Si fuera una flor...
Ha tenido usted mucha suerte. A los diez minutos dice que le duele la cabeza, despacha a los visitantes y se va escaleras arriba". Yolanda, la criada de Leonora Carrington, me despide a la puerta de la casa en la colonia Roma con esta frase que deja a las claras la suerte del visitante por el prolongado acceso a un tesoro vivo, memoria del siglo. No fueron diez minutos, sino diez días de conversaciones, paseos, comidas... y rodajes. "Corten, no me tome con el cigarro, que luego me regañan mis hijos". Pasados ya sus noventa años, se salta las normas a escondidas. Como ha hecho toda su vida. Las imposiciones nunca las ha aguantado. Tiene una personalidad férrea y decidida.
Leonora Carrington es uno de los secretos mejor guardados de México, y del arte contemporáneo. Desde hace años limitó su presencia pública, dedicándose a la familia. "El amor es como una borrachera que se pasa con un dolor de cabeza, pero el amor a los hijos siempre permanece". Nunca ha hecho exhibicionismo de la vida agitada y cambiante que ha protagonizado en Europa y América. Escapó de Londres a París para vivir con Max Ernst, huyó de la casa en el sur de Francia ante la llegada de los nazis, pasó a España y fue internada en un psiquiátrico en Santander bajo los cuidados del doctor Morales. Lisboa, el Nueva York del exilio surrealista y México.
Ahora vive semirrecluida en su casa de la calle de Chihuahua, celosa de su privacidad. Entregada al amor por sus hijos y nietos y la memoria de su ultimo marido, Chiqui Weitz, compañero de Robert Capa, que se encargó de salvar sus negativos de la Guerra Civil recientemente reaparecidos en México.
Antiguo lector -sorprendido y abrumado- de su viaje a la locura en Memorias de abajo (Down bellow), conseguí después de varias conversaciones telefónicas desde Madrid su aquiescencia a visitarla y rodarla. Me presenté solo, sin cámara, en la puerta de su casa, ansioso y temeroso ante su fama de mujer huraña. Yolanda me dejó esperando en el zaguán, rodeado de una colección de bichos raros: gatos, cerdos y lechuzas con rasgos antropomórficos. Son las últimas esculturas realizadas por la artista a sus noventa años. Y entonces apareció. La edad no ha hecho mella en su capacidad de seducción y control. "¿Té, tequila?". Hablamos durante horas. Me enseñó cada rincón de la casa. Abriendo y cerrando cada puerta con llave. Una escalera en espiral sube hasta su estudio, donde guarda su último cuadro. Parece atrapada en esta casa que se asoma a las luces del patio interior donde crece una jacaranda. "La planté yo, así de chiquito, como mi mano". Ahora se estira más allá de la tercera planta.
Tras varios días de rodaje, Leonora va perdiendo el miedo escénico ante la cámara. Celosa de su intimidad, hay que emplearse como un sacacorchos psicoanalítico para rememorar su agitada vida. La escapada de la casa de los padres, una de las grandes fortunas inglesas del siglo pasado. La huida de la casa del sur de Francia donde vivió y pintó con Max Ernst. Su huida de los nazis y la llegada a la España del año 1940. "No había puentes, bombardeados en la guerra, y teníamos que ir dando vueltas y vueltas todo el rato". Aún le duele la memoria. "Era como estar en prisión. Fue terrible".
Nos sentamos junto a la larga mesa de madera en el zaguán de la casa, rodeados de sus esculturas sobre animales imposibles. "Contar la vida de uno y que parezca natural es una impostura. ¿Por qué no jugamos...?". Y con ojos chispeantes y voz arrebatada propone: "¿Jugamos a Si c'était une fleur / Si fuera una flor...?, ¿conoce ese juego? Los surrealistas jugábamos todo el tiempo. Si fuera un insecto... Quiere que juguemos...? Uno sale de la habitación y se decide de quién hablamos. Al volver le preguntamos y tienen que acertar a quién nos referimos. Si fuera una cucaracha, por ejemplo".
Ahora los Ernst, Duchamp, Breton o Man Ray parecen concitados a la mesa de la calle de Chihuahua convertidos en singulares figuras moldeadas por Leonora, "una suerte de maga, de encantadora, de comadre de Merlín", como la calificaba Carlos Monsiváis en la entrevista que le rodamos antes de fallecer.
En su álbum de fotos personales aparece repetidamente el padre del surrealismo, André Breton. "Era muy buen escritor". Ni rastro de Max, ni de Renato Leduc, su primer marido que le ayudaría a escapar de su familia y marcharse a América ("era muy buena persona. Lo único en lo que no coincidíamos era en el gusto por las corridas de toros"). Luego llegan las fotos del día de su boda con Chiqui Weitz, rodeados por la pintora española Remedios Varo, por la fotógrafa húngara Kati Horna y su marido español, José Horna, exiliados todos.
Inclasificable, más allá de ser la última superviviente del grupo de los surrealistas, la infatigable Leonora dice que le da miedo el tiempo "porque no lo entiendo". Quizá por eso permanece. Tan fuerte como el tronco y tan enigmática como la flor azul de la jacaranda que crece encerrada en el patio de su casa. "¿Y si fuera una flor?".
Javier Martín-Domínguez es el director de la película Si fuera una flor... Leonora Carrington y el juego surrealista, en fase de producción. javiermartindominguez.blogspot.com.
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