Herralde sube al cielo (en vida)
Voy a hablar de Herralde, de manera que me calzo los zapatos de plomo. Mi experiencia me advierte que al editor-propietario de la Yoknapatawpha anagrámica ningún elogio le parece suficiente. Igual que les sucede a muchos autores, a don Jorge le agradan las buenas críticas, pero nunca con el grado y la intensidad con que le enfadan las más pequeñas censuras. Los que lo conocen saben que su ego es tan poderoso y extenso como ese admirable -y envidiado- catálogo construido con pasión y fervor, y otra vez pasión, a lo largo de cuarenta años. En él lleva impresos sus gustos y, en cierto modo, su biografía adulta, igual que el arponero Queequeg llevaba tatuada en su cuerpo la cosmología de su pueblo. De manera que empecemos señalando la pequeña espinilla en la nariz: la reiteración con que algunos medios han resaltado en las últimas semanas una pretendida excepcionalidad suya en la edición española se me antoja excesiva. Me trae a la memoria aquella ocasión (2001) en la que el habitualmente bien informado LivresHebdo aseguraba con rotundidad francesa que Anagrama era "la única editorial literaria independiente en España". Está bien que en una época en que la edición más exigente parece amenazada por quienes le demandan rentabilidades imposibles, se homenajee a uno de los más obstinados exponentes de la, digamos, resistencia. De acuerdo, Herralde es grande (aunque mediano). Pero no único: de Salinas a Altares, de Pradera y Castellet a De Moura o Tusquets (Esther), por sólo mencionar a seniors vivos, se me ocurre a bote pronto otra docena de nombres de la edición española del último tercio del siglo XX que merecen el recuerdo de los medios. Herralde es ejemplo de independencia y tenacidad ("apostamos por el fracaso", suele decir) para la competente pléyade de juniors, sin duda. Pero, como Napoleón en su Sacre (2 de diciembre de 1804), quizás ha tendido a exhibir su triunfo como el resultado de su esfuerzo casi exclusivo. Y eso que, en las últimas semanas -tengo que reconocerlo-, se ha acordado públicamente de su equipo, incluyendo, claro, a la imprescindible Lali Gubern. Por lo demás, y espinillas aparte, en la fiesta del Principal -un nombre adecuado- de Barcelona estuvo todo perfecto, desde el besamanos al bailoteo. Allí estaban los poderes del malabarista: su catálogo, su equipo, sus prestigiosos colegas internacionales y domésticos, y los medios a quienes siempre ha sabido fascinar y que tanto le han ayudado a construir su reputación. Incluso algún político importante y algún otro al que le hubiera gustado serlo. Hubo alegría, complicidades y homenaje sincero. Todo quedó tan perfecto que, en un momento dado -quizás consecuencia del exceso de cava- me rondó la fantasía de que de sendas gigantescas tartas traídas para la ocasión surgirían Marías y Vila-Matas y ofrecerían a la audiencia un electrizante y vertiginoso claqué. Y, ahora, a por otros cuarenta, uncle George.
Sin futuro
Tal como me enseñó mi abuela, cuento hasta cien antes de dejarme arrebatar por la ira. Hay otros métodos: se decía que al colérico señor Fraga -me refiero a cuando Fraga era Fraga- le solían colocar sobre la mesa de su despacho una docena de delicadas figurillas de cristal o porcelana que le obligaban a pensárselo dos veces antes de dar un manotazo al tablero en plena calentura de indignación. Lo de contar hasta cien mientras pierde presión el vapor de mi cabeza lo suelo practicar cada vez que escucho o leo alguna de esas sentencias apodícticas a las que, bien motu proprio, bien vicariamente, tan aficionado es el inefable (vicario) Martínez Camino. La última de sus salidas antiabortistas es de las de antología: "Un pueblo que mata a sus hijos es un pueblo sin futuro". Qué lástima que monseñor no fume (que yo sepa), porque después de una de esas, lo que a uno le debe pedir el cuerpo (y el alma) es sentarse y dar buena cuenta de un montecristo mientras se escucha a un barítono (Fischer-Dieskau, por ejemplo) interpretando el tercer movimiento del Deutsches Réquiem. Está claro, monse: no conviene ir matando a los compatriotas porque se puede producir una catástrofe demográfica que nos oblitere el futuro. Ya puestos, algo parecido -en vez de jalearle- le podían haber dicho al belicoso Caudillo el cardenal Gomá y los demás (casi todos, por cierto) jerarcas de la Iglesia española en 1937. Calmo mi cólera, finalmente, gracias a la lectura de las diatribas y sarcasmos de Thomas Bernhard, uno de los mayores cascarrabias literarios del siglo XX, incluidos en Mis premios (Alianza, traducción de Miguel Sáenz; en librerías el día 15), una recopilación póstuma de escritos en torno a los galardones que recibió y a algunas sonoras dimisiones. No se trata de un gran Bernhard, pero nos lo recuerda.
Cutrerío
En Los límites del control (Jim Jarmusch), una de esas películas que intentan establecer una relación adulta con el espectador, la Rubia (Tilda Swinton) le dice al Solitario (Isaach de Bankolé): "Me gustan las películas antiguas. Puedes ver cómo era el mundo hace 30, 50, 100 años". A mí me pasa lo mismo: me sumerjo en el cine de hace tres o cuatro décadas y se me queda la retina infectada de pasado. A estas alturas de la (otra) película, me importa cada vez menos que lo que cuenten esas cintas sean deformaciones más o menos interesadas y flagrantes de aquella realidad que investigan los historiadores. Tampoco busco sociología, sino significado y atmósfera. Y de eso sabe mucho el cineasta, novelista y dramaturgo Álvaro del Amo, que acaba de publicar, corregida y aumentada (en Alianza), una nueva versión de su clásico La comedia cinematográfica española. Publicado por Cuadernos para el Diálogo en 1975, justo cuando esa comedia de finales de la dictadura se encontraba en su cenit, el libro traza una taxonomía del subgénero más popular y taquillero de una época en que -salvo notables excepciones- el cutrerío más lamentable se apoderó de las pantallas españolas. Descendiente más o menos directo del sainete y la zarzuela (en el mejor de los casos) y de astracanada y el chiste cuartelero, fascistoide y falócrata (en el peor), aquella comedia en la que se apelotonaban la moral y los tópicos ideológicos tardofranquistas nos sigue hablando del lado más hortera e insoportable del cine nacional. Y, oblicuamente, del público a quien se dirigía. Del Amo no entra en valoraciones, lo que es muy de agradecer. Lo que le interesa es el análisis formal, las estructuras, las constantes, los temas y los motivos: el estilo, en definitiva, de aquel rentable manierismo de la industria cinematográfica española. La nueva edición prolonga el análisis hasta 2008, demostrando la vigencia de un subgénero que ha encontrado continuación en las comedias "conyugales" de la tele. -
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