Sol visto desde Mayo del 68
Mario Muchnik y Eduardo Arroyo, que participaron en las revueltas de la primavera francesa hace más de 40 años, reflexionan sobre el movimiento del 15-M y su símbolo principal: Sol
Eduardo Arroyo no es un revolucionario, es un provocador. Un artista. Mayo del 68 le cogió en París y se sumergió en la euforia de la revolución. Testigo y actor, coordinó la producción de los carteles propagandísticos en la Escuela de Bellas Artes ocupada. Más de 40 años más tarde, otra revuelta le ha sorprendido a unos minutos de su estudio en Ópera. Ha caminado entre las tiendas de los indignados, pero su curiosidad es escéptica. Ya no cree en las revoluciones: "De las revueltas en Francia, los Estados, con De Gaulle a la cabeza, solo extrajeron una conclusión: Plus jamais ça". Nunca más.
Ding dong. Mario Muchnik, editor y fotógrafo, llega tarde a la reunión en el estudio de su amigo. Se excusa entre bromas lanzadas con socarronería argentina: "¡Increíble! Al darle la dirección al taxista, le he dicho: 'A casa del gran pintor Eduardo Arroyo', ¡y no sabía dónde era! Es como si en París le hubieras dicho al taxista: 'A casa de Picasso', y se hubiera quedado parado".
"La diferencia con París es que los 'indignados' quieren arreglar el sistema, nosotros queríamos volarlo"
Muchnik y Arroyo compartieron París en Mayo del 68, pero no se conocieron hasta hace 15 años. Ahora que ambos superan los 70 años coinciden en que aquellos días fueron más que una revolución para ellos: son sus recuerdos de juventud. En parte por eso, no reconocieron nada de lo que habían vivido en su visita al campamento Sol. La guardería fue una de las cosas que más les impactó. "¡¿Te imaginas en París, la gente trayendo a sus hijos a la revolución?!", le pregunta el pintor a su compañero.
"La diferencia con Mayo del 68 es que estos quieren arreglar el sistema. Nosotros queríamos volarlo", resume Arroyo con contundencia. "No se puede comparar", insiste más prudente Muchnik, "pero mi sensación es de que Sol es un hito muy pobre". En su visita a Sol, el editor de Elías Canetti y Primo Levi, que acaba de lanzar Oficio: editor, el cuarto volumen de su biografía, recordó los días que hizo de cronista fotográfico de las revueltas parisienses. Entre las imágenes que tomó entonces hay un joven pelirrojo y de mirada perdida. Le llamó la atención su rostro. Después supo que era Daniel Cohn-Bendit, uno de los líderes de Mayo del 68.
Daniel, El Rojo, era, junto a Alain Geismar y Jacques Sauvageot, uno de los cabezas visibles de la revolución de Mayo del 68, que tuvo su germen el 22 de marzo en la Universidad de Nanterre. Tenían capacidad de interlocución con las autoridades y poder de movilización entre los revolucionarios. Una jerarquía que Sol ha evitado. Los indignados forman portavoces para renovar rostros y evitar que los medios personifiquen la revolución. Organización horizontal, en lo bueno y lo malo: "Quieren irse de la plaza y no pueden", dice Arroyo.
"En aquellos tiempos no nos preocupaba el paro, ni la ley electoral. Queríamos hacer la Revolución, con mayúsculas, aunque ninguno sabía muy bien qué quería decir eso", sentencia Arroyo. El artista leonés estudió periodismo, pero alcanzó fama como pintor en su exilio al otro lado de los Pirineos. Hoy, pese a que sus provocaciones le granjean enemigos, expone en los mejores museos del mundo y se encarga de la escenografía del Teatro Real de Madrid.
Una de las claves de que la mecha prendiera tan fuerte en Francia fue la unión con el movimiento sindical. Con la alianza ganaron fuerza, aunque complicaba la coordinación: "Había mucho recelo entre obreros y estudiantes". Trotskistas, comunistas, maoístas... Todos estaban encuadrados ideológicamente. "Sabíamos qué queríamos. Ahora discuten para saber qué son", opina Arroyo.
En aquellos debates no había moderador, ni grupo de dinamización de asambleas como sí ocurre en Sol. ¿Cómo se organizaban los turnos de palabra? "¡Se la arrebatabas al compañero!", se mofa Arroyo. "Bueno, sí, pero todo transcurría dentro de un orden", apunta Muchnik tras sus grandes gafas. Eran discusiones sobre temas deslavazados, que funcionaban sin saberse cómo.
El teatro Odeón se convirtió en símbolo asambleario del 68, las reuniones duraban 23 horas al día. Solo paraban para limpiar. Arroyo hace su lectura: "En ocasiones empapelabas la pared y un estudiante iba por detrás recogiendo. Yo me preguntaba: '¿Qué clase de Revolución es esta?'. Ahora sé que el único que tenía razón era el que limpiaba".
Los indignados han aprendido esta lección, con creces. El civismo de Sol no es el de París. Las revueltas allí fueron crudas: coches volcados e ideas locas como pintar la Sorbona de rojo. Nueve millones de franceses secundaron la huelga. Arroyo, amante de los toros y el boxeo, compara con ironía: "Ayer había 10.000 personas en Sol. Y 23.000 en las Ventas, en los toros de San Isidro".
Las revueltas de París crecieron rápido, sin que existiera un detonante claro. Los carteles que se fabricaban en la Escuela de Bellas Artes pasaron de una tirada de 200 ejemplares a 200.000 en cuestión de días. Las fachadas empapeladas se convirtieron en el altavoz de la revolución. La producción era cuantiosa, pero el proceso, artesanal. Se presentaban a votación unos cinco o seis modelos nuevos de carteles cada día; de allí se elegía uno. A lo sumo, dos. Arroyo, pese a ser un pintor de talla mundial, no publicó más de tres, él mismo insiste: "Eran malísimos".
-Me encargaba sobre todo del proceso de producción. Tengo alma de capataz, de mando.
-Siempre ha sido así, pero en el 68 seguro que se guardaba mucho de decirlo -se burla Muchnik.
Rojo, blanco y negro se combinaban en los carteles. Producirlos no era inocuo. "Había dos bolivianos... No, un boliviano y un argentino. Tomaban mucha leche, antídoto para los venenos plomizos de la tinta", Arroyo mezcla las nacionalidades en su memoria: "Sí, recuerdo a aquel peruano y al argentino... Dos mineros, tipos duros, forjados en la tipografía y la lucha".
De los pasquines salieron muchos lemas de Mayo del 68. "Seamos realistas, pidamos lo imposible", "Una vez abres los ojos, no los puedes volver a cerrar", "Debajo de los adoquines está la playa"... Poesía, dice Muchnik, que cita con ironía el "No hay pan para tanto chorizo", una de las frases de Sol. "Es algo que falta en esta revuelta: crear un discurso artístico propio", resume el pintor.
Tal vez la razón es que el 15-M no tiene una única máquina de propaganda. La comisión de comunicación hace las veces de gabinete de prensa; mientras, artes se encarga de las pancartas que decoran el campamento. En el 68 no había redes sociales por las que lanzar eslóganes, ni e-mails para enviar comunicados a medios de comunicación. "Ahora, con esto de las nuevas tecnologías, la revolución la haces en casa, con tu CocaCola y frente al ordenador", dice Arroyo, siempre con la réplica punzante en la boca.
"Siento que los acampados se preguntan: '¿Y qué hay de lo mío?'. Están preocupados por su futuro, lo cual está bien, pero a nosotros no nos importaba: no teníamos". Muchnik era un inmigrante argentino con miedo a perder el permiso de residencia. Arroyo recorría los cafés haciendo retratos y caricaturas: "Vendías algún cuadro, pero a escondidas: estaba mal visto". Hoy de todo aquello solo les queda la lección del esfuerzo.
"Mayo del 68 fue un fracaso, solo quedaron unos Estados más fuertes. En lugar de debilitarlos, les dimos una victoria". Plus jamais ça. Son dos supervivientes de su propia decepción revolucionaria, pero, pese a su escepticismo, sienten simpatía por los indignados. Tal vez Sol, más pacífica en sus formas, llegue a darles una sorpresa.
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