El último mono
Estupenda la noticia del reciente hallazgo, en la cueva Astigarraga de Deba, de unos restos prehistóricos de gran valor. Por un lado, huesos clavados en grietas de las paredes, lo que de acuerdo con los especialistas constituye un testimonio nada frecuente y por ello de enorme significación; por otro, las pinturas rupestres más antiguas de Guipúzcoa: dieciséis pares de trazos de color rojo, cuya antigüedad puede estimarse, al parecer de un modo muy fiable, en más de 20.000 años. Y la noticia resulta especialmente valiosa porque contribuye a represtigiar el paisaje arqueológico vasco al que el affaire Iruña-Veleia había dejado un tanto magullado. En la misma línea, estos días hemos conocido también que Ekainberri, la réplica de la cueva de Ekain situada cerca del enclave, se ha convertido en el cuarto museo más importante de Guipúzcoa, al haber recibido más de 40.000 visitas en su primer año de actividad.
Confieso sentir hacia esos seres humanos prehistóricos una emocionada y agradecida inclinación. Por múltiples razones. Una básica podría ser que suelen proporcionarnos casi siempre buenas noticias (hace poco otro hallazgo en Atapuerca permitió determinar que aquellos primerísimos humanos eran capaces de cuidar a los individuos menos capacitados o más frágiles del grupo, de garantizarles de ese modo la supervivencia), en todo caso mejores noticias que muchos de nuestros contemporáneos. Otra fundamental razón tiene que ver con su cultura, es decir, con su capacidad inmediata para distanciarse de su propia -y hay que imaginar que apabullante- realidad. Porque entiendo que es ahí donde se desarrolla o define la cultura: en el terreno de lo otro de la realidad, en las miradas sobre lo real puesto a distancia.
Los hallazgos de las cuevas de Astigarraga o de Ekain o de tantos otros templos del arte rupestre hablan de esa relación íntima, siamesa, entre humanidad y cultura; entre una realidad y una inteligencia que se coloca en perspectiva para (re)pensarla. Con unos antecedentes así, y después de miles de años, la cultura en su acepción más ajustada debería ocupar en las sociedades modernas un lugar estelar. Y sin embargo, incluso en su definición más generalista, la cultura anda de capa caída: se usa su nombre en vano, se desaguan o se reducen a materialidad sus objetivos, se coloca entre los productos (y no por cierto entre los de primera necesidad), en los presupuestos políticos (y a los ejemplos y recortes me remito) suele protagonizar el grupo de cola. En fin, que la cultura se ha vuelto el último mono, expresión que utilizo en su sentido más corriente; y más sangrante cuando se lo compara con la noticia que ha abierto estas líneas, con aquellos últimos monos que se iban volviendo humanos a medida que (o fundamentalmente porque) llenaban las paredes de los lugares que habitaban con los trazos de una intuición, de una ambición de más y más anchura para su experiencia y su inteligencia.
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