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PENSAMIENTO

Urbanofilia

No acabamos de decidirnos a favor ni en contra de la vida urbana. Desde el mismo momento de la invención de la ciudad sus moradores las han venerado, sin que faltaran quienes las aborrecían. Las maldiciones bíblicas contra Babilonia, la Gran Ramera, no son precisamente de ayer mismo. Poseemos en Europa una extraordinaria literatura sobre las ciudades, nunca libre del todo de esta inclinación a la desmesurada admiración o a la más abierta condena.

Fray Antonio de Guevara sabía bastante de esto cuando en 1539 dio a la imprenta su Menosprecio de corte y alabanza de aldea, sin decidirse demasiado ni por la una ni por la otra. En su siglo, el señor alcalde de Burdeos, Michel de Montaigne, amigo grande de la vida rural, nunca se distanció de la capital gascona ni dejó de sentir por París cariño y lealtad política. Las cosas se irían agriando, sin embargo, a medida que la ciudad se convertía en un pozo de vicios, o de tumulto revolucionario, como lo vio Thomas Hobbes en su poco leído Behemoth, nombre de un monstruo bíblico, dedicado a un Londres levantisco. (Aunque el otro monstruo, el Leviatán, ya abarcaba según él a toda la sociedad humana, campesinos inclusos). Para los buenos puritanos, la única ciudad buena era la Jerusalén prometida: las otras sólo acopiaban vicios. Tanta maldición culminaría con la idealización del campo y de la vida rural propia del mayor error romántico. A menudo se esconde bajo el llamado "descubrimiento de la naturaleza" desencadenado por el arte y en la filosofía por las ensoñaciones de Rousseau. A los románticos, tan amigos del desafuero, no se les ocurriría otra cosa que condenar las ciudades, sobre todo a medida que avanzaba el mundo industrial y el humo, el hollín y la miseria proletaria las invadía. Friedrich Engels pergeñó el clásico de la urbanofobia en su inmortal ensayo sobre Manchester, de 1844. Los bolcheviques, que no en vano hicieron la revolución con sus ideas, pensaron que en el mundo del comunismo del futuro deberían desaparecer las ciudades -por mor de eliminar la "contradicción entre la ciudad y el campo"- y ello explica que los primeros urbanistas soviéticos propusieran la desurbanización sistemática. No era idea descabellada: la Ciudad Lineal madrileña o las New Towns inglesas son hoy ecos de un esfuerzo parejo. Como los son hoy no pocos suburbios ajardinados, dependientes del automóvil, en incontables ciudades americanas, pero también europeas.

"Ayudemos a los pobres, no a las ciudades pobres", reza una de sus frecuentes expresiones de lapidaria sencillez

La ciencia social no ha sido nunca ajena a estas preocupaciones urbanas. A ella debemos algunas de las mejores reflexiones y propuestas. El ensayo de Fustel de Coulanges sobre la ciudad antigua, de 1864, una de las mayores reflexiones sobre la naturaleza de la ciudad, podría ser leído con provecho por más de un arquitecto o urbanista atolondrado, y no digamos La Metrópolis y la vida del espíritu de Georg Simmel, de 1903, o los escritos sobre la ciudad de Max Weber, junto a La ciudad en la historia, de 1961, posiblemente el mejor tratado sobre el asunto, que valió a su autor, Lewis Mumford, hombre de letras, la pertenencia a las asociaciones de arquitectos más selectas e incluso a los grandes premios de su arte.

Junto a esos clásicos sigue habiendo buenas razones para recomendar a nuestros planificadores un conocimiento somero de lo que aportó la Escuela de Chicago a la sociología urbana. De una crítica a aquel esfuerzo, fruto del progresismo norteamericano anterior a la II Guerra Mundial, se ha alimentado buena parte del pensamiento urbano posterior, con resultados desiguales. La lucha contra el peligro de la formación de guetos, la excesiva segregación por clases sociales o razas, los procesos de degeneración de barriadas enteras y la aparición de reductos para ricos en la ciudad capitalista moderna han encontrado mucha munición vía Chicago. (Algunos han querido criticar la célebre escuela aduciendo que olvida los "movimientos sociales urbanos", que es lo que presuntamente importa. Como si hubiera en el mundo moderno movimientos que no lo fueran. Cierto es, la guerrilla montaraz tuvo su momento -en Cuba por ejemplo- pero hoy, en todo el mundo musulmán, toda revuelta es urbana, por definición. Y los indignados, hoy también, han ocupado los núcleos emblemáticos de las ciudades españolas).

La lucha contra los males endémicos de la ciudad ha marcado por mucho tiempo una tendencia esencial en el mundo del urbanismo. Muchos pensaron que la solución era la intervención en la ordenación del territorio urbano, y así conseguían que actuaran las autoridades. Hoy la regulación, la zonificación, la calificación y recalificación están por doquier a la orden del día. Cuando aciertan, el resultado puede ser beneficioso para los moradores. Cuando no, los daños son difíciles de calcular. Las tendencias sociales -migraciones, huida de las ciudades de los grupos más dinámicos, la formación de núcleos favorables a la delincuencia- pueden ser bastante catastróficas.

Los fracasos han sido aleccionadores. Así, no hace mucho que los urbanistas han redescubierto las virtudes de la ciudad densa y castiza, la que otrora se quería ruralizar, esponjar, o dotar de grandes espacios, con avenidas imponentes, plazas más o menos "duras", parques inmensos, y vivienda asequible en grandes bloques de pisos rodeados de verdura. Esa idea ha gozado de buen predicamento entre arquitectos de la Europa meridional que han redescubierto los encantos y la calidad de vida de la ciudad mediterránea, de la "ciudad compacta". Ahora resulta que ni Génova, ni Atenas, ni Valencia están tan mal. Y ahora con El triunfo de la ciudad, del urbanólogo norteamericano Edward Glaeser, profesor de economía en Harvard, este redescubrimiento encuentra una curiosa síntesis, que quiere solucionar los problemas que plantea el exceso de planificación cuando derrota las tendencias espontáneas de la población, sin por ello caer (del todo) en una suerte de neoanarquismo urbano.

Su bestia negra son las políticas públicas urbanas que van contra aquellas corrientes más o menos inexorables. ¿Por qué salvar Detroit o Liverpool de su decadencia? ¿Por qué inyectar dinero y recursos contra lo inexorable? Cuando el huracán Katrina destruyó Nueva Orleans, ¿qué sentido tenía reconstruirla tal cual, gastando billones de dólares? ¿No era mejor subvencionar a las víctimas, generosamente, para que se marcharan a donde les pluguiera? Seguramente irían a engrosar otras ciudades, a dinamizarlas con savia nueva, piensa Glaeser.

Las ciudades, con sus centros urbanos -plagados de rascacielos en Toronto, México, Nueva York, Buenos Aires, Chicago- algo caóticos, vibrantes, intensos son la solución, y no el problema. Engendran calidad de vida de incontables ciudadanos. Las calles y barrios circundantes, también. ¿Por qué dispersar, suburbanizar? ¿Por qué no atraer talento, o promover políticas públicas para incrementar su vitalidad? La más importante -y en esto la faz progresista y claramente distanciada de todo anarquismo aparece en los argumentos de Glaeser- es la educación, las escuelas. Unas buenas escuelas primarias y secundarias en los centros urbanos atraen a clases profesionales jóvenes que buscan, ante todo, una escolarización decente para sus hijos. A su vez, el flujo de las clases medias profesionales y ambiciosas a la ciudad revitaliza los barrios en que se instalan y mejoran el transporte público, que es el que importa.

Este canto a la ciudad como tal -el título es el de El triunfo de la ciudad, no "de las ciudades" como reza el de la versión castellana- insiste en la importancia de potenciar la vida de sus gentes, no la de la ciudad misma. "Ayudemos a los pobres, no a las ciudades pobres", reza una de sus frecuentes expresiones de lapidaria sencillez. El encanto de este docto y a la vez ágil tratado de urbanismo es que también lo es de urbanidad. Vinculado por un lado con la actitud tradicional de la izquierda -y contra las fuerzas del egoísmo que no quieren para su barrio servicios molestos que es menester instalar en algún lugar- se mantiene fascinado por la tendencia de las gentes a hacer su vida y montar su hogar como les place y donde les place. Tal vez no haya resuelto esta imposible y vieja contradicción. Pero es imposible salir indiferente, ni llenos de estímulos, de una reivindicación tan feliz del modo urbano de convivir.

El triunfo de las ciudades. Cómo nuestra gran creación nos hace más ricos, más listos, más sostenibles, más sanos y más felices. Edward Glaeser. Traducción de F. Corriente Basús. Taurus. Madrid, 2011. 494 páginas. 22 euros.

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