Volver a José Hierro
"El poeta de los vencidos" era un hombre muy especial, capaz de las grandes parrandas y de las mayores melancolías. Su poesía completa, que se publica ahora, nos adentra en su vida, su dolor y su alegría.
Manolo Romero, el yerno de Pepe Hierro, recuerda el momento en que el poeta de Alegría fue a ver la casa funeral de D'Agostino, en Nueva Jersey, donde estuvo tendido el cadáver de Manuel del Río, un emigrante muerto en accidente de circulación un sábado 11 de mayo, un día tan ignoto como la identidad del muerto.
Fue muy emocionante para Hierro. Habían pasado muchos años desde que él escribió ese poema sobre "una historia que comienza / con sol y piedra, y que termina / sobre una mesa, en D'Agostino, / con flores y cirios eléctricos".
Manuel del Río era un lejano pariente de Hierro. Y él recibió esa esquela. "Me he limitado / a reflejar aquí una esquela / de un periódico de Nueva York. / Objetivamente. Sin vuelo / en el verso. Objetivamente. / Un español como millones / de españoles. No he dicho a nadie / que estuve a punto de llorar".
"Dicen: 'Este señor / habla tan sólo de sí mismo. / Pasa -dicen- cegado, / sin ver lo que sucede alrededor. / Va por el mundo como un barco viejo..., / ese señor ..."
Era una historia cualquiera y él guardó la esquela siempre consigo, hasta su propia muerte, como un símbolo. "Es una historia que comienza / en una orilla del Atlántico. / Continúa en un camarote / de tercera, sobre las olas / -sobre las nubes- de las tierras / sumergidas ante Platón. / Halla en América su término / con una grúa y una clínica, / con una esquela y una misa / cantada, en la iglesia de St. Francis".
Objetivamente, sin vuelo en el verso. "(...) No ha muerto / por ninguna locura hermosa. / (Hace mucho que el español / muere de anónimo y cordura, / o en locuras desgarradoras / entre hermanos: cuando acuchilla / pellejos de vino derrama / sangre fraterna)".
Le llevaron allí, a Haskell, Nueva Jersey, a ver la Funeral Home donde una vez reposó el cadáver de Manuel del Río, sus amigos los poetas Dionisio Cañas y José Olivio Jiménez. Aquel "patetismo contenido" que refleja el poema, dice ahora Manolo Romero, revivió en aquel momento en la memoria del poeta que hizo esa visita como quien rescata un símbolo que lo dice casi todo de su propio concepto de la derrota y de la vida.
De la vida, del dolor y de la alegría. Ahora que aparecen sus poesías completas (editadas por Visor) podemos adentrarnos otra vez en las razones hondas de aquella estupefacción que Hierro siente ante la soledad ajena, como si fuera el eco de su propia soledad. El libro, más de setecientas páginas, contiene a un hombre, a un poeta ahora en estado puro. No está ahora Hierro, que murió en diciembre de 2002, a los 80 años, para desdeñarse a sí mismo, como si se tachara en tercera persona, de modo que uno puede leer sus versos sin que él mismo se descalifique; pero está la historia: el recuerdo del hombre perseguido por un franquismo que no le dejó ser libre hasta cinco años después de finalizada la Guerra Civil, y la memoria de esa historia (sin vuelo en el verso, objetivamente) traslada a este tiempo, y gracias a esta colección de poemas, la sensación de que quien toca este libro toca verdaderamente a un hombre.
Pepe Hierro era un hombre muy especial, capaz de las grandes parrandas y de las mayores melancolías. Romero, que ahora trabaja con su hija Tacha, nieta del poeta, en el Centro Cultural José Hierro, en Getafe, lo recuerda como podrían recordarlo todos sus numerosos amigos: lleno de vitalidad, de interés por la vida, cultivando la tierra, cosechando vino, asando chuletas de cordero, andando, corriendo, con el torso desnudo, por unos campos que parecían la prolongación de su mirada y de sus manos.
Ese mismo ser casi vegetal, ese animal perfectamente humano y risueño y bromista e incluso incorrecto con sus bromas podía caer (y eso ocurrió sobre todo al final de su vida) en la más honda melancolía. Un año antes de su muerte, mordido ya por la falta de aire, que le obligaba a recurrir al auxilio de las bombonas, estaba en un programa de radio, contando su autobiografía. La voz de un compañero de él, Aurelio García Cantalapiedra (que acaba de fallecer), le revolvió toda la naturaleza de su propia memoria, y el poeta comenzó a llorar inconsolablemente, como si súbitamente esas lágrimas le sirvieran como las únicas palabras de la historia.
A García Cantalapiedra Hierro le había dedicado uno de sus libros más significativos, Quinta del 42; lo hizo con estas palabras: "A Aurelio García Cantalapiedra, el amigo fiel, comprensivo y entrañable. Adjetivos que parecen tópicos a los extraños. Insuficientes a los amigos". Aurelio fue quien acompañó a Hierro, en Santander, a su último destino carcelario, agobiado por la persistencia persecutoria de la dictadura, empeñada en hacerle tanto a él como a su padre carne de presidio. Y cuando en la radio quisimos, sesenta años después, que Aurelio y Pepe rememoraran juntos ese instante en que el poeta volvía a la prisión, el autor de Alegría no pudo más y derrumbó su llanto como quien borra el mundo.
En ese libro que tanto significaría en su vida Hierro escribe: "Yo, José Hierro, un hombre / como hay muchos, tendido / esta tarde en mi cama, / volví a soñar". Lo haría en el Libro de las alucinaciones o en Alegría, o en el Cuaderno de Nueva York. Soñaría entonces, soñaría siempre, pero, como recuerda Julia Uceda, autora, con Miguel García-Posada, de esta edición de toda su poesía, cómo podría olvidar la razón de aquel llanto rabioso. "¿Cómo se puede no hablar de todo aquello?".
Todo aquello está en el poema 'Historia para muchachos', del Libro de las alucinaciones, de 1964; ahí se refleja la historia carcelaria de Pepe Hierro; el poeta la ha retenido y ahí la suelta, con el desdén avergonzado de tener que explicarse para que no lo expliquen. "Dicen: 'Este señor / habla tan sólo de sí mismo. / Pasa -dicen- cegado, / sin ver lo que sucede alrededor. / Va por el mundo como un barco viejo..., / ese señor...". Pues ahí, en ese poema, está la esencia de todo aquello, y no fue extraño, como recuerda su amigo Fernando Delgado, poeta también, director de Radio Nacional cuando Pepe trabajó allí como guionista de programas culturales, que ése fuera el poema elegido por Manolo Romero para despedir a su suegro en el cementerio gris de Madrid aquel diciembre de 2002.
Dice Fernando: "Cuando despedimos a Hierro en el cementerio, Manolo Romero leyó 'Historia para muchachos'. La voz de Hierro en ese poema nos recordó, junto a su féretro, los trabajos y los días de miserias, y hasta de cárcel, de aquel muchacho que fue y que él recordaba en el poema junto a su padre en el puerto de Santander".
Dice Fernando que él no ha conocido "una persona más pudorosa y menos resentida, de modo que hablaba poco, raramente, de la guerra y de la cárcel". Ese ramalazo del aire que sufrió está en los poemas, en ese Réquiem, en Reportaje; está dicho, sin vuelo en el verso, como si dejara un testimonio que pudiera servir siempre sin necesidad de la tinta del nombre propio. En los últimos años, recuerda Manolo Romero, aquel Hierro que iba aéreo por la vida sintió el impulso del dolor del que siempre había huido, y ya se hizo esquiva y difícil su relación con la alegría que quiso que fuera su marca pública, su identidad más conocida. Ahora que han pasado ocho años de su muerte, "lo que vuelve a nosotros es la estampa de Pepe riendo en su casa de Titulcia, con el torso desnudo, mostrando las manos llenas de tierra de sus campos".
Su nieta Tacha tiene también esa memoria, pero ahora ya no es sólo su nieta y la directora del centro que tiene la obligación de cuidar del legado del gran poeta de los vencidos (la expresión es de García-Posada). Ahora ella es una lectora de treinta años. Y esto lee cuando lee al autor de Cuaderno de Nueva York: "Es para mí la inspiración absoluta. Mi abuelo es evocador. Me emociona tanto, es tan perfecto como poeta... Es difícil hallar con poesía la expresión de tanta dignidad. Cada vez que leo 'Oración en Columbia University' me emociono, y siempre me emociono más".
El editor Chus Visor dice que, con este libro, ha cumplido un propósito "que siempre se pospuso porque Pepe nunca tenía tiempo de ponerlo en orden". Y ahora que lo tiene en las manos, todo junto, como poeta, este Hierro a veces difícil y a veces esquinado, desdeñoso antes que nada consigo mismo, "me ha deslumbrado. Es un poeta que siempre estaremos descubriendo para deslumbrarnos". El poeta que rasguñó su alma para contar aquel Réquiem como si estuviera haciendo una emocionada metáfora de su propio dolor. Objetivamente. Sin vuelo en el verso. "No he dicho a nadie que estuve a punto de llorar".
José Hierro: Poesías completas (1947-2002). Edición de Julia Uceda y Miguel García-Posada. Visor. Madrid, 2009. 735 páginas. 40 euros.
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