Domingo y Delacroix
El mundo está bien hecho. Al menos algunas veces, en ciertos lugares, en la mañana del último día de octubre en Madrid, que le depara a uno una alegría como de poema celebratorio de Jorge Guillén. Por no se sabe qué fiesta ecuestre, la calle de Alcalá, Cibeles, el paseo del Prado y el de Recoletos están cerrados al tráfico, ya escaso en este largo fin de semana en el que la ciudad se queda más desierta. Pasear cerca de la fuente de Cibeles sin el fragor de los coches ni los pitidos de urgencia de los semáforos es descubrir una ciudad de amplitudes tranquilas y perspectivas ilustradas: el Madrid de todos los días y el Madrid nunca visto, los edificios agrandados por esa transparencia que tiene el aire la primera mañana de sol después de la lluvia que lo limpió todo. Y es un alivio bajar por el paseo del Prado sabiendo que la crisis ha tenido la ventaja lateral de frustrar los planes de renovación insensata del alcalde megalómano. Los árboles colosales, las losas muy pulidas, desgastadas y embellecidas por el tiempo, las fuentes neoclásicas: algo está muy bien hecho, se ha ido haciendo a lo largo de siglos, y a quienes vivimos ahora nos vendría bien la humildad de considerar que nuestra tarea más honorable no es dejar la huella pomposa de nuestro capricho sobre todo lo que existe sino trasladarlo en las mejores condiciones posibles a los que vengan detrás.
Gracias a la quiebra que ha dejado en suspenso tantos proyectos de satrapillas delirantes hoy puedo caminar por el paseo del Prado sin miedo a caer en una zanja o a ser atropellado por una excavadora, o a que me dejen sordo taladros aterradores o esas sierras arboricidas que deben de sonar como música en los oídos de los especuladores de terrenos. A lo largo del paseo de Recoletos y del paseo del Prado circula cada fin de semana un flujo saludable de gente que disfruta con idéntica convicción de las arboledas y los jardines de los parques públicos y de las salas de los museos. Lo asombroso no es que haya tanta gente, y que sea tan variada, un público que ejerce con plena naturalidad el pluralismo de gustos, actitudes y condiciones de la ciudadanía democrática; lo que a mí más me asombra, lo que me intriga, es que en los medios no haya apenas eco ni reflejo de esas multitudes, como si se desconociera o se despreciara su existencia.
He venido, como muchos domingos, a CaixaForum, donde hay dos exposiciones simultáneas de máxima categoría, una dedicada a Teotihuacan, la otra a Eugène Delacroix. El mundo puede no siempre estar bien hecho, pero este lugar sí lo está: este edificio cúbico como suspendido en el aire y hecho con una mezcla de antigua solidez industrial y de arquitectura práctica y visionaria demuestra que es posible preservar lo más valioso del pasado volviéndolo en parte viva del paisaje presente. Hay tanto público para ver las exposiciones que hace falta esperar en cola a que se despejen las salas. La gente aguarda tomando el sol, conversando, descubriendo detalles en esa fachada de ladrillo que se prolonga en una plancha taladrada de hierro, mirando el jardín vertical que ha convertido una pared medianera en una catarata de vegetación. Mientras espero en cola y tomo el sol practico un poco de sociología casera: jubilados, grupos de señoras, parejas jóvenes, parejas jóvenes con niños que juegan por la rampa o que dormitan en cochecitos, madres y padres concienzudos con hijos de diez o doce años a los que esperan habituar a la contemplación del arte.
Un público muy parecido habrá a esta misma hora muy cerca de aquí, en el Prado, en el Jardín Botánico, en el Museo Thyssen, en la Fundación Mapfre de Recoletos; y un poco más lejos en el Reina Sofía, en La Casa Encendida, en el Círculo de Bellas Artes, en la Fundación Juan March. No hablo de oídas. No elaboro ese tipo de especulaciones y vaguedades a las que casi todo el mundo es tan propenso cuando se habla de lo que quiere o no quiere el público, o lo que piden las audiencias, o lo que interesa o lo que vende, lo que los ejecutivos de los medios están tan seguros de saber, y explican con tanto aplomo. En mayor o menor grado, todos se han puesto de acuerdo en decidir que "la cultura no vende", por decirlo con el lenguaje que ellos usan. Algunas veces la entonación es de catastrofismo quejumbroso, matizado de una ficción de nostalgia por tiempos mejores que no se sabe cuáles fueron: la gente ya no lee, ya solo se interesa por la moda o por los chismes sociales, o por picoteos rápidos en Internet, solo quiere basura. Últimamente va extendiéndose un populismo jactancioso, incluso agresivo, en el que no es difícil intuir un matiz de resentimiento: ya basta de tanta literatura, de tanta música clásica, de museos rancios, de tantos libros pesados que nadie quiere ni tiene tiempo de leer, de tanto pelmazo elitista. Atribuir a la gente una ignorancia universal le permite a uno sentirse miembro del club selecto de los que sí saben, o bien sentirse legitimado en su propia ignorancia, en su desgana de aprender.
Carezco de los poderes telepáticos necesarios para juzgar más allá de lo que veo con mis ojos, lo que constato cada vez que voy a una exposición o un concierto o viajo en el metro o miro el correo electrónico o me siento a firmar en una caseta de la Feria del Libro: hay muchas personas a las que las artes y los libros les importan apasionadamente; personas de edades y de gustos muy distintos, muy jóvenes y muy mayores, con estudios universitarios y sin ellos, con curiosidad y amplitud de criterio. No son mayoría: nunca lo han sido. Podrían ser muchas más. Lo serán si mejora el sistema educativo y las condiciones de acceso a los bienes de la cultura, y si los medios acogen y alientan a ese público en vez de actuar como si no existiera o no mereciera ser tratado con respeto. Estos son tiempos difíciles, desde luego, pero lo que hay que preguntarse antes de lamentar el desastre es si ha habido tiempos que fueran mejores.
La mañana induce a un estado de ánimo propicio para disfrutar de los esplendores románticos de Delacroix. El sol que hemos dejado en la calle parece el mismo que brilla en los oros de sus escenas exóticas en Argel o en Tánger, en sus torbellinos de cabalgatas o de peleas entre jinetes y animales salvajes. En los cuadernos de dibujos, en los estudios preparatorios, en sus apuntes privados, en los paisajes marinos que abocetaba o pintaba al final de su vida, Delacroix ya tiene una mirada moderna: las obras acabadas pertenecen todavía a una tradición de la pintura que él lleva al límite, y que termina con él. Su mirada desafiante y pensativa recibe nada más entrar a la gente que ha esperado en cola para ver la exposición. Nos mira uno por uno como reconociendo a sus contemporáneos del porvenir.
Teotihuacan. Ciudad de los Dioses. Hasta el 13 de noviembre. Eugène Delacroix (1798-1863). Hasta el 15 de enero de 2012. CaixaForum Madrid. www.obrasocial.lacaixa.es. antoniomuñozmolina.es
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