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Columna
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¡Hola!

Llegas a la puerta del ascensor, encuentras a dos tipos que aguardan la arribada del artefacto, y como no hay razón para que sigan dándote la espalda, te dices a ti mismo que el hombre es ser social, que ha ideado a lo largo de la historia innumerables formas de cooperación y que intenta, mal que bien, extirpar la violencia mediante vínculos de confianza recíproca. Con lo cual, y más allá de lo que puedan decir o no decir, y escribir o no escribir, antropólogos, psicólogos, sociólogos y juristas, y aunque los miembros de tu especie que esperan el ascensor siguen dándote la espalda, aclaras la garganta y, con tono animoso y solidario, profieres lo siguiente: ¡hola!

De pronto todo enmudece, las leyes físicas y químicas que gobiernan el planeta se suspenden un momento y acaso, como en el célebre cuento de Borges, el tiempo se detiene y Jaromir Hladík, el condenado a muerte, comprueba cómo el vuelo de una mosca se detiene en el aire. Porque, en efecto, nadie ha respondido a tu saludo. Estás en Euskal Herria: dices hola a un desconocido y a este no se le ocurre otra cosa que reproducir la bíblica estampa de la mujer de Lot, a modo de estatua de sal. Sientes un horrible sentimiento de vergüenza, y te dices: Dios mío, ¿y ahora qué? ¿Cuál debe ser la siguiente acción que emprenda? ¿Cuál la siguiente palabra que pronuncie en el ascensor ante estos, mis congéneres, que me han dejado con la palabra en la boca? Parece que aquí no se saluda si no te han presentado, y como tampoco se presenta aquí a cualquiera, la urbe vasca es una colección de rostros inhóspitos y hostiles, que pasan poseídos por un inenarrable complejo de vergüenza, complejo que les impide, ora saludar en la escalera, ora entrar en trato carnal.

De nada han servido dos siglos de intenso mestizaje, toneladas cúbicas de sangre española trasladada a nuestras venas, mediante la motobomba de la historia. El pueblo castellano tiene fama de estricto, poco dado a las efusiones mediterráneas, de modo que la trasfusión sólo ha servido para apuntalar nuestra rudeza, esa que se descubre también en cualquier cafetería cuando entras diciendo ¡hola!, y el tipo de la barra se te queda mirando como si meditara asesinarte o sólo partirte la cara. Sí, de hoscos que somos, basta que una chica latinoamericana te diga "Hooola, mi amooor", para que pienses, entre ofendido y esperanzado: "Me está buscando, me está buscando y... maldita sea, me va a encontrar". Absurda elucubración porque ella, sencillamente, sólo quería agradar, pulsión que nosotros desconocemos.

Este artículo es antropología propia del National Geographic: te acercas al ascensor, y hay dos vascos, y dices ¡hola!, y nadie dice nada, por si acaso. Suerte que casi no nos reproducimos. Heredará esta tierra otra gente. Y aunque no hay razones para conjeturar que sean mejores que nosotros, sí podemos asegurar otra cosa: serán mucho más amables.

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