Vale más acuerdo regular que buen pleito
Nuestro presidente del Gobierno tiene fibra psicológica de benefactor compulsivo. Entiende su labor no solo como un deber político, sino también como una obligación moral. El problema para la sociedad es que ese espíritu bien intencionado no siempre tiene el resultado benéfico deseado. Muchos habrán tenido en los últimos años la tentación de pedirle que les deje de ayudar.
Su comportamiento frente a la crisis es ilustrativo. Primero, por un mal entendido optimismo, tomó como misión negar la crisis. Cuando fue imposible seguir haciéndolo, adoptó la conducta numantina del "tendrán que pasar por encima de mi cadáver antes de recortar el gasto social y de que los sindicatos me hagan una huelga general". Eso retrasó la respuesta a la crisis, para la que los ciudadanos ya estaban preparados.
Los economistas metidos a reformadores son proclives a comportarse como dictadores benevolentes
Pero cuando se encontró de bruces con las consecuencias dramáticas de la tragedia de la deuda griega, y Angela Merkel (y hasta Barak Obama) le hicieron ver las consecuencias para España de esa actitud, entendió que su obligación era "hacer lo que hay que hacer, cueste lo que cueste", "con o sin acuerdo social". Se vio asimismo como un reformador ilustrado del siglo XVII, que sabía lo que era bueno para el pueblo sin que fuera necesaria su participación.
El error fue doble. Primero, las reformas fueron percibidas como un ritual de sacrificio para calmar la ira de ese dios menor que son los mercados financieros. Se creó un sentimiento de injusticia y de rechazo. Segundo, la estrategia no fue adecuada. Se abordaron las reformas de una en una, por separado, y de forma sucesiva: la laboral, la de las pensiones, la del gasto social, la del sistema financiero, la de la mejora de la productividad.
Este error fue una invitación (casi una provocación) al conflicto abierto con los sindicatos. No les dejó opción. La primera reforma, la reducción del coste del despido, se saldó con la primera huelga general. Aunque el apoyo social no fue masivo, sí que lo fue el sentimiento de injusticia y malestar.
Con la reforma de las pensiones, la cosa llevaba signos de seguir el mismo camino. Se presagiaba otro buen pleito. Y una segunda huelga general.
Pero en las últimas semanas, posiblemente por la presión de su nuevo "entorno", el presidente ha dado un nuevo giro. En vez de abordar la reforma de las pensiones de forma separada ha abierto la negociación para la búsqueda de un acuerdo sobre un paquete más amplio de medidas. Y además ha incorporado a la patronal.
Ese giro se puede beneficiar del cambio en la cúpula de la patronal española. Un cambio necesario y benéfico para la propia CEOE, en la medida en que se ha desprendido de una persona que era un peso muerto, que restaba credibilidad moral y ejemplaridad pública al discurso empresarial. Y un cambio bueno también para la negociación, en la medida en que el nuevo presidente, Juan Rosell, tiene una bien ganada reputación, como presidente de la patronal catalana, de negociador paciente y exitoso de acuerdos con sindicatos y Gobiernos. Puede introducir realismo y despolitizar la negociación. Y atraer al PP al acuerdo.
Este cambio es una buena cosa. Como ocurre en otros muchos ámbitos de nuestra vida, y confirma el refranero, vale más un mal acuerdo que un buen pleito.
Pero, ¿por qué un acuerdo sobre un paquete de cambios es mejor que una reforma aislada hecha con conflicto? Hay dos razones. Una tiene que ver con la percepción de legitimidad y de justicia. Otra con la eficacia de las medidas. Ambas son inseparables.
La política económica democrática tiene dos dimensiones que es conveniente diferenciar. Una son las medidas que lleva a cabo un Gobierno dentro de las reglas de juego existentes, ya sea para aumentar impuestos o reducir gastos. Está legitimado para hacerlo sin necesidad de buscar el consentimiento en cada caso. Otra son las medidas que cambian las reglas de juego. Las llamamos reformas. En este caso, el Gobierno, como el árbitro de un partido, no está legitimado para cambiar las reglas a las bravas, sino que tiene que tomar en cuenta las preferencias de la sociedad. Al menos, en buena lógica democrática
Las reformas aisladas, hechas "cueste lo que cueste", son poco eficaces e inestables. Hay dos motivos que son evidentes. Es un juego de suma cero, donde lo que gana uno lo pierde el otro. Dan lugar a ganadores y perdedores y llevan al conflicto abierto. Además, frecuentemente se consideran ilegítimas e injustas por alguna de las partes. Especialmente en esta crisis, llena de desmanes financieros. Ese es el problema de la reforma laboral centrada en la modificación del coste del despido.
Por el contrario, cuando se negocia un paquete de cambios, cada parte se puede ver perdedora en un aspecto, pero ganadora en otro. Como dice el refrán, lo comido por lo servido. Esto hace que el efecto neto sea ambiguo y que no existan ganadores ni perdedores claros. Esta incertidumbre es como un velo que nos hace más proclives al acuerdo.
Una buena política económica, para ser eficaz, ha de meditar cuidadosamente estos efectos psicológicos. Pero los economistas metidos a reformadores son proclives a ver las reformas como una simple aplicación de la teoría económica. Se comportan como dictadores benevolentes. Sin embargo, la experiencia de las sociedades democráticas de corte occidental, que respetan las preferencias de la población, nos enseña que las reformas sociales tomadas a través de algún tipo de mecanismo de participación son más eficaces porque se ven como más legítimas y justas.
Con la buena política económica sucede como con la buena medicina, para ser eficaz necesita contar con la colaboración del paciente. El proceso puede ser más lento, pero es más eficaz. La eficacia del acuerdo es un valor que cotiza en los mercados financieros.
Antón Costas Comesaña es catedrático de Política Económica de la UB.
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