Recuento del horror
En septiembre de 1939, los ministros de Exteriores de la Alemania de Hitler y la Unión Soviética de Stalin firmaron un pacto que establecía unas fronteras que marcaban los límites de su reparto de una fracción de Europa: esa línea se conoció por los nombres de sus firmantes: Mólotov-Ribbentrop.
Alrededor de esa línea artificial, de carácter político, se cometió, entre 1932 y 1945, el mayor de los crímenes de la historia de la humanidad: el exterminio intencionado, fruto de un cálculo político, de catorce millones de personas. Una cifra que resulta casi inconcebible por su magnitud, y que ha pasado desapercibida porque no tenía nombre propio. No coincide con el Holocausto de los judíos, ni con el genocidio de los armenios. Los asesinatos masivos decididos por Hitler y Stalin en esa amplia zona, que incluye una parte de Polonia, Ucrania, Bielorrusia y las Repúblicas Bálticas, tuvieron unas raíces fuertemente políticas, por encima (o simultáneamente) de las motivaciones ideológicas raciales o nacionalistas que se utilizaran, o bien se ocultaran, en cada caso.
Tierras de sangre. Europa entre Hitler y Stalin
Timothy Snyder
Traducción de Jesús de Cos
Galaxia Gutenberg / Círculo de Lectores
Barcelona, 2011. 620 páginas. 25 euros
Timothy Snyder es uno de esos historiadores que cambian la perspectiva. No en vano ha sido colaborador de Tony Judt, a quien debemos una historia de Europa que ha removido viejos conceptos y nos ha permitido alcanzar un mejor conocimiento de los fundamentos de lo que ahora conocemos por un continente democrático y relativamente consolidado. En esa misma línea, Snyder trabaja ahora en solitario en la preparación de una historia de la Europa oriental.
Snyder se ha tomado el trabajo de romper algunos muros que nos impedían valorar una buena parte del pasado reciente, y comprender, por tanto, importantes fenómenos del presente que nos perturban. Antes de su investigación sobre lo que llama "tierras de sangre", predominaban algunas explicaciones dominantes que impedían acceder a fenómenos tan drásticos como las grandes matanzas. Una de ellas era el Holocausto, que hizo que la atención de casi todo el mundo se fijara en el mayor genocidio de todos los tiempos y obviara otros asuntos de gran importancia. Otra, la propaganda de posguerra realizada por el eficiente aparato estalinista, que arrojaba sobre los nazis toda la responsabilidad de las atrocidades, dejando en un lugar menor las acciones masivas de los soviéticos. A esa inteligente propaganda se sumó el eurocentrismo de las potencias aliadas. La URSS había formado parte esencial de la entente que acabó con el nazismo. Al acabar la guerra no parecía prudente para las potencias como Inglaterra y Estados Unidos sacar a la luz las criminales acciones de Stalin. La intelectualidad de izquierda de Francia y otros países se encargó del resto. Y se aligeró el peso de la responsabilidad soviética.
No es sólo el caso de las matanzas de Katyn, quizás el más célebre de los engaños de la dirección comunista. Hay muchos otros acontecimientos de una enorme atrocidad que cometieron Hitler y Stalin en esas tierras de sangre.
El primero de ellos, sustancial para la tesis de Snyder sobre el carácter político de las matanzas, fue la gran hambruna provocada por Stalin en Ucrania, con un resultado de más de tres millones de muertos. Pero hay más, bastantes más, como las matanzas étnicas provocadas por los nacionalistas ucranios contra civiles polacos; o las matanzas posteriores de civiles ucranios por polacos. El caso de Bielorrusia, atrapada entre las fuerzas nazis y las del Ejército de Stalin, es escandalosamente desconocido. El diezmado de la población, judía y no judía, fue de proporciones descomunales. Y para qué hablar de los más de tres millones de prisioneros rusos que los ejércitos alemanes (o sea, la Wehrmacht, no sólo las SS) dejaron morir de hambre y frío, a propósito, en campos rodeados de alambradas y ametralladoras.
La lista es interminable, los números imposibles de concebir. Y el diagnóstico aterrador: Hitler y Stalin, apoyados por un aparato político que implicaba la colaboración de muchos miles de sus conciudadanos, pergeñaron esas matanzas en función de sus intereses económicos (por tanto, políticos). Hitler quería hacer desaparecer a la mayoría de los eslavos para convertir el Este de Europa en un gigantesco productor de alimentos para Alemania. Stalin quería hacer desaparecer el campesinado para convertir grandes territorios, como Ucrania, en productores de alimentos para los obreros soviéticos, y también le sobraban los campesinos. Las grandes matanzas no fueron pergeñadas por odiosos demonios malignos, sino por modernos estadistas. Fueron obra de burócratas antes que de sádicos. Y concitaron una enorme complicidad tanto en Rusia (más que en la URSS) como en Alemania.
Posiblemente el Holocausto fue el único de esos gigantescos crímenes que tuvo una base ideológica, aunque no fue en principio concebido como un exterminio, sino como el desplazamiento (con sus muertes necesarias incluidas) de todos los judíos a Madagascar o al Este de la Unión Soviética.
Una de las mayores monstruosidades de esa increíble etapa europea fue la cómplice liquidación de Polonia entre Stalin y Hitler. Ambos coincidían en liquidar a los polacos como pueblo. Para ello invadieron al unísono el país. Y su primer empeño fue el de acabar con todos aquellos ciudadanos que tuvieran un mínimo nivel de formación.
Las políticas de memoria suelen ser selectivas, porque son, sobre todo, políticas. De eso hay numerosos ejemplos vigentes hoy. Y España es un buen caso para ilustrar el asunto. La Historia rigurosa y contrastada de los acontecimientos es el único antídoto para librarse de ese mal de la memoria selectiva. El problema es que suele tardar mucho en producirse.
Snyder nos brinda uno de los mejores libros que se han producido en mucho tiempo para que la Historia desplace a la memoria interesada (normalmente nacionalista). No tiene la elegancia y la brillantez de Judt en su prosa, pero es más que un digno epígono.
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