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Tribuna:LA CUARTA PÁGINA
Tribuna
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Lo que trajo el ocaso de las ideologías

El problema sobreviene cuando la gente se emociona más ante los colores de su equipo de fútbol que ante el sufrimiento ajeno. Y es aquí donde, por desgracia, parece que ya estamos

Manuel Cruz

En otro momento histórico, no demasiado lejano, espectáculos como los que tuvieron lugar el pasado mes de julio, con afamados futbolistas convocando multitudes ante el anuncio de su mera presentación como nuevos jugadores de un determinado club, hubiera provocado una catarata de críticas, prácticamente todas construidas sobre el mismo argumento. Tales espectáculos, se hubiera denunciado, constituían la manifestación descarnada de la eficacia de los instrumentos de alienación de nuestra sociedad, que provocan que los individuos aparten su atención de las dimensiones de su vida realmente importantes y las sustituyan por una existencia imaginaria que satisface, también de manera imaginaria, todas aquellas aspiraciones, sueños y anhelos que el mundo real no hace otra cosa que frustrar.

Ya nadie critica el espectáculo de futbolistas convocando multitudes en su mera presentación
La aparente y enfática afirmación del individuo encubriría su reducción a mero consumidor

Pero este argumento -¡ay!- se apoyaba en una categoría que entró en crisis (desde el punto de vista de su influencia) junto con el pensamiento marxista, a cuya matriz discursiva pertenecía. Me refiero a la categoría de ideología. En efecto, si algo se reitera hoy por doquier es precisamente que lo más característico de nuestra época en materia de ideas es precisamente el final de las ideologías. El concepto de ideología designa, en realidad, dos acepciones diferentes. Por un lado, lo utilizamos, en el sentido menos riguroso, para designar un conjunto de ideales (es el caso de cuando nos servimos de expresiones como "la ideología comunista", "la ideología liberal", "la ideología anarquista", etcétera), pero también, por otro, nos servimos de él para designar el mecanismo de un engaño social organizado, consecuencia de la opacidad estructural del modo de producción capitalista.

Pues bien, el ocaso de este segundo uso posibilita un meta-engaño, a saber, el de la transparencia de nuestra sociedad. Desactivado el mecanismo de la sospecha -como mucho sustituida por la metafísica del secreto, característica de las concepciones conspirativas de la historia- pueden circular, sin restricción alguna, cualesquiera discursos mistificadores o incluso intoxicadores. Tal vez el caso más flagrante, por la difusión que está obteniendo, sea el de los discursos de la autoayuda. En su libro On Anxiety, la socióloga eslovena Renata Salecl ha hecho sugestivas indicaciones sobre la señalada cuestión y, más en general, sobre ese modelo de vida, cada vez más difundido en nuestros días, según el cual uno debe gestionar la propia existencia con los mismos criterios con los que gestionaría su empresa (si la tuviera). Conviene subrayar que lo más relevante del texto no es tanto la premisa, sobradamente conocida (ya en su obra, de 1974, Anarchy, State and Utopia, Nozick había escrito aquello de que "toda persona es una empresa en miniatura"), como la consecuencia que de ella extrae: asumirnos como dueños de nuestra propia empresa vital en un mundo como éste (en el que los individuos han perdido la posibilidad de incidir en el desarrollo social y político de la sociedad en la que viven) acaba siendo fuente inexorable de ansiedad y frustración.

Pero el ocaso de las ideologías en el segundo sentido -el de mecanismo de ocultación de la verdadera naturaleza de nuestra realidad- también ha generado otros efectos, de diferente tipo. Cuando se da por supuesta la transparencia, la inmediatez entre conocimiento y mundo, desaparece la crítica en tanto que instancia tutelar, articuladora -conformadora- de la sospecha. Si se generaliza la afirmación de que las cosas son tal y como aparecen, de que la realidad no esconde su signo, desaparece la posibilidad de apelar críticamente a la hora de explicar lo que pasa a presuntas instancias (como la estructura profunda de la sociedad capitalista) que desarrollarían su actividad desde la sombra.

Este proceso afecta directamente a la percepción que los individuos tienden a tener de sí mismos. Porque es en el interior de este marco donde se inscribe la deriva -asimismo lábil- que están siguiendo las actuales formas de la subjetividad o, si se prefiere, las configuraciones actuales de la individualidad. Es cierto que hoy asistimos a crecientes demandas de singularidades subjetivas o de autonomía (por ejemplo, en el ámbito de los derechos civiles), pero no es menos cierto que, como han señalado, entre otros, Deleuze-Guattari, se está produciendo una reterritorializacion conservadora de los deseos a favor del beneficio comercial, de tal forma que la aparente y enfática afirmación del individualismo como la norma indiscutiblemente deseable, encubriría la operación de reducir a dicho individuo a mero consumidor, y su mundo de objetos, a nombres de marcas y a logotipos. Se llevaría a cabo de esta forma una reformulación del cogito cartesiano en los nuevos términos de un "compro, luego existo".

A la vista de esto último tenemos derecho a sospechar hasta qué punto aquellas demandas de singularidades subjetivas o de autonomía tienen mucho (no todo, obviamente) de inducidas, esto es, en qué medida son la forma actual, siempre provisoria, de un constructo. Un constructo que, a la luz de las premisas acerca del presente que acabamos de dibujar a grandes trazos, no podrá aspirar a adornarse con algunas de las determinaciones con las que se adornaban sus precursores. Difícilmente, en nuestras circunstancias, podrá reivindicarse forma alguna de subjetividad unitaria, compacta, inequívoca (del tipo persona humana de hace no tanto). Es probable que lleven razón quienes, como Rosi Braidotti (Transposiciones), consideran que estamos abocados a una visión nómada, dispersa, fragmentada que, sin embargo, sea funcional, coherente y responsable, principalmente porque está encarnada y corporizada (y a este último hecho no en vano se le está concediendo una enorme importancia en la reflexión filosófico-política de los últimos años, aunque hay que puntualizar que, algunas décadas antes de la generalización de los discursos acerca de la biopolítica, el Merleau-Ponty de la Fenomenología de la percepción ya enfatizaba la importancia de la facticidad corporal, del a priori carnal, por utilizar su propia expresión).

Si no estuviéramos demasiado atenazados por las palabras (o, peor aún, por los rótulos), acaso lo propio fuera referirse a este sujeto como un sujeto posmoderno o, tal vez mejor, como el único sujeto posible en una época posmoderna. Un sujeto que, a pesar de la creciente evidencia de un universo poshumano de despiadadas relaciones de poder intermediadas por la tecnología, aún mantiene sus expectativas humanistas de decencia, justicia y dignidad. Pero que también ha alcanzado el grado de lucidez y consciencia suficientes como para no hacerse grandes ilusiones acerca del futuro de sus propias expectativas.

En efecto, perdida la eficacia social de las viejas maquinarias productoras de sentido, ahora declaradas de todo punto obsoletas, lo que queda de crítica a menudo da palos de ciego. Refiriéndose a buena parte de la intelectualidad mexicana, el antropólogo de origen catalán Roger Bartra ha hecho unas agudas observaciones, sin duda ampliables más allá de aquellas fronteras, y por completo pertinentes a los efectos de lo que estamos comentando. Tras la caída del muro de Berlín, ha señalado, dicha intelectualidad, huérfana de los viejos dogmas, en vez de aportar nuevas ideas para entender el mundo, desarrolló una sensiblería, un entramado de emociones. Si el marxismo en sus diversas variantes se había revelado inservible para entender el mundo, continuaba la argumentación, se recurría al amor por los agraviados o desposeídos para justificar tanto las carencias ideológicas como la ausencia de políticas realmente avanzadas. A este entramado de pasiones y sentimientos Bartra lo denominaba, en formulación ciertamente brillante, pobretología (por cierto: pobret significa en catalán pobrecillo).

Es como si de lo que se tratara fuera de algo parecido a esto: ya que se nos han desvanecido las formas heredadas de (dar) sentido, necesitamos de forma perentoria encontrar nuevos sectores cuyo sufrimiento nos permita re-identificarnos a través de la única solidaridad hoy al alcance de la mano, a saber, la basada en la mera emoción, en la simple identificación sensible. Si por lo menos ése fuera un lugar firme, tal vez podríamos consolarnos pensando que es el mal menor. El problema sobreviene cuando la gente se emociona más ante los colores de su equipo que ante el sufrimiento ajeno. Y es aquí donde, por desgracia, parece que ya estamos.

Manuel Cruz es catedrático de Filosofía en la Universidad de Barcelona y director de la revista Barcelona Metropolis.

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