su carrera, siete meses antes del Mundial de 2010, en un momento en el que los futbolistas se sienten invulnerables, o lo parecen. Hace unas semanas el seleccionador nacional, Joachim Löw, declaró que Enke era su favorito para el partido de la selección en Suráfrica. Después se dijo que Enke estaba enfermo, que tenía una infección, que no podría participar ni si quiera en el decisivo encuentro de clasificación contra Rusia.
En el salón de su casa de Detmold, su padre afirma: "Lo que a mí me importa es entender por qué llegó a levantar semejante muro. Por qué ese aislamiento. Robert se esforzó muchísimo por hacer creer a los demás que todo iba bien. Muchas veces me ofrecí: venga, vamos a hablar como padre e hijo. No quería hablar con él como especialista. Quizá pensara: el viejo sabe de qué va esto y a lo mejor averigua de qué tengo miedo. Robert sí que intuía que algo no iba bien en su vida".
¿Pero no podía cambiarlo? ¿No podía reconducir su vida, le faltaba valor?
"Él pensaba: 'tomar decisiones completamente distintas o actuar de otra forma me da un miedo espantoso; no sé cómo se hace ni sé lo que quiero".
Durante todos estos años, la mujer de Enke y su mejor amigo, el agente deportivo Jörg Neblung, además de sus padres, y naturalmente su médico, el psiquiatra de Colonia Valentin Markser, supieron de las depresiones de Robert. Conocían su miedo a perder su puesto en la selección nacional, al tener que renunciar al importante partido de Rusia; pero había mejorado. Robert Enke había vuelto a jugar de forma impecable y estaba en forma. Su mujer, Teresa, pensaba que lo peor había pasado.
Enke volvió a estar bajo el larguero en el partido contra el Hamburgo. Que el domingo de la semana anterior alguien sumido en la depresión parara los balones... inconcebible.
Era el suicidio del que se reponía de todos los golpes, de alguien invulnerable, del que repelía todos los peligros del juego, del que al defender la portería protegía a su equipo y, metafóricamente, a su país.
El portero de la selección es el súmmum de la fortaleza deportiva. Tiene que tener los nervios de acero. Seguridad en sí mismo. No hay un trabajo más duro en el fútbol, y Enke estaba a la altura.
El fútbol alemán siempre coloca a sus grandes entre los palos. Interpretan su papel conscientes de su importancia y con pasión. Oliver Kahn hizo de la actuación del portero una experiencia al límite. Sepp Maier era el clown oscuro, Jens Lehmann el excéntrico. Todos ellos elevaron el oficio de atrapar y despejar balones a una travesía por las cumbres de la existencia humana.
Robert Enke tenía un talento excepcional. Con nueve años de edad, el entrenador le dijo a su padre: "Entrará en la selección nacional". Sin esfuerzo aparente pasó por todas las selecciones nacionales de la liga alemana. En los días posteriores a su suicidio se ha afirmado que las crisis empezaron hace seis años, pero su padre sabe mejor de lo que habla. Dirk Enke relata: "Siempre pasaba a clases de edad superior a la suya, siempre se le sacaba antes de tiempo de su equipo y se le hacía pasar a una clase superior en la que era el más joven. Por entonces empezaron las crisis. Porque tenía miedo de no poder estar a la altura de los mayores. No se creía capaz. Estaba atrapado en sus propias ambiciones".
Y entonces aparece la frase que tenía que aparecer: "No podía disfrutar de nada". Cuando Robert tenía 15 años se separaron sus padres. Con 18 años debutó en el Carl Zeiss Jena, equipo de la segunda división alemana. Cuando fue traspasado al Borussia Mönchengladbach se convirtió en el portero más joven de la Bundesliga.
Con 24 años empezó a ser el capitán y favorito de los aficionados del club más popular de Portugal, el Benfica de Lisboa. Cuando en 2002 fichó por el Barcelona, parecía que Enke había llegado a lo más alto. En realidad, ya desde su época de Portugal le atormentaban los ataques de ansiedad. En Barcelona, en un encuentro de la Copa del Rey contra un segunda B, Enke encajó tres goles y su compañero de equipo Frank de Boer le criticó en público. Supo por los periódicos que el técnico, Louis van Gaal, le había descartado. Era una traición, la humillación suprema. Le mandaron a entrenarse con los suplentes, lejos de sus camaradas. Más tarde dijo que esos días habían sido los peores.
Su padre le había visitado varias veces en Lisboa "por su estado de ansiedad", relata Dirk Ende, quien tiene la sensación de que "viene de entonces lo que ha terminado desembocando en esta tragedia". "Allí se encerró en un mundo interior en el que regía un único principio: 'no puedo fallar'. Pensó: 'si no soy el mejor, soy la última mierda'".
Uno de los clubes punteros de Turquía, el Fenerbahçe de Estambul, fichó a Enke. Ya el primer encuentro de la temporada acabó en catástrofe. En el derby local contra el menor de los cuatro equipos de primera que había entonces en la capital, el partido finalizó con un 0 a 3. Para los 50.000 hinchas del estadio, el culpable estaba en la portería. A Enke le cubrieron de insultos y mecheros.
Esa misma noche decidió marcharse, a pesar de que sabía bien que la normativa le impediría jugar en otro club al menos durante medio año. La vida, tal como entonces parecía presentársele, se le escapaba.
Hace tres años, Enke se hizo con la portería del Hannover 96. Las cosas le iban mejor, la gente le cubría de elogios y en una entrevista hablaba con franqueza inusual de su padre y de su vida futbolística.
Se le veía tan poco a la defensiva, contando de forma tan franca y reflexiva, aguda y autoirónica cómo había superado sus heridas, que nadie que hablara con él podía tener la sensación de que esa no era toda la verdad. Sobre todo, se refería con sinceridad a sus errores: a su impaciencia y a la excesiva rapidez con la que había cambiado de equipo. Le habían "llovido tales críticas" en Barcelona que "había perdido la cabeza". Pero Enke volvió a coger el paso, regresó a Alemania y destacó en el Hannover 96 y, más tarde, también en la selección nacional.
Hoy, afirmaba Enke entonces, como hombre maduro, era más fiel y constante en el apego a lo que le hacía bien. Le resultaba más fácil dejar atrás los errores y seguir jugando y viviendo, sin más. Y en su discurso se perfilaba la imagen de un hombre que, al cabo de todos sus viajes, finalmente se había encontrado a sí mismo.
"Ahora estoy relajado de verdad", nos contaba, sonriendo.
Robert Enke, un hombre como un castillo, enormemente popular, brilla en la portería, como siempre. Y dos días después se deja arrollar por un tren. Y en todo el país la gente entiende de repente qué devastación puede producir la enfermedad de la depresión en el alma de un hombre. Se quedan anonadados por su violencia. Se pregunta qué poderosas sombras tiene que arrojar sobre una persona cuando golpea. ¿Cómo puede ser que ni siquiera alguien como Enke pueda defenderse de ella?
Dirk Enke afirma: "Naturalmente, también me cuestiono la educación que le di, nuestra familia. Sé que jamás hemos presionado a Robert. Jamás. Pero al estar rodeado de reconocimiento y elogios, no tenía que ocuparse de nada. Se dejaba llevar. Eso siguió siendo así siempre". "En fases críticas", afirma, "Robert tenía miedo a los balones contra su portería. Sufría ataques de ansiedad, no quería ir a entrenarse, no quería estar en la portería. Estaba tan desesperado que en una ocasión me preguntó: 'dime, papá, ¿te parecería mal que dejara el fútbol?' Yo le dije: 'Robert, por Dios, eso no es lo más importante'".
Como es natural, ahora se plantean también otras preguntas. Por ejemplo, si un magnífico juego, que al mismo tiempo se ha convertido en un negocio tan gigantesco no destruye a sus protagonistas. ¿No será que el fútbol profesional sencillamente no es un buen biotopo para una persona depresiva? ¿Es que el deporte rey se traga a sus talentos y escupe a los que no funcionan convertidos en ruinas psíquicas y suicidas? ¿O apuntan las tragedias de los deportistas a otra dimensión: a una sociedad que ha convertido los logros en un fetiche, enfermando y hundiendo en la depresión a sus élites?
¿Pero por qué una persona enferma y otra no? ¿Una infancia difícil? ¿Traumas anteriores? En el caso de Enke no faltaban motivos externos. Durante un encuentro en Mallorca, Enke nos contaba cómo su forma de entender el fútbol había cambiado por el drama privado de su vida. La enfermedad y muerte de su hija lo habían relativizado todo. Acabada ya la entrevista y con la grabadora apagada, Enke nos describió su calvario. La angustia diaria. La clínica diaria. Las llamadas de noche avisando de que las cosas volvían a empeorar, para saber por la mañana que había sido una falsa alarma. Lara había nacido con una grave enfermedad cardíaca. Fue operada después de su nacimiento.
"¿Cómo se aguanta eso?", se preguntaba Enke, que inmediatamente precisó: "No nosotros. Cómo lo aguantaba Lara, esa es la pregunta". Lara murió al cabo de dos años y tres operaciones de corazón, tras una intervención en el oído que, en apariencia, carecía de riesgos. ¿Era esto ya demasiado?
Pero hasta esta historia, que en realidad no admite ninguna vuelta de tuerca, tiene un abismo adicional. Dirk Enke, el padre, lo relata con tranquilidad: "Teresa y Robert sabían desde antes del nacimiento que Lara estaría enferma. Pero decidieron tenerla: 'Si queremos de verdad a la pequeña, todo le irá bien'. Se turnaron en el hospital para dormir junto a Lara. Pero después de la operación, Robert llegó a la clínica después de un partido y se quedó a dormir mañana siguiente le despertó el alboroto de las enfermeras que intentaban reanimar a la niña. Él dormía a su lado. Lo primero que le pasó por la cabeza fue: 'no me he enterado. La culpa es mía'".
Médicos y enfermeras aseguraron a Robert que no habría podido hacer nada, afirma el padre, "pero él volvió a experimentar un fracaso. Necesitó mucho tiempo para superarlo".
Dirk Enke regresa en sus reflexiones a la hipocresía, a la brillante superficie del fútbol profesional, a esos hombres que tienen que refrenarse, no mostrar jamás debilidad. "El tema de la depresión es un tabú en el fútbol. Sería normal decir: 'Robert tiene una enfermedad psicológica'. Pero eso no está bien visto en el masculino mundo del fútbol", dice Enke padre. Y añade: "Hace dos semanas le dije que me parecería bien que se sometiera a un tratamiento hospitalario. Quizá todo habría sido de otro modo. Pero él no quería. Y por eso nadie podía forzar su ingreso. Si alguien dice en conciencia 'estoy bien', nadie puede ingresarle. Estuvo muy cerca de dar el paso a veces, pero luego rectificaba: 'si me tratan en la clínica, adiós al fútbol. Y es lo único que sé hacer".
Creía que el estigma de la depresión le quitaría todo, quizá incluso la hija que Teresa y él habían adoptado en mayo. Ese miedo era exagerado; en todo caso lo era en ese momento, después de seis meses de convivencia de Robert, Teresa y Leila. Si un niño vive un período prolongado en su nueva familia, ésta no pierde su custodia sin más, ni aunque los padres hayan ocultado una enfermedad psíquica durante la adopción.
Sin embargo, Robert Enke creía que la estancia en una clínica lo echaría todo por tierra. Nadie puede decir si le habría servido. Quizá ni siquiera él mismo supiera desde hacía tiempo lo cerca que estaba del abismo. Se dice que lo único que mantiene en vida a los suicidas en ciernes son las relaciones sociales. Pero para ello es necesario hablar del peligro. Su médico, Markser, afirma que, con el tiempo, su paciente había aprendido a ocultar pensamientos de forma tan perfecta que ni siquiera podían llegar a él los cercanos. Sus colegas y amigos no sospechaban nada. Al parecer, siempre negó de forma creíble tener pensamientos suicidas.
Así lo ve Teresa Enke: "Naturalmente, lo difícil era también que nada de esto saliera a la luz. Ese era su deseo expreso, por miedo a perder su deporte, nuestra vida privada, todo. Visto retrospectivamente, está claro que era un disparate".
La mayoría de los depresivos conviven durante mucho tiempo con ideas suicidas. Al final, el último paso sólo requiere un impulso: ¡Ahora! Si se pregunta a suicidas fallidos, la mayoría dirá que tres horas antes no pensaban que fueran a hacerlo ese día. Arrojarse a las vías del tren, dicen algunos psicólogos, es atípico en un caso de suicidio planeado. Quien planea racionalmente piensa también qué supondrá para los demás -para eupondrá para los demás -para el conductor, para su mujer- ser atropellado por un tren.
"¿Señor Enke, cree usted que lo tenía planeado desde hace mucho tiempo?"
"Lo de mucho tiempo es relativo. Hablemos de días o de semanas, tengo la sensación de que sí. Le dije muchas veces: 'Venga, me acerco y charlamos'. Y él me replicaba: 'No, padre, déjalo, no debes venir".
Finalmente, una semana y media antes del suicidio, el padre llamó a casa de Robert y Teresa y les preguntó: "¿Puedo ir a veros ahora?" Teresa fue a esperarle a la estación, Robert llegó a las ocho y media del entrenamiento y, en expresión de su padre, "estaba cerrado". Inabordable. Taciturno. Ofendido. Estaba disgustado por la tarde que había tenido, afirmó, y se acostó a las nueve y media.
A medio día de ese martes 10, Enke se despidió de su mujer. Dijo que se marchaba al entrenamiento. Pero ese día el Hannover 96 no entrenaba. Sólo quería mantener las apariencias. Cuando Jörg Neblung, su agente, se dio cuenta del engaño, alertó inmediatamente a la policía.
En su carta de despedida, Robert Enke se disculpa por ocultar su auténtico estado de ánimo para poder preparar su suicidio.
Enke era fuerte. Pero no lo bastante fuerte como para admitir sus debilidades.
"Robert llevó una doble vida", afirma su padre; "ya no aguantaba más en una vida que no quería en absoluto, aunque no sabía lo que quería. Tuvo que pasarlo tan mal que tomó la decisión más fácil: salir de la vida".
La conversación con el padre ha durado dos horas. Durante todo este tiempo ha tenido las manos entrelazadas en el regazo; ha pedido que las preguntas se las hiciéramos en voz alta porque está sordo del oído derecho. Dirk Enke ha pedido el número de teléfono de Joachim Löw porque quiere liberar al seleccionador de posibles sentimientos de culpa. Ha habido minutos en los que hablaba de forma inteligente y clara, ha habido minutos en los que buscaba las ideas y callaba, porque siempre se entremezclaba todo: es padre y terapeuta, es especialista y está de duelo porque el hijo, marido, padre y portero de la selección se echó delante de un tren.
Este texto es un extracto del reportaje elaborado por Christoph Biermann, Rafaela von Bredow, Klaus Brinkbäumer, Cathrin Gilbert, Maik Grossekathöfer, Detlef Hacke, Beate Lakotta, Cordula Meyer, Gerhard Pfeil, Frank Thadeusz y Markus Verbeet. Traducción de Jesús Albores. © Der Spiegel
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