"El arquitecto siempre busca la Atlántida"
El creador del Beaubourg de París sigue siendo uno de los arquitectos más activos, con proyectos en todo el mundo. Se considera "un artesano". "Mi trabajo se basa en la verdad", afirma
Su estudio es una caja de cristal en equilibrio entre mar y montaña. Descansa en la ladera de una colina, justo encima de la bahía de Punta Nave, unos 30 kilómetros al oeste de Génova. Se accede por un ascensor transparente que trepa a cielo abierto hasta la puerta. Los cincos niveles de este fortín de luz son un hervidero de gente reunida alrededor de diferentes mesas, examinando dibujos, escrutando maquetas o charlando en los pasillos con un rotulador entre los labios. Renzo Piano se para, asiente con la cabeza, se toca la barba meditativo, sonríe. Su estudio, el Renzo Piano Building Workshop, es uno de los más activos y laboriosos del mundo. En este momento cuenta con 27 obras en curso: desde el campus de la Columbia University hasta el Tower Bridge de Londres; de un monasterio de monjas en Ronchamp, Francia, a Gandía, Valencia, donde acaba de arrancar la calificación urbana del puerto. La Fundación ICO de Madrid le homenajeará con una retrospectiva a finales de septiembre. A sus 72 años -nació en Génova en 1937- parece inagotable. Salta de un rincón a otro del planeta, dividiéndose entre la sede italiana del RPBW, la de Nueva York y la más antigua, abierta en 1981 en París, donde vive. Luego controla las obras in situ, observa, come entre los andamios, habla con trabajadores y vecinos.
"Cuando estás con un nuevo proyecto siempre te acuerdas de una solución adoptada en el pasado, un error que evitas..."
PREGUNTA. Usted prepara sus intervenciones como un buen reportero una pieza. En la calle.
RESPUESTA. No se puede ser arquitecto sin un perpetuo trabajo de investigación de la realidad. Sin la actitud continua y humilde de preguntar a las personas y a las cosas que viven en un lugar. Un edificio no es un ornamento, es algo que dialoga con su contexto. Hay que prestar atención a ese entorno. Tampoco se trata de una celebración narcisista: interpretas a una comunidad, no te citas a ti mismo. Es un pirateo, que recoge estímulos de cualquier cosa. Un robo constante, y muy peculiar: a rostro descubierto y mano desarmada, perpetrado con la honesta intención de devolver el botín en el futuro.
P. ¿Cómo se consigue?
R. La mía era una familia bastante humilde: mi padre, constructor; mi madre, ama de casa. Pero lograron inculcarme el germen de la curiosidad. Me obligaban a leer. Una lectura asidua te hace instintivamente curioso. Y sólo si te interesa el mundo puedes escucharle.
P. ¿El truco entonces está en su niñez?
R. No se me daba muy bien la escuela. Eso me ha permitido crecer con la idea de que tenía que aprender de los otros. Los empollones se forman pensando que son superiores, y acaban siendo arrogantes. Yo tenía la sensación inversa.
P. ¿El conflicto mundial afectó a su infancia?
R. Los que nacimos con la guerra y nos criamos en sus consecuencias somos hijos de un temporal. Venimos al mundo en medio del drama, de la tragedia, del miedo. Cuando llegó la paz, empezamos a notar pequeños cambios: las calles eran cada vez menos destartaladas, los edificios menos agujereados, la comida más sustanciosa, el coche de familia más grande... Día tras día, mejoraba la vida. Al final, se te pega una suerte de optimismo intrínseco. Más tarde, llegó la universidad, la Politécnica de Milán. Vivía compartiendo piso e ideas; trabajaba en la bodega del arquitecto Franco Albini y por la noche participaba en la ocupación de la facultad. ¡Aquellos debates infinitos! Teníamos la sensación de que podíamos cambiar el mundo.
P. ¿Sigue pensándolo?
R. ¡Claro que sí! Un arquitecto tiene que cultivar la absurda idea de que puede mejorar la realidad. El sueño es lo que te empuja.
P. Sin embargo, un edificio es algo con los pies bien plantados en la tierra...
R. El arquitecto sigue dos pulsiones. Si por un lado idealiza, por el otro atiende a la tierra. Estudia la luz, el viento, la geología, la tecnología. Mi trabajo se funda en la pura fuerza de la necesidad. Se basa en la verdad, que es la cosa más terca y cabezota que existe. Estamos todos allí anclados. Pero luego me abro a cualquier sugestión, porque si no te quedas aplastado. Es un trabajo divertido que te hace testigo activo del mundo.
P. Enzo Biagi [importante periodista italiano] decía: "El reportero debe ser testigo de su época".
R. Je, je, creo, sin embargo, que un arquitecto es una especie rara de reportero. Es alguien que se transforma en ciudadano del sitio que relata con su obra. Tardas años en terminar un proyecto y pasas en aquel lugar un tiempo muy dilatado, que no transcurre en superficie, sino en profundidad. Para construir en una ciudad, te vinculas a ella, te identificas con ella, acabas considerándote ciudadano suyo. Eres el prototipo del antiturista, una persona que vive su permanencia con ligereza.
P. ¿Logra ser turista a veces?
R. Sí. Detrás del timón de mi barco. En el mar, la esencia de la que participas es acuática. Tocas la tierra y ya te vuelves a ir. Estás de paso, capturas una impresión mutable, de navegador. Como arquitecto no puedo. Me obligo a entender los ritmos, los rituales, los sentimientos de un barrio, de su comunidad. Acabo siendo lo que hago. Entro en un rol. Como un actor. A Vittorio Gassman le gustaba repetirme que un actor es un mentiroso que, sin embargo, sabe decir las cosas con gran sinceridad. El arquitecto no es un mentiroso, pero debe poder reproducir lo que captura en una ciudad con extrema lealtad.
El arquitecto-actor genovés ha interpretado algunos de los lugares símbolos de la historia contemporánea. Aún joven, en 1971, con su compañero Richard Rogers, hizo planear en el centro de París un nuevo tipo de museo, aquel Beaubourg todo cristal, abierto a la ciudad, que rompió con la Academia más de cien mayos del 68. Él proyectó la Potsdamer Platz finalmente unificada, justo encima de la herida que había dividido el mundo en dos partes. La nueva sede de The New York Times fue el primer rascacielos construido en la Gran Manzana tras el 11-S. El año pasado inauguró la Modern Wing del Art Institute de Chicago, una gran alfombra voladora que cataliza el fervor cultural de una ciudad que se descubre orgullosa tras la elección de un ciudadano suyo a la Casa Blanca. La ecosostenible California Academy of Sciences de San Francisco, con su techo ondulado y verde, parece un himno a la naturaleza, cuando ésta se revela frágil y el hombre se pregunta cómo dejar de vulnerarla. En el trabajo de interpretación del mundo, Piano parece estar siempre en el lugar apropiado en el momento apropiado. Cuando se lo haces notar, rompe en una divertida carcajada. "He tenido suerte. El truco es no quitarte las antenas. Acabas siendo un sensor que capta las ondas emocionales y las necesidades de una comunidad".
P. ¿Qué era lo que captaba en Nueva York? Construir en ese momento fue una especie de psicoterapia colectiva.
R. Las personas necesitaban volver a confiar. Por eso nos decantamos por un edificio completamente de cristal, con un auditorio donde organizar eventos para los ciudadanos y una planta baja que es un continuo ir y venir de gente. La transparencia no te esconde y te deja ver el mundo, transmite seguridad y sentido de pertenencia.
P. ¿Y en Berlín?
R. Sentido de culpabilidad. Necesidad de inocencia. Ganas de olvidar, incapacidad de asumir una memoria tan dolorosa. Los berlineses son así: borrón y cuenta nueva. Lo habían tachado todo. En 1990, Potsdamer Platz era un desierto. Eso fue difícil.
P. Hubiera dicho que sería más fácil construir en la nada que en un contexto urbano ya muy denso.
R. Es un lugar común creer que sin pautas, en la más completa libertad, el creativo pueda expresarse mejor. Para no crear sólo objetos bonitos, necesitas una partitura, algo a lo que aferrarte. La fantasía es una cosa maravillosa. Como la mermelada: riquísima, pero no hay que abusar y resulta aún mejor encima de una buena rebanada de pan.
P. Sueño y realismo, mermelada y pan. ¿Así nace un proyecto?
R. La lentitud forma parte del proceso. Te reúnes con los que encargaron la obra, con quien va a usarla y con tus colegas. Debes dejar que los estímulos y la parte técnica conversen, fluyan, reposen.
P. ¿El trabajo de equipo ayuda?
R. Claro. Conmigo está gente desde hace 30 o 40 años. Nuestras reuniones parecen partidos de pimpón. Ni nos acordamos quién dice qué, lo nuestro es un proceso colectivo. Generamos tanta carga que luego basta un movimiento de la mano, una arruga en una hoja, para que nazca un boceto.
P. ¿Cómo es su relación con las obras acabadas?
R. Son tus criaturas, como los hijos. Aunque se hayan independizado, sigues preocupándote por ellas, te preguntas cómo están. Y además son tu memoria. Te dan coherencia. Cuando estás con un nuevo proyecto siempre te acuerdas de una solución adoptada en el pasado, un error que ahora evitas...
P. ¿Vuelve a visitarlas?
R. Claro. Por ejemplo, una vez al mes suelo comer en el Beaubourg. El día siguiente le envío al director una nota en plan: "La ventana de la tercera planta necesita reformas; la maceta de la sala tal está agrietada...". Pasaré por una madre ansiosa, pero éste es mi oficio.
P. Habla de arquitectura como oficio y no como arte.
R. Me da reparo usar esa palabra: arte. Es un concepto que se desvanece nada más pronunciarlo. Como si afirmara ser modesto. Al autoproclamarme tal, ya dejaría de serlo. No puedo definirme un artista. El arquitecto es un constructor, un artesano.
P. Pero lo que crea dura, como el arte.
R. La arquitectura dura porque es el oficio de hacer las ciudades. Y las urbes son longevas, igual que una buena sinfonía. Mi amigo Luciano Berio decía que música y arquitectura viven de tiempos largos como los ríos, las montañas o los bosques.
P. Y cambian la realidad...
R. El arquitecto siempre busca la Atlántida. La arquitectura es sueño.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.