After dark
Perfil de una gran ciudad.
Captamos esta imagen desde las alturas, a través de los ojos de un ave nocturna que vuela muy alto.
En el amplio panorama, la ciudad parece un gigantesco ser vivo. O el conjunto de una multitud de corpúsculos entrelazados. Innumerables vasos sanguíneos se extienden hasta el último rincón de ese cuerpo imposible de definir, transportan la sangre, renuevan sin descanso las células. Envían información nueva y retiran información vieja. Envían consumo nuevo y retiran consumo viejo. Envían contradicciones nuevas y retiran contradicciones viejas. Al ritmo de las pulsaciones del corazón parpadea todo el cuerpo, se inflama de fiebre, bulle. La medianoche se acerca y, una vez superado el momento de máxima actividad, el metabolismo basal sigue, sin flaquear, a fin de mantener el cuerpo con vida. Suyo es el zumbido que emite la ciudad en un bajo sostenido. Un zumbido sin vicisitudes, monótono, aunque lleno de presentimientos.
Sus miradas se encuentran. El chico esboza una sonrisa. Una sonrisa que intenta demostrar que no abriga ninguna mala intención. Él le dirige la palabra
Tú apenas abrsite la boca y te pasaste todo el tiempo metida en la piscina, nadando como un delfín jovencito. Luego fuimos los cuatro al salón de té del hotel
Nuestra mirada escoge una zona donde se concentra la luz, enfoca aquel punto. Empezamos a descender despacio hacia allí. Un mar de luces de neón de distintos colores. Es lo que llaman un barrio de ocio. Las enormes pantallas digitales instaladas en las paredes de los edificios han enmudecido al aproximarse la medianoche, pero los altavoces de las entradas de los locales siguen vomitando sin arredrarse música hip-hop en tonos exageradamente graves. Grandes salones recreativos atestados de jóvenes. Estridentes sonidos electrónicos. Grupos de universitarios que vuelven de una fiesta. Adolescentes con el pelo teñido de rubio y piernas robustas asomando por debajo de la minifalda. Oficinistas trajeados que cruzan corriendo la encrucijada a fin de no perder el último tren. Aun ahora, los reclamos de los karaokes siguen invitando alegremente a entrar. Un coche modelo Wagon de color negro y decorado de forma llamativa recorre despacio las calles como si hiciera inventario. Lleva una película negra adherida a los cristales. Parece una criatura, con órganos y piel especiales, que habita en las profundidades del océano. Una pareja de policías jóvenes hace la ronda por la misma calle con expresión tensa, pero casi nadie repara en ellos. A aquellas horas el barrio funciona según sus propias reglas. Estamos a finales de otoño. No sopla el viento, pero el aire es frío. Dentro de muy poco comenzará un nuevo día.
Nos encontramos en Denny's.
Iluminación anodina, aunque suficiente; decoración y vajilla inexpresivas; diseño de planta calculado hasta el menor detalle por ingenieros en administración de empresas; música ambiental inocua sonando a bajo volumen; empleados formados para que sigan el manual a rajatabla. "Bienvenidos a Denny's". Mires a donde mires, todo está concebido de forma anónima e intercambiable. El establecimiento se halla casi lleno.
Tras barrer el interior del local con la mirada, nuestros ojos se posan en una chica que está sentada junto a la ventana. ¿Por qué en ella? ¿Por qué no en otra persona? No lo sé. Sin embargo, por una razón u otra, la chica atrae nuestra atención... de un modo espontáneo. Está sentada en una mesa de cuatro asientos, leyendo un libro. Parka gris con capucha, tejanos, zapatillas deportivas de color amarillo desteñidas tras múltiples lavados. Sobre el respaldo del asiento contiguo cuelga una cazadora. Tampoco ésta parece nueva, en absoluto. Por lo que respecta a la edad, hará poco que la chica es universitaria. Ya no es una estudiante de bachillerato, pero aún conserva el aire del instituto. Tiene el pelo negro, liso, corto. Lleva poco maquillaje, ninguna joya. Cara pequeña y delgada. Gafas con montura negra. De vez en cuando frunce el entrecejo con aire reconcentrado.
Está absorta en la lectura. Apenas aparta los ojos del libro. Es un grueso tomo de tapa dura, pero, como lleva puesta la sobrecubierta de la librería, no se ve el título. Dada la gravedad con que lo lee, debe de tratarse de un libro de contenido muy serio. La chica no se salta una sola línea, sino que, por el contrario, parece ir masticándolas a conciencia, una a una.
Sobre la mesa hay una taza de café. Hay un cenicero, al lado de éste, una gorra de béisbol de color azul marino con la "B" de los Boston Red Sox. Posiblemente le vaya un poco grande. En el asiento contiguo descansa un bolso bandolera de piel marrón. A juzgar por el abultamiento que presenta el bolso, la chica ha ido embutiendo en él de forma apresurada todo cuanto le ha venido a la cabeza. Alza la taza a intervalos regulares y se la lleva a la boca, pero no parece que saboree el café. Tiene la taza delante y se toma el café porque eso es lo que tiene que hacer. Como si se acordara de pronto, se pone un cigarrillo entre los labios y lo enciende con un mechero de plástico. Achica los ojos, lanza el humo de manera libre y fácil, deposita el cigarrillo en el cenicero y, luego, se acaricia las sienes con la punta de los dedos, como si quisiera alejar el presentimiento de un futuro dolor de cabeza.
La música que suena a bajo volumen es Go away Little Girl, de Percy Faith y su orquesta. Nadie la escucha, por supuesto. Hay diferentes tipos de personas comiendo y tomando café en Denny's esa madrugada, pero ella está sola. De vez en cuando levanta la mirada del libro y echa una ojeada al reloj de pulsera. Por lo visto, el tiempo no avanza tan rápido como ella quisiera. Tampoco parece que haya quedado con alguien. No recorre el interior del local con la mirada, ni dirige los ojos hacia la puerta. Simplemente, está sola leyendo un libro y fuma algún que otro cigarrillo, inclina la taza de café con un gesto maquinal y espera a que el tiempo transcurra deprisa, aunque sólo sea un poco. Sin embargo, es obvio que aún falta mucho para el amanecer.
La chica interrumpe la lectura y mira hacia fuera. Por la ventana del primer piso puede ver, a sus pies, la calle concurrida. Aún a aquellas horas, la calle está llena de luz, con una multitud de transeúntes que van y vienen. Personas que se dirigen a algún sitio y otras que no se dirigen a ninguno. Personas que tienen un objetivo y otras que no lo tienen. Personas que querrían detener el paso del tiempo y otras que querrían acelerarlo. Tras permanecer algún tiempo contemplando esa imagen deslavazada de la ciudad, la chica respira hondo y vuelve a posar los ojos sobre las páginas del libro. Alarga la mano hacia la taza de café. Dentro del cenicero, el cigarrillo, al que sólo ha dado unas caladas, va convirtiéndose en ceniza sin perder su forma original.
Se abre la puerta automática y un hombre joven, alto y desgarbado entra en el local. Chaqueta de piel negra, pantalones chinos arrugados de color verde oliva, zapatones de color marrón. Lleva el pelo bastante largo, con greñas. Quizá se deba a que durante los últimos días no ha tenido la oportunidad de lavárselo. O quizá a que acaba de cruzar algún matorral muy espeso. O puede que, para él, lo habitual sea llevar el pelo enmarañado. Está delgado, pero, más que tener un físico elegante, lo que parece es desnutrido. Del hombro le cuelga un gran estuche de color negro de un instrumento musical. De un instrumento musical de viento. Además, en la mano sostiene una sucia bolsa de lona, atiborrada, al parecer, de partituras y de varios objetos de pequeño tamaño. En la mejilla derecha presenta un corte profundo que atrae las miradas. Una corta cicatriz producto, al parecer, de la incisión de un objeto afilado. Aparte de esto, nada en él llama particularmente la atención. Es un joven normal y corriente. Tiene el aire de un perro cruzado, bonachón, aunque no muy listo, que vaga perdido por las calles.
La camarera encargada de acomodar a los clientes se acerca y lo conduce hasta una mesa al fondo del local. Pasa por delante de la chica que lee. Y, en el preciso instante en que acaba de dejar la mesa atrás, el joven se detiene, como si de repente le hubiera venido algo a la cabeza, retrocede despacio igual que si estuviera rebobinando una película y vuelve junto a la mesa. Ladea la cabeza, mira con profundo interés el rostro de la chica. Resigue sus recuerdos. Le cuesta acordarse. Es el tipo de persona que se demora al realizar cualquier cosa.
La chica percibe su presencia y alza la mirada, entrecierra los ojos, mira al joven que se le ha plantado delante. Es tan alto que tiene que levantar mucho la cabeza. Sus miradas se encuentran. El chico esboza una sonrisa. Una sonrisa que intenta demostrar que no abriga ninguna mala intención.
Él le dirige la palabra.
-Oye, perdona si me equivoco, pero tú eres la hermana de Eri Asai, ¿verdad?
Ella no dice nada. Mira el rostro del joven con ojos de estar contemplando un arbusto demasiado espeso en un rincón del jardín.
-Nos hemos visto una vez -prosigue el joven-. Te llamas Yuri, ¿verdad? Tu nombre tiene una sílaba diferente del de tu hermana.
Todavía observándolo con cautela, ella lo corrige de forma concisa:
-Mari.
El joven levanta el dedo índice.
-¡Eso es! Mari. Eri y Mari. Una sílaba distinta. No te acuerdas de mí, ¿verdad?
Mari ladea levemente la cabeza. Puede significar tanto que sí como que no. Se quita las gafas y las deja junto a la taza de café.
La camarera vuelve y pregunta:
-¿Están juntos?
-Sí -responde él.
La camarera deposita la carta sobre la mesa. El hombre toma asiento frente a Mari y deja el estuche del instrumento musical en el asiento contiguo. Luego le pregunta, como si se acordara de pronto:
-No te importa que me siente aquí un rato, ¿verdad? Después de comer me iré enseguida. He quedado en otra parte.
Mari frunce levemente el entrecejo.
-Eso se pregunta primero, ¿no crees?
El hombre reflexiona sobre el significado de sus palabras.
-¿Que he quedado luego?
-No me refiero a eso -dice Mari.
-O sea, que se trata de una cuestión de modales.
-Sí.
El hombre asiente.
-Tienes razón. Debería haberte preguntado primero si podía compartir tu mesa. Te pido perdón. Pero el local está lleno y voy a quedarme poco rato. ¿Te importa?
Mari se encoge levemente de hombros. Con ello viene a decir: "Haz lo que quieras".
El hombre abre la carta, la mira.
-¿Ya has comido?
-No tengo hambre.
Tras estudiar un rato la carta con expresión seria, el hombre la cierra de golpe y la deja sobre la mesa.
-La verdad es que no me hace ninguna falta abrir la carta. Hago como que la miro, nada más.
Mari no dice nada.
-Aquí, yo sólo como ensalada de pollo. Siempre. Si quieres mi opinión, la ensalada de pollo es lo único que vale la pena aquí. Y mira que he tomado casi todo lo que tienen en la carta. ¿Has probado la ensalada de pollo?
Mari sacude la cabeza.
-No está mal. Ni la ensalada de pollo ni las tostadas crujientes. Yo en Denny's no como otra cosa.
-Entonces, ¿por qué te miras la carta de cabo a rabo?
Él se alisa las arruguitas del rabillo del ojo con la punta del dedo.
-Imagínatelo. Tú entras en Denny's y, sin mirar la carta, vas y pides directamente una ensalada de pollo. Es un poco patético, ¿no te parece? Da la sensación de que vienes cada día a Denny's muerto de ganas de comerte una ensalada de pollo. Así que abro la carta y hago ver que dudo entre una cosa y otra antes de decidirme por la ensalada de pollo.
Cuando la camarera le trae el agua, él le pide una ensalada de pollo y unas tostadas muy crujientes.
-Que estén muy hechas -remarca-. Casi quemadas.
Añade un café para después de comer. La camarera introduce el pedido en la máquina que lleva consigo y lo confirma leyéndolo en voz alta.
-Y otra taza de café para ella..., ¿verdad? -dice señalando la taza de Mari.
-De acuerdo. Enseguida le traigo el café.
El hombre se queda contemplando cómo se aleja la camarera.
-¿No te gusta el pollo? -pregunta él.
-No es eso -dice Mari-. Es que no suelo comer pollo fuera de casa.
-¿Y eso por qué?
-Porque en las cadenas de restaurantes sirven un pollo atiborrado de sustancias químicas. Porquerías para activar el crecimiento y cosas por el estilo. Encierran a los pollos en jaulas estrechas y oscuras, les ponen un montón de inyecciones, los alimentan con piensos llenos de aditivos y, luego, los cargan sobre las cintas transportadoras y unas máquinas les van retorciendo el pescuezo, otras máquinas los van desplumando...
-¡Caramba! -exclama. Y sonríe. Al sonreír se le marcan más las arrugas del rabillo del ojo-. Ensalada de pollo al estilo George Orwell.
Mari achica los ojos y lo mira. Es incapaz de juzgar si se está burlando de ella o no.
-En fin, que aquí la ensalada de pollo no está mal. En serio.
Tras pronunciar estas palabras, como si se acordara de pronto, se quita la chaqueta de piel, la pliega y la deposita sobre el asiento contiguo. Luego se frota las palmas de las manos con fuerza encima de la mesa. Bajo la chaqueta lleva un jersey de cuello redondo de color verde. La lana está deshilachada, aquí y allá, igual que su pelo. Al parecer, no es el tipo de persona que concede gran importancia a su aspecto.
-Nos vimos en la piscina de un hotel de Shinagawa. Hace dos veranos. ¿Te acuerdas?
Más o menos.
-Estaba un amigo mío, estaba tu hermana, estabas tú y, además, estaba yo. Cuatro en total. Nosotros acabábamos de entrar en la universidad y tú debías de estar en segundo año de bachillerato. ¿Correcto?
Mari asiente sin gran interés.
-Mi amigo salía por entonces con tu hermana mayor y habían organizado una cita doble incluyéndome a mí. No sé dónde les habían dado cuatro invitaciones. Y tu hermana te trajo a ti. Pero tú apenas abriste la boca y te pasaste todo el tiempo metida en la piscina, nadando como un delfín jovencito. Luego fuimos los cuatro al salón de té del hotel y tomamos un helado. Tú pediste un melocotón Melba.
Mari arruga el entrecejo.
-¿A qué se debe que te acuerdes de todas esas tonterías?
-Es que nunca había salido con una chica que tomara un melocotón Melba, y, además, porque tú eras muy mona, claro.
-Mentira. Te estuviste todo el rato comiendo a mi hermana con los ojos.
-¿Ah, sí?
Mari responde con el silencio.
-Es posible que también hiciera eso -reconoce-. No sé por qué, pero recuerdo que llevaba un biquini muy pequeño.
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