La senda de la luz
Maestro de maestros, pues ha contado entre sus discípulos a figuras tan significativas y variadas como James Turrell o Ed Ruscha, el artista estadounidense Robert Irwin (Long Beach, California, 1928) ha sido asociado al minimalismo, una etiqueta hoy tan indiscriminadamente pegada a cualquiera que resulta arduo descifrar su sentido. Ciertamente Irwin ha desarrollado su obra a través del camino de una creciente simplificación material y simbólica, que ahora se reduce a una combinatoria luminosa mediante tubos fluorescentes, pero esta aparente sencillez no tarda en revelar una riquísima complejidad de exploraciones de toda índole, empezando por lo técnico, pues ha logrado que la fantasmal fosforescencia del neón mantenga su capacidad magnética incluso sin estar encendido, lo que indica que ha sido dotado de una muy peculiar textura cromática, pero también que su eventual iluminación esté asombrosamente dramatizada con un ritmo de variantes que le permite dialogar con la luz natural ambiental y con el contemplador, abriendo el horizonte de sus posibilidades de manera infinita. Esto se aprecia en la obra que ahora mismo exhibe, realizada toda en 2011, que no es una pequeña hazaña en un artista ya octogenario, aunque no tanto o no solo por estar venturosamente activo a una ya alta edad, sino porque crece en exigencia. Esto último lo corroborará quien visitó su exposición en el MNCARS el año 1995 o, por supuesto, quien haya seguido su trayectoria, que ha estado implicada en muy diversas instalaciones medioambientales, incluida la arquitectura y el paisajismo.
Robert Irwin
Galería Elvira González
General Castaños, 3. Madrid
Hasta el 5 de enero de 2012
De todas formas, incluso quien no haya tenido ninguna información previa sobre Irwin, le bastará visitar la presente muestra, consistente en casi media docena de piezas, para atisbar la asombrosa densidad de su lenguaje. Por de pronto, el vastísimo repertorio histórico que arrastra tras de sí y cómo lo ha conseguido decantar: por un lado, formalmente, actualizando la arquitectónica línea luminosa que lleva de Vermeer a Mondrian, pero, por otro, simbólicamente, formando sus líneas verticales frisos y retablos de irradiación sacra, como de una dorada cantata, lo cual nos hace remontarnos hasta los mosaicos bizantinos, los brillantes iconos orientales y hasta algunos frescos quattrocentistas venecianos.
En cualquier caso, lo que no exige la obra de Irwin son demasiadas explicaciones, pero no porque no excite la imaginación discursiva del contemplador sensible, sino porque, de entrada, es muy fascinante y magnética. Tiene además la capacidad de extrapolación de la luz. Hay en ella, por otra parte, el sentido espacial del intervalo y la trama rítmica de la escanción numerada. Hay piezas en esta exposición que juegan con series de 3, 13 y 27 tubos fluorescentes, con sus respectivas proporciones y cadencias. Generan un ambiente no invasivo, de forma que están individualizadas, pero conviven entre sí y no anulan el espacio que las acoge. A veces crean algo parecido a esa iluminación sofisticada que se percibe en algunos montajes teatrales de Robert Wilson apuntando solo a lo esencial. En medio de esa luminotecnia de escaparate que hoy nos aturde, te devuelve a la experiencia de recibir la luz como un don, como, en fin, una revelación. -
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