Nadie entiende la muerte de Calvo
Le despidieron. Se suicidó. Los allegados del carismático profesor de Princeton no se lo explican
La inquietud que provocó en la Universidad de Princeton el suicidio del profesor Antonio Calvo, cuatro días después de su despido, sigue acosando al rectorado. Ha pasado ya más de un mes, y los alumnos de licenciatura de Calvo han reunido más de 260 firmas en el campus para pedir que el consejo directivo de la universidad, compuesto por 38 personas además de la rectora, abra una investigación independiente. La universidad sigue manteniendo silencio sobre el motivo concreto de la suspensión. EL PAÍS ha hablado con su familia, amigos y colaboradores más cercanos para retratar a un hombre cuyo carisma sigue intacto después de su fallecimiento.
Calvo trabajaba para Princeton como profesor adjunto desde 2006. Era un sueño cumplido. Leonés de orígenes modestos, nacido en 1965 en Benavides de Órbigo, una pequeña población de 2.838 habitantes, trabajó siempre muy duro para dedicarse a la enseñanza. "De mi hermano destaco su continuo esfuerzo en todo lo que hacía desde sus años de estudiante", recuerda Santiago Calvo. Logró su sueño: impartir clases a la élite norteamericana. Una pasión tan grande, como suele ocurrir, vino acompañada de momentos álgidos y otros, como su despido, duros. "Amaba la Universidad", recuerda su amigo Marco Aponte-Moreno. "Se esmeraba en dar buena impresión cuando visitaba otras universidades y decía que era importante mantener la buena imagen de Princeton".
En Princeton abundan recuerdos de una entrega al trabajo de profesor que trascendía lo profesional
Su entrega a los alumnos le valió un apodo: San Antonio. Aponte-Moreno recuerda un ejemplo: "En 2007 yo vivía en Inglaterra, y mi director de tesis en Nueva York me había dicho que a menos que regresara a terminar la tesis, no lograría graduarme. Fue un momento difícil. Antonio me ofreció trabajo en Princeton para que pudiera terminar mi tesis y se ocupó de mi visado. Logré graduarme".
En Princeton abundan recuerdos de una entrega que trascendía lo profesional. En el despacho de Calvo había un bote con caramelos y pañuelos para los llantos de los alumnos. Su amor por la enseñanza era a veces duro. "Su carácter fuerte lo provocaba su exceso de trabajo y su empeño en sacar a la gente adelante, sabiendo lo que a él mismo le costó", evoca su hermano. Philip Rothaus, que le consideraba mentor, añade: "Le envié un trabajo y me llamó a su despacho. Lo criticó duramente. Estaba enfadado, porque decía que podía ser mejor. Fuera de plazo, me mandó repetirlo. Primero me enfadé por su dureza. Pero, tras devolvérselo, me di cuenta de que me había obligado, de un modo excepcional, a dar lo mejor de mí mismo".
El día 8 de abril se le informó de su despido. Se había abierto una investigación para renovar su contrato. Algunos estudiantes de posgrado, de cuya coordinación se ocupaba, se habían quejado de que había usado duras expresiones, como "tocarse los cojones". Le parece "impensable" que en el año 2011, por "alzar la voz " a unos alumnos o "por decir una frase que en España no pasaría de ser un toque de atención por parte de tus superiores, te despidan de forma vergonzosa sin mirar lo que has construido años atrás", explica su hermano. "Supongo que pedir disculpas a su familia no está en los planes de la universidad porque reconocerían que son culpables de un despido sin defensa por parte del interesado".
En 2008, Calvo le había descubierto España a Princeton. Creó un programa de visita académica en colaboración con la Fundación Ortega y Gasset. Participaban 35 alumnos. Estudiaban en Toledo durante un mes. Él actuaba de director del programa. Los llevaba a Segovia y a Madrid. Les daba clases en el Museo del Prado. Les hacía sentirse especiales. "Son un grupo de estudiantes valientes y curiosos, dispuestos a llegar lejos", dijo en 2008 al diario de Princeton. En Toledo ejercía de padre y profesor de sus alumnos. "Cuando fui a España, me dijo que pasara a visitar a su padre, que siempre tendríamos un plato de comida en su casa de León", recuerda Ricardo López, estudiante.
Calvo estudió filología hispánica en la Complutense de Madrid a finales de los años ochenta. Ocupaba sus ratos libres como pinchadiscos. "La música era su otra gran pasión y, durante años, su medio de vida", recuerda Ana, compañera de clase y amiga, quien prefiere no dar su apellido. "Antonio ponía todo su ser tanto en las traducciones de latín como en desentrañar lo que los Red Hot Chili Peppers decían en sus temas". También trabajó como camarero en el Café Belén, en Chueca. Eran los últimos años de la movida, de una renacida libertad que el estudiante disfrutaba y que le acabaría llevando a Nueva York.
¿Por qué el cambio? Lo explicaba el propio Calvo en 1999, en una entrevista al diario El Mundo: "Dada la endogamia de la Universidad española, opté por venirme. Todos los departamentos de Español de las universidades estadounidenses proporcionan becas para extranjeros que te permiten trabajar y estudiar al mismo tiempo". En Nueva York estudiaba su doctorado y daba clases en la City University. Vivía en un colegio mayor. Cobraba 1.300 dólares mensuales. Le daba para vivir a duras penas. Ya entonces se quejaba del poco interés que ponían algunos alumnos.
Una de sus obsesiones académicas fue un poeta que hizo un viaje similar: Federico García Lorca. Su tesis doctoral, defendida en 2007, versa sobre la obra del poeta granadino y su traducción a cargo de Langston Hughes. En Nueva York, Calvo disfrutó de más libertad personal. "Aunque Antonio era discreto con respecto a su orientación sexual, era una persona muy honesta y no la escondía", recuerda Aponte-Moreno. "En el trabajo, con los estudiantes, el tema no se tocaba". Según recuerda su hermano, era alguien que consideraba "su vida personal como suya". "En ningún momento la mezcló con su trabajo, y más sabiendo dónde trabajaba", añade.
Tras incorporarse a Princeton, Calvo siguió viviendo en Nueva York. Era de cenar en casa y no en restaurante, pero frecuentaba el café Antique, en Chelsea. Los camareros aún le recuerdan. Los conocía por su nombre. Calvo, sin embargo, no nadaba en la abundancia. Dice una amiga muy cercana que su sueldo, que no superaba los 35.000 euros anuales, era modesto para Nueva York. Solo se pudo mudar a Manhattan después de haber vivido muchos años en un sobrio apartamento de Queens. Cuando lo hizo, fue porque un amigo le cedió un piso de renta antigua. Su contrato le ofrecía beneficios médicos limitados. Esperaba a sus viajes a España, en verano, para ir al dentista, porque era más barato.
No tenía coche. Acudía en tren a la universidad, un trayecto de hora y cuarto y con un trasbordo. Allí hacía vida en el campus. No comía demasiado. Y cuando lo hacía, era muy meticuloso. En el comedor del colegio mayor Butler, donde cenaba una vez por semana, pedía helado. "Es lo único que vale la pena", decía. Coleccionaba zapatos y objetos de papelería. El año pasado comenzó a tomar clases de tenis. Siempre andaba intentando dejar de fumar, aunque regularmente caía un cigarrillo de culpabilidad.
Todos los amigos entrevistados por EL PAÍS coinciden en dos cosas: Calvo amaba su trabajo y era un empedernido detallista. A Flor Grajera de León, una amiga, le mandó el año pasado unos documentos a España. "Incluyó una nota en la que había utilizado tinta violeta porque sabía que era el color con el que me gustaba corregir", cuenta. Recordaba los nombres, los gustos, las glorias y las penas de sus amigos y alumnos. "Se entregaba de una forma excepcionalmente generosa", recuerda Philip Rothaus. En vida se dio con pasión a sus discípulos. Tras su muerte, es poco probable que estos dejen que su causa caiga en ningún olvido.
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