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Reportaje:DIOSES Y MONSTRUOS

Las series ya tienen su Shakespeare

Recurriendo a la fatigosa obviedad y la verosimilitud en la que descansan las frases hechas, los lugares comunes y los tópicos ya sé que lo que importa es la obra y no el creador, que mucho del arte que nos conmueve puede haber sido concebido por seres notablemente desagradables que el artista crea y calla y convenciones por el estilo. Aunque no sea excesivamente mitómano siento admiración y curiosidad reverencial hacia determinadas personas que me han regalado una tonelada de sensaciones inolvidables y renovables, cuya obra conecta con tus fibras más intimas, que te van a acompañar y a servir de refugio durante toda tu existencia. Tuve la inmensa fortuna de reconocer en una calle de Toledo a un señor mayor ataviado con una gorra y que fumaba tabaco liado, seguirle con osadía adolescente y subir detrás de él a una torre solitaria en la que había un campanario. Superando la genética timidez y el lógico embeleso comencé a hablarle, le pedía con todo el respeto del que soy capaz si podía firmarme algo en una libreta. No me contestaba. Noté que mis orejas se me ponían rojas. Algo me susurraba implacablemente: "Normal. Eres un crío gilipollas dándole la brasa a un genio". Después de unos minutos interminables se dio la vuelta y me vio. No me había oído. Estaba sordo. Me trató con una amabilidad, una calidez y una generosidad que recordaré siempre. Ese hombre se llamaba Luis Buñuel. Estaba preparando Tristana. En el badajo de ese campanario aparecería la cabeza de Don Lope.

Igualmente, nunca poseerá para mí el liviano interés de una anécdota, sino de milagroso acontecimiento, haber compartido un rato en su camerino de Bobino con el irreemplazable y maravilloso Georges Brassens, o una comida y una cena con Sam Peckinpah, un regalo muy grande que nos hizo Gonzalo Suárez a unos cuantos amigos que podíamos recitar de memoria y con el corazón emocionado todos los diálogos de Mayor Dundee, Grupo salvaje, La balada de Cable Hogue y Pat Garrett y Billy the Kid. Esos personajes se parecían mucho a cómo tu imaginación los había concebido. A lo mejor, nos tocó uno de sus buenos días. Da igual. Cada vez que escucho aquella súplica para ser enterrado en la playa de Sète, o los que van a morir susurran con determinación épica y trágica ¿por qué no?, veo el rostro, los gestos, la mirada y la sonrisa de sus creadores, a los que alguna vez tuve al lado.

Si pienso en lo más grande que ha dado el cine, me hubiera fascinado estar cerca en alguna ocasión de John Ford, Billy Wilder y Buster Keaton. No en las legendarias y duras borracheras del primero, ni en sus temibles ataques de cólera, pero sí siendo testigo de su defensa de Mankiewicz ante los cazadores de brujas en aquella escueta carta de presentación: "Me llamo John Ford, hago westerns". O en los prados de Innisfree observando cómo Maureen O'Hara andaba loca por él, o viendo el careto de aquellos productores que le exigían mucha prisa en el rodaje, cuando Ford arrancó cien páginas del guión y les aclaró: "Problema resuelto". O, tal vez, la leyenda sea más luminosa que la prosaica realidad. Pero cada uno nos creemos lo que nos interesa y la supervivencia mental lo agradece. Y sentí una envidia grandiosa pero muy sana cuando Fernando Trueba me hablaba de sus variados y entrañables encuentros con Wilder. Lo más cerca que estuve de Keaton fue en una entrevista tan imposible como surrealista que le hice a su última viuda. Al preguntarle a la dignísima dama por los años sombríos de Keaton o por el estratégico recorte de su personaje que pudo haber hecho Chaplin en Candilejas, la señora se enfureció. Me contó que Keaton siempre fue triunfador y feliz (imagino que sobre todo con ella) y que Chaplin y él fueron continuamente uña y carne. No tenía sentido que siguiéramos perdiendo nuestro precioso tiempo. Me largué educadamente, sin mirar atrás. Por si acaso.

Así como resulta fácil y selectivo encontrar una galería de creadores supremos a los que te hubiera gustado conocer en el cine, la literatura, la música y la pintura, nunca pensé que esa genialidad también pudiera darse en una cosa llamada televisión. Pero las series también pueden alardear sin margen de error de que también poseen su Shakespeare, su Mozart, su Ford, su Velázquez, su Dylan, su Ellington. Se llama David Simon y la irrefutable credencial de su arte algo llamado The Wire, coinventada y codirigida con Ed Burns.

Siendo vehemente y obsesivo en mis descubrimientos y en mis amores, pasé mucho tiempo repitiéndome que Los Soprano era, además de cine magistral, la mejor serie que había visto nunca. Mi amigo Toni García, un tipo que sabe mucho de muchas cosas y que siempre se las ingenia para ser de los primeros y adelantados espectadores, lectores y oyentes de películas, series, libros y músicos que merecen atención, siempre aguaba mi desbordado entusiasmo con un machacante y cenizo: "Hasta que veas The Wire, de la cual HBO había exhibido las dos primeras temporadas en Estados Unidos. Tenía razón. Me esperaba el Quijote. Aunque algún capítulo pillado al azar y doblado (si el doblaje siempre suena a falso, en el caso del argot que utilizan los camellos negros de las Torrres plagados de grotescamente realistas: "Hey , tíos, vais a fliparlo", sonaba a teatro rancio) me sembró estupor ante esa supuesta calidad, cuando pude disfrutarla en continuidad y versión original subtitulada en DVD me dejó con la boca abierta. Sigo en ese estado después de haber saboreado más de diez veces sus cinco temporadas. No tengo problemas de elección cada vez que ambiento mis caseras noches con una gran película. The Wire no falla jamás y siempre descubres algo nuevo y deslumbrante, aunque creas que te la sabes de memoria.

Por supuesto, también he leído los reportajes novelados de David Simon. He disfrutado con la miniserie The Corner. La primera vez me decepcionó Generation Kill, error subsanado en la segunda visión. Pocas veces se ha hablado de la guerra con tanta lucidez, complejidad, mala hostia y compasión. Y me fascina y me conmueve Treme, ese tratado sobre la supervivencia y el poder de la música en la devastada Nueva Orleans.

Y me pregunto cómo será el inquietante David Simon. Un tipo muy listo que ha estado con él más de una vez me lo define como ni alto ni bajo, calvo y enjuto, no parece ni joven ni viejo, ni simpático ni cómodo, en una entrevista sólo se interesa si hay preguntas que suponen un reto, si hay inteligencia, conocimiento y malicia en el interrogante, percibes que viene de vuelta en infinidad de temas a los que tú acabas de llegar, ríe poco pero con ganas cuando hay motivo, puede parecer frío y distante, mira al techo o al suelo cuando le desinteresa o le aburre lo que le están preguntando, es inflexible ya que tiene muy claro lo que quiere hacer si los empresarios pretenden hacer negociaciones con su arte, sin ningún problema para dar carpetazo e irse con su creatividad a otra parte. O sea, aroma de primera clase. En cualquier caso, se ha ganado la bula eterna con The Wire. No necesita caer bien ni vender motos.

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