Antes de que todo ocurriera
Por alguna razón misteriosa hay películas que gustan al día siguiente, cuando el espectador las ha dormido. Suele ocurrir con aquellas que nos trastornan el ánimo. La comedia, en cambio, provoca una respuesta inmediata: la risa. Nada mejor que vivir la comedia en un cine hasta la bandera, porque aunque se pueda disfrutar de un chiste en solitario, el eco de la propia risa siempre produce un efecto desangelado. Nos hace la soledad más evidente. La comedia es un género que vive mejor en el presente que cuando se recuerda; lo trágico requiere una asimilación más lenta. Y luego están esas otras películas desazonantes que se comienzan a entender al día siguiente, una vez que el sueño nos ha ayudado a digerirlas. Son películas con efectos secundarios que se avivan con el recuerdo. Eso ocurre con The white ribbon, la película de Michael Haneke. No es una sensación que le esté descubriendo a nadie, porque en las reseñas que llevo leídas de esta rara película y en los comentarios que sobre ella me hacían amigos se desprende una sensación general de inquietud. Es una película que no se te acaba con los títulos de crédito: te sume en el desconcierto; necesita ser comentada para entenderla más, te crea la sensación de que te has perdido muchos detalles y la certeza de que acabarás alquilándola para verla en casa. Eso sí, jamás vería esta película sola: me moriría de miedo. La historia nos sitúa en las vísperas de la Primera Guerra Mundial en un pueblo del norte de Alemania. El narrador de esta fábula, el maestro de escuela, narra cuando ya es anciano una serie de hechos violentos que se desataron en ese pueblo de apariencia plácida. Nos advierte de que lo que va a contar tiene que ver con los "hechos" que ocurrieron más tarde. Lo que ocurrió después lo sabe el espectador: la Primera Guerra, la Segunda, el exterminio nazi, los años, en definitiva, más violentos del siglo XX. Dada la edad que tiene el narrador cuando suceden los hechos, treinta y un años, podemos deducir que nos está hablando desde una vejez que le sitúa en la década de los cincuenta, cuando sobre los alemanes pesa la responsabilidad por acción u omisión de una crueldad de tal alcance que convierte en cómplice de ella a todo un pueblo. El ambiente de esa pequeña aldea, retratada en un poderoso blanco y negro que sugiere con turbadora belleza el horror, es opresivo y cruel, sobre todo con los niños, a los que se educa en el miedo, en el castigo físico o en el abuso. Y esos niños, obedientes a las enseñanzas de sus padres, como todos los niños, aprenden a castigar a los demás tal y como a ellos se les ha enseñado; no aplican un castigo indiscriminado sino que eligen a quienes creen que, por una razón u otra, no son puros ni dignos. ¿Es ésta la base de la crueldad que se desató en la Alemania nazi? La película no da respuestas, al contrario, te abandona con la mente poblada de preguntas: ¿qué es lo que provoca la maldad colectiva?, ¿una cultura, una religión, la educación? Y una cuestión aún más complicada: ¿cómo es posible que en ambientes de violencia tan soterrada nazca de pronto un espíritu noble y bueno que sea capaz de ver lo que otros no ven? El maestro de la historia es el observador de esa maldad, pero finalmente, se inhibe. No puede o no quiere hacer nada para que la justicia castigue a los culpables. ¿Es ésta también una alusión a todas aquellas personas que siendo conscientes de la maldad ajena se encogen de hombros y acaban fingiendo que no ven? A la inquietud que provoca la película (de la que aún no me he repuesto a la mañana siguiente) se han sumado algunos estudiosos de los orígenes de la Alemania nazi. Más que ver en ella los indicios de la dictadura de Hitler en concreto, dicen, la entienden como el ejemplo fabulado de cualquier sociedad que, adiestrada en el castigo, la delación y la desconfianza, encuentra al fin un enemigo común al que despedazar y siente cierto alivio con la llegada de una guerra; como si la guerra fuera la promesa de una violencia justificada y colectiva que supone una corriente de aire fresco. El director, Michael Haneke, no está por la labor de despejarnos dudas. Su deseo es que cada espectador le dé su propio sentido moral a lo que ha visto. Yo salí del cine sin palabras. Cuando llegué a casa no sabía muy bien contarla. Las imágenes en blanco y negro, trataba de explicar, son tan precisas e inquietantes como los daguerrotipos, no es un pasado en sepia, sino la imagen de los aparecidos, de unos fantasmas que repiten su historia delante de tus ojos. No se puede contar, hay que verla. Hay que ver a esos actores, en especial a esos niños actores que no parecen actuar sino vivir. Rumio esta fábula sobre la violencia en el mismo día en que se recuerda a las víctimas del Holocausto y esos dos recuerdos me traen otro, uno pequeño y revelador, algo que contaba el novelista Albert Cohen sobre cómo vivió en primera persona la gestación del ambiente que propició en Europa el nazismo. Siendo niño, en Marsella, se detuvo un día a escuchar con fascinación a un charlatán callejero; el vendedor le sacó de su arrobo infantil gritándole: ¡cerdo judío! "Fue un progrom pequeñito, ironizaba Cohen, pero luego los mejorarían mucho".
'The white ribbon', la película de Haneke, es desazonante. Es de esas que necesitan una noche de sueño para digerirlas
¿Qué es lo que puede provocar la maldad colectiva? ¿Una cultura, una religión, la educación?
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