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Los otros bilbaínos

"Aquí llamamos sirimiri a la lluvia", dice la voz sugerente. "Aquí llamamos pintxos a los canapés, y txiquis a los chavales", continúa. "Y aquí llamamos filosofía a la práctica de dar patadas a un balón", debiera concluir si de verdad quisiera redondear nuestra caracterización como colectivo humano. Porque desde luego, y parodiando a L'Equipe, en esto sí que somos un caso único del fútbol mundial: sólo nosotros los bilbaínos hemos llegado a confundir el pensamiento especulativo con los pies y las patadas.

Ahora que ha escampado un poco el chaparrón de la angustia social por el posible descenso, quizás sea el momento de que hablen los otros bilbaínos, esos que llevamos años y años aguantando este diluvio indigno. Los que hemos soportado con resignación el incremento desaforado de esa peculiar clase de infantilismo colectivo que siente en el Athletic lo más importante que poseemos como colectividad. Los que hemos aguantado que se convierta en el catalizador de las emociones más íntimas del bilbaínismo de pro ("sólo por el Athletic he visto llorar al aita), decían varias muchachas estos meses pasados en la prensa, expresando así lo que para ellas rozaba lo sublime).

Por eso, en el fondo, el Athletic no es sino la foralidad tradicional con pantalón corto

Los que hemos tolerado que el presidente del Club, buen bodeguero eso sí, negara un mísero minuto de silencio por las víctimas, "porque no había que introducir la división en las gradas". Y es que la cohesión del rebaño se sitúa, para los bilbaínos, por encima de la solidaridad con el sufrimiento o de la protesta por la violencia terrorista. Los que hemos contemplado cómo el dinero público de nuestros impuestos se dedica con prodigalidad a financiar al equipo, a construirle un nuevo estadio y a pagar los sueldos exorbitantes de esa nueva casta de paladines de la Villa. Los que hemos constatado con asombro que ni uno solo de nuestros parlamentarios, concejales, junteros y demás fauna política (ni siquiera los "rojos cristianos" del Ayuntamiento) se atreviera a alzar su voz para cuestionar esa singular malversación del dinero público (salvemos a Rafa Iturriaga como insólita excepción). Tal era su temor a quedar marcados ante la opinión. Pues aquí somos una sociedad moderna y se puede criticar todo lo divino y humano, faltaría más, ... salvo al Athletic.

Esos otros bilbaínos, sin duda una rama torcida y podrida de la Villa, lo hemos aguantado casi todo. Pero lo que finalmente nos ha sublevado a algunos es lo de la filosofía, lo de devaluar el pensamiento utilizando su nombre para designar lo que no es sino patanería pueblerina. Así que nos desquitamos pensando, que es lo único que nos queda.

¿Qué es todo esto? Pues, probablemente, el Athletic no es sino un caso de religión sustitutiva, por otro lado bastante lógico en una sociedad que experimentó un brusco declive de sus formas tradicionales de práctica religiosa. En el Athletic encuentran muchos bilbaínos la dimensión sagrada (das heilige) que ha desaparecido de su vida. Gracias a la demarcación de un campo de la experiencia como algo que está más allá de lo ordinario y del que nace un sentimiento de sublimación salvífica (cuando va bien) o de penitencia transitoria (cuando va mal), consiguen iluminar y dotar de un sentido trascendente a lo cotidiano, a la árida semana de los lunes. Esa sacralidad cuenta con sus sacerdotes, sus profetas catódicos y, sobre todo, posee un tabú, que no es sino la regla de inclusión: la raya del sólo los de aquí, que liga a la tierra y sólo a la tierra la capacidad de generación de gracia o maná.

Ni que decir tiene que, como ya advertía Durkheim, a través de esta religión y de este tabú lo que hace la tribu es adorarse a sí misma ("el Dios de la tribu no puede ser finalmente sino la tribu misma"). Lo que expresa inconscientemente el aficionado del Athletic es su éxtasis ante el suelo del que supuestamente venimos todos. Recrea, sin saberlo, uno de los mitos primordiales indoeuropeos, el de la terrigeneidad de los seres humanos (Jean-Pierre Vernant), así como las variantes más locales del mismo que se han ido entretejiendo aquí en los últimos siglos. Es decir, la hidalguía universal. Si en Vizcaya todos éramos hidalgos era porque Vizcaya era en sí misma un solar.

Naturalmente que esta ideología respondió a unas muy concretas finalidades sociales y económica en el antiguo régimen hispano, algo que hoy no subsiste. Pero la fuerza del mito sobrevive a su función concreta (como muy bien sabía Platón al recomendar usarlo como "noble mentira" para cohesionar a los ciudadanos), y se ha reencarnado hoy en un ersatz más adecuado a los tiempos: un equipo de fútbol. Esteban de Garibay, aún siendo guipuzcoano y del antiguo régimen, es lo que mejor hubiera comprendido de nuestra época: sólo los de aquí pueden ser paladines en las lizas. Y es que este sentimiento bruto primordial del bizkaitarrismo, que los de aquí somos una excepción a la humanidad común, brota por donde menos se lo espera, pues rompe con facilidad la débil corteza de una racionalidad insuficiente. Por eso, en el fondo, el Athletic no es sino la foralidad tradicional con pantalón corto.

José María Ruiz Soroa es abogado.

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