Mujeres audaces
En su biografía sobre la artista Natalia Goncharova (editorial Minúscula, Barcelona), la gran poeta rusa Marina Tsvetáieva cita a Pushkin como un vidente que mira el mundo de forma insospechada: "No con los ojos cerrados sino muy abiertos, sin párpados".
Es la misma mirada de aquellas mujeres que tanto desconcertaban la audacia de Breton, el padre del surrealismo, en su visita a España -lo confiesa con su prosa deslumbrante y paternalista. Es la mirada intrépida de las muchas mujeres que voy encontrando en mi trayecto al trabajo, sentadas en cualquier aeropuerto, frente a un café en el bar. Saben, porque tienen mucho de nigromante, que, pese a las apariencias, hay que salir siempre armadas hasta los dientes: sin párpados para no quedarse ni un minuto dormidas. Y me gustan esas mujeres que se arrancan los párpados para mirar como videntes; las mujeres que desechan las posibilidades impuestas y viven a contrapelo y muestran incluso sus peores momentos: no hubiera debido ocurrir nunca. A esas mujeres las llamaría audaces.
La fotógrafa Nan Goldin forma parte de esta categoría y estamos de suerte porque podemos ver su trabajo en la galería Javier López de Madrid y en la colectiva del CGAC, Familiar Feelings. El grupo de Boston -comisariada por Manuel Segade-, una selección de algunos artistas que desde mediados de los setenta hicieron gala de unas hasta entonces inusitadas formas de afectividad y fórmulas de relación. De hecho, Goldin es capaz de desvelar la realidad sórdida que ve -privilegio de vivir con los ojos de par en par-. Son los retazos del desgarro que con frecuencia va acaparando en sus fotos, pupilas dilatadas y ávidas, sin límites, que muestran -no, que desvelan- realidades inconfesables sobre todo a uno mismo. Ahí está su rostro amoratado, parte de la Balada de la dependencia sexual, en un autorretrato atroz y quizá indispensable: Nan después de haber sido golpeada, 1984.
Me recuerda a la foto de Avedon donde aparece el torso herido de Warhol tras los disparos de Valerie Solanas, angustiada frente al poder que ejercía sobre ella. Aunque, bien visto, lo que en Avedon es rostro ausente de cualquiera, sólo busto con cicatrices que permite adivinar la cazadora entreabierta, en Goldin son facciones magulladas, propietaria perpleja. "Nunca más", parece leerse entre líneas, entre los párpados que, casi cerrados por los golpes, tratan de recuperar la visión completa para volver a ser vidente en este autorretrato trágico donde lo innombrable se hace público. No hay nada de qué avergonzarse: la culpa de los golpes no fue suya, ni siquiera un instante. Nunca es nuestra.
Audacia de mujeres que, mientras la vida se desploma, deciden vivir deprisa, vida al límite que propicia la guerra y que Zena El Khalil, en un libro trepidante e imprescindible, Beirut, I love you (Siruela), describe como fórmulas para combatir el miedo: conducir rápido mientras se escucha a Rayess Beck, la estrella libanesa del hip-hop, tan alto el volumen del CD que camufle el sonido de los obuses. O audacia como la de María Campo Alange, quien a finales de los cuarenta, en una España aprisionada por el régimen totalitario que veía en la mujer al "ángel del hogar", escribe en La guerra secreta de los sexos, publicado por Revista de Occidente y que acaba de recuperar la editorial horas y Horas: "¿La mujer ha sido alguna vez lo que ella quiso ser? Es decir, ¿puede ser en algún momento ella misma?".
Me gustan mucho esas mujeres que, por su aplomo, desconciertan la audacia de aquellos que, desde trinchera aliada además, escriben textos cargados de ira y sinrazón. Son ellas las que dejan claro cuánto trabajo queda por delante para poder cerrar un momento los párpados. Descansar.
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