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IDA Y VUELTA
Columna
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El último pintor

Antonio Muñoz Molina

He vuelto a Madrid a tiempo para los últimos días de la Feria del Libro y de la gran exposición de Miquel Barceló. Las arboledas del Retiro y las del paseo del Prado amortiguan la luz de cal que suele ser el primer impacto del regreso, cuando uno sale en taxi del aeropuerto en la mañana de verano y se encuentra de nuevo en esas periferias desérticas en las que sólo crecen matojos de esparto y grúas de especuladores. La luz hiere los ojos no habituados a ella igual que la bronca política hiere los oídos en la radio del taxi, en la que parece continuar la misma tertulia trufada de exabruptos que uno escuchó hace unos meses en otro taxi que entonces lo llevaba hacia el aeropuerto. En el aire tan seco crepitan las formas de las cosas. Las barbaridades que se dicen con naturalidad en la radio suenan más agresivas porque el español hablado en España tiene una aspereza de yesca. Es urgente buscar las zonas de civilización con la misma destreza antigua con que se eligen en verano las habitaciones frescas en las casas y las aceras de sombra. Recién llegado, uno recupera el gusto civilizado de compartir unas cañas de cerveza y unas raciones de ensaladilla rusa y albóndigas en salsa y almendras fritas y saladas, exquisitamente bruñidas de aceite, y se hace de nuevo la misma pregunta, cómo en un país en el que hay tanto talento para los placeres diarios de la vida los discursos públicos tienden con tanta frecuencia a la brutalidad; cómo es posible que coexistan la calidez instintiva y cordial y esa grosería que lo asalta a uno a cualquier hora que encienda la televisión y que no llega a tales extremos en ningún otro lugar del mundo; en virtud de qué lógica pueden coincidir en los mismos días las corridas de toros y las ferias del libro; cómo puede haber el índice más alto de donaciones de órganos y también el de barbarie municipal y maltrato a los animales y despilfarro de fondos públicos en las fiestas de verano.

No entiendo nada. Llego al Retiro, una mañana de sábado, tan aturdido por la luz como por el desorden del sueño, y como hace años que no venía a la Feria del Libro me doy más cuenta de su singularidad: la mezcla democrática de los comerciantes y los literatos y la multitud, de la jardinería y de la literatura. Bajo por el paseo del Prado y frente a las verjas del Botánico me encuentro el lujuriante jardín vertical que cubre un muro en la fachada de CaixaForum y un elefante de bronce de tamaño natural apoyado acrobáticamente en su trompa extendida.

En la Feria del Libro, entre el calor polvoriento y el fresco de los árboles, amigos libreros me hablan de las dificultades de estos tiempos: cuál será el porvenir de los libros y de las librerías en una época tan vertiginosa de cambios tecnológicos; cómo sobrevivirá la cultura literaria, el hábito solitario y paciente de leer, en un país donde la casta política ha diseñado el sistema educativo como una herramienta para difundir la ignorancia. Me siento en una caseta, con los temores recobrados de siempre -¿vendrán lectores, me quedaré en algún momento solo y sin saber qué cara poner cuando me mire la gente que pasa?-. Cuando me inclino para escribir la primera dedicatoria pienso en lo significativo y lo precario que puede ser ese gesto. El pacto de fraternidad parcial entre autor y lector en el que se basa la literatura no necesita la mediación de una firma, y ni siquiera la existencia de un libro impreso en papel. Pero la dedicatoria, la cercanía física, la hilera de puestos de libros en la avenida de un parque, dan a la literatura una terrenalidad que resalta su presencia objetiva en el mundo, su condición de vínculo entre los seres humanos más allá de la soledad esquiva de cada uno. Miro las caras de los lectores, en el tiempo tan breve de cada saludo, petición de nombre, firma, mirada última, mano estrechada en la despedida. El misterio de una identidad intuido en el minuto escaso de un encuentro. Algunos de esos lectores traen un libro publicado hace casi un cuarto de siglo, el papel de mala calidad reseco y amarillento. Otros, otras, no habían nacido cuando yo escribí las novelas que vienen a que les dedique. Que alguien siga leyendo esas páginas de las que casi no me acuerdo provoca sorpresa y gratitud, pero no alivia el fondo de desasosiego. Qué certezas puede tener uno sobre nada, ahora menos que nunca.

Ese estado de ánimo tiñe luego la visita a la exposición de Miquel Barceló. En una época en la que los enterados del arte dan la pintura tan por obsoleta como lo están ya según otros la novela y el libro, Barceló es un pintor de una ambición heroica, de una integridad en el ejercicio de su trabajo incesante que hace acordarse de aquellos pintores proteicos que no descansaban nunca, que parecían aspirar a medirse no sólo con toda la riqueza y la variedad del mundo visible sino con la historia entera del arte. Cuando lo que se lleva en galerías, en bienales y museos de lo último es una asepsia de ocurrencias carísimas ejecutadas por asistentes mal pagados o de juegos de manos digitales, Barceló acentúa más que nunca la parte material y artesanal de su oficio, la celebración de la vida orgánica, de lo que germina y lo que se corrompe y se pudre y se transforma en otra cosa, la mezcla entre la deliberación del talento y los azares y los contratiempos de lo inesperado, las resistencias y las imposiciones de los materiales, el control de una línea y la aceptación de una mancha de acuarela que se extiende sobre el papel y se convierte como sin propósito en una silueta humana. El lienzo y el papel son cuarteados por el viento seco del desierto en Malí, horadados por las termitas o mordidos por monos o ratones. Entre mis pinturas he vuelto a matar un escorpión que se comía las termitas que se comían mis papeles, escribe en uno de sus Cuadernos de África, publicados tan espléndidamente por Galaxia Gutenberg. Un autorretrato retomado después de veinte años tiene ahora manchas de humedad y una especie de barba terrosa que es un nido de avispas que aprovecharon un pliegue de la tela. Un gran gorila montañoso sentado en un rincón con ese aire de exilio irremediable que tienen los gorilas en las jaulas mira absorto al vacío como recapacitando sobre una soledad que tal vez se parece a la del pintor de poco más de cincuenta años que conoció el éxito de muy joven y ahora intuye o teme, a contracorriente de la moda que en otro tiempo lo favoreció, el crepúsculo del oficio al que ha dedicado su vida. Pero Barceló sabe que no hay más alivio para la incertidumbre que seguir trabajando: pintando, dibujando, modelando el barro, escribiendo páginas de esos cuadernos suyos que tienen una presencia dramática, como de haber sobrevivido intactos a la intemperie del desierto.

Miquel Barceló. 1983-2009. La solitude organisative. CaixaForum. Madrid. Hasta mañana. obrasocial.lacaixa.es/

<b> Moi/Yo (2005), de Miquel Barceló, se exhibe en Caixaforum (Cortesía del artista).</b>
Moi/Yo (2005), de Miquel Barceló, se exhibe en Caixaforum (Cortesía del artista).

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