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Columna
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Parodiando a Ravel

El sentido de la ironía está menos extendido de lo que se proclama. Todo el mundo quiere ser o parecer irónico, una vez en la vida. Hay quien lo consigue, a fuerza de ser patético, o peripatético. Hay quien sólo logra ser gracioso en el alba, o en la alborada, se entiende. La ironía es un juego de espejos que se repite hasta la saciedad o hasta el infinito. El escritor Cabrera Infante, maestro en el difícil arte de la palabra, tituló uno de sus libros emblemáticos La Habana para un infante difunto. Tenía en la mente, por supuesto, Pavane pour une infante défunte, obra de Maurice Ravel, que es, a su vez, parodia de la pavana de Fauré, de quien se reía, un poquito sólo, el músico nacido en Ziburu, y bastante más de su maestro Debussy. La obra estaba dedicada a la princesa de Polignac, de nombre Winnaretta Singer, cuya familia fabricaba máquinas de coser, artilugios de música doméstica y hogareña. Este año se cumplirán setenta años de su muerte en Monfort-L'Amaury, localidad hoy más cercana a París que entonces, como todo.

En todo humorista vive agazapado un niño travieso; en todo humanista, un adulto que no cabe en él y se escapa por las junturas
Para Ravel la música tenía los mismos secretos que un juguete, estaba dotada de un mecanismo que producía un efecto u otro

Igor Stravinsky, amigo íntimo, decía de él que poseía la minuciosidad un tanto mecánica del relojero suizo. No es que los relojes suizos gocen de excelsa fama, fuera del gremio de árbitros y aparcacoches. En la película El tercer hombre dice Harry Lime (Orson Welles) a Holly Martins (Joseph Cotten): "En Italia, en 30 años de dominación de los Borgia hubo guerras, terror, sangre y muerte, pero surgieron Miguel Ángel, Leonardo da Vinci y el Renacimiento. En Suiza tras 500 años de paz y fraternidad, ¿qué obtuvieron?" El reloj de cuco, claro. El padre de Maurice era ingeniero suizo, experto en ferrocarriles y en juguetes mecánicos, que vino al país y se casó con una joven vasca de Donibane Loitzune. Le transmitió al hijo la afición por lo pequeño, por lo accesible y minucioso, por lo preciso y perfecto, por esos artilugios que funcionan y nadie sabe cómo, excepto el fabricante, a veces, o el técnico chapucillas. Cuenta Hélène Jourdan, amiga e intérprete de su música, musa asimismo, que uno de los objetos que más admiraba Ravel era una caja mecánica sobre la que se posaba un ruiseñor, que cantaba una canción hermosa. El pianista Ricardo Viñes recuerda que solía traerle a su madre miniaturas de jardines japoneses conteniendo robles enanos. Añade que "poseían tanta fuerza y violencia que si uno los observaba con largavistas de teatro parecían gigantes". Él mismo, visto desde las anteojeras de su música, era un gigante, un fauno, un titán.

Le gustaban los gatos y los niños. En su obra L?Enfant et les sortilèges hay un pasaje que consiste en un dueto entre micifuces. En todo humorista vive agazapado un niño travieso; en todo humanista, un adulto que no cabe en él y que se escapa por todas las junturas. Ravel era Rabelais, en cierto modo. Tuvo fama de sibarita y de consumado gourmet. Vestía como un dandy de la época, tenía debilidad por las corbatas y el simple acto de elegir alguna suponía para él una tarea ardua, como también lo era para Stravinsky. Jean Echenoz en su novela Ravel, que se ha publicado recientemente, escribe sobre un hombre obsesionado por corbatas, toallas, batines, zapatos y pijamas, preocupado y superado por todo ese mundo cotidiano y minucioso, que no se rige por las leyes de la mecánica o de la física, sino por las de la moda o por las de la mera y necia necesidad. Echenoz, como otros muchos escritores, prefiere las vidas reales a las ficticias, aunque quepa preguntarse qué diferencia hay entre la realidad y la ficción una vez que el escritor o la memoria han pasado por encima, como el caballo de Atila, a veces, como el de don Quijote, otras. Un día, la pianista Marguerite Long insistió a Maurice en que debería casarse porque, según ella, nadie entendía mejor a los niños. "Abandona tu vida de ermitaño y forma un hogar", le ordenó. Y Ravel respondió: "El amor nunca se eleva por encima de lo licencioso".

Quien tiene alma de marinero se embarca y marcha buscando otros mares, otros puertos, otros horizontes. Quien tiene alma de niño se esconde bajo diversas máscaras, más o menos caras, entre ellas la de clown, payaso, titiritero o arlequín. Quien tiene alma de músico ensaya todas los sonidos que tiene a su alcance, hasta que encuentra el que más le conviene. Para Ravel la música tenía los mismos secretos que un juguete, estaba dotada de un mecanismo que, engrasado o no por algún fluido sonoro, producía un efecto u otro. Cuenta Alma Mahler que un buen día llevó a su amigo Maurice a escuchar un concierto de Schönberg y que a la salida le afirmó que aquello que había escuchado no era música, sino algo surgido de un laboratorio.

Como ejemplo de parodia paradójica tenemos la historia del Bolero, la obra más famosa de Ravel. En principio iba el músico a orquestar unos números de Iberia, de Albéniz, para la bailarina Ida Rubinstein. Joaquín Nin, músico y padre de Anaïs Nin, le avisó a tiempo de que los derechos de ejecución de la obra estaban en poder del compositor Enrique Arbós, que tiene calle en la ciudad de San Sebastián, donde murió. Al no poder interpretar a Albéniz, Ravel parodió aquellos pasajes que tanto le gustaban y creó o parió el bolero más famoso del mundo. Al músico Arthur Honegger le confesó lo siguiente: "Escribí sólo una obra maestra, el Bolero. Pero desgraciadamente no hay música en ella". Haya música o no, algo que es discutible, esa obra conecta a la perfección con ese mundo oculto que guardamos desde la infancia, ese mundo de sueños y deseos, de miedos y fobias, de fantasías y juegos.

El bolero de Ravel ha sido interpretado y parodiado por muchísima gente. Hay un bolero de Luzbel, y otro de Jezabel, e incluso alguno de Isabel, y creo que hubo un bolero en Babel, junto a un velero. Cantinflas, un gran humorista, lo convirtió en El Bolero de Raquel. Ya se sabe, quien parodia a un parodista, tendrá la bendición de los periodistas y fama eterna, quizás.

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