La risa del terror
Olabarrieta y Arzallus, los dos etarras acusados de atentar contra la vida de Eduardo Madina, se reían cuando la víctima relataba los hechos. Reírse del dolor ajeno pone en duda la superioridad de la especie humana. La razón de la risa la daba recientemente un ex militante del IRA, Pat Magee, que apareció por Madrid junto a la hija de una de sus víctimas: "Soy consciente de que mi humanidad ha descendido por haber destruido una vida humana". No se mata impunemente a un ser humano. Lo sabía Himmler, por eso educaba a los cachorros nazis en el asesinato y así matar en ellos los siempre peligrosos sentimientos humanos. Jorge Luis Borges, que tanto empeño puso en analizar la barbarie hitleriana, lo dejó genialmente recogido en el relato Deutsches Requiem. Habla de un oficial nazi que explica antes de morir por qué tenía que matar a inocentes: "Para matar la compasión que empezaba a renacer en mí", dice a modo de justificación.
Esa deshumanización explica que el sufrimiento humano no pueda ser leído como un grito de protesta o de socorro, sino como el envés de una acción heroica, la de poner una bomba en el coche de un confiado ciudadano. El culto a la violencia que los etarras comparten con los suyos invisibiliza el sufrimiento que causan en nombre de la causa que defienden. El prestigio de la violencia, piensan, les coloca en una posición de superioridad sobre la víctima, les garantiza la estima del entorno y es el gran argumento a la hora de negociar con el Estado. Ellos saben, en efecto, que nada preocupa tanto a los responsables políticos como la amenaza de la vida. Los pistoleros especulan con lo feliz que se sentirán los vivos al saber que dejen de ser potenciales muertos. En ese momento, calculan, se olvidarán de toda la violencia sufrida.
Este cálculo que pudo funcionar en anteriores treguas, ya no vale. Las reglas de juego han cambiado mientras los etarras andaban por el monte pegando tiros. La vida de los vivos ha dejado de ser el valor absoluto. El dejar de matar no es la esponja que borre los asesinatos pasados y hacer de sus autores bienvenidos compañeros de mesa. Todo eso está cambiando porque junto a los protagonistas habituales -ETA y Estado- ha aparecido inesperadamente un tercero que siempre había estado presente pero que hasta ahora era invisible: las víctimas. Siempre habían estado ahí porque la historia de ETA es la de sus víctimas, pero eran invisibles porque había un consenso tácito en considerar privado su dolor, algo pues que no debía interferir en la solución del conflicto. Zapatero no puede hacer lo que hubieran hecho hace diez o veinte años Aznar o Felipe.
Eso es lo que está cambiando aquí y en cualquier sitio. Las víctimas han dejado de ser espectros para convertirse en sujetos con los que hay que contar. Las víctimas de Auschwitz han forzado el reconocimiento de un deber de memoria que obliga a repensar la política, la moral y hasta el concepto de verdad teniendo en cuenta la barbarie del Holocausto; los descendientes de esclavos han logrado en Francia que la esclavitud sea tratada como un crimen contra la humanidad y que se repiense la famosa conciencia republicana francesa teniendo en cuenta su cohabitación con prácticas esclavistas; las víctimas de las dictaduras de Chile o Argentina se han llevado por delante amnistías o leyes de punto final que las dejaban abandonadas a su suerte. El abandono de las armas ya no es un billete con el que comprar olvido o pasar página.
La visibilidad de las víctimas es una exigencia de justicia. Y esto no significa necesariamente endurecer las penas, sino reparar los daños que se les ha hecho. Éste es un punto capital que puede resultar incómodo a quien identifique justicia con castigo. Si hacer justicia consiste en reparar los daños, hay que detenerse en los daños causados a las víctimas. Son de tres órdenes. Hay, en primer lugar, un daño personal en el fondo irreparable si pensamos en la muerte producida, en las mutilaciones, en las torturas o en las limitaciones de una vida libre.Hay, en segundo lugar, un daño político: quien está en el punto de mira de la pistola etarra es alguien que no sirve para la comunidad política con la que están soñando. Al ser superfluos y estar de más se les está negando la ciudadanía, es decir, el derecho a pertenecer a ese "pueblo vasco" en cuyo nombre matan. Y hay un tercer daño que podríamos llamar social pues afecta a la sociedad vasca. Ese daño social consiste, por un lado, en la fractura de la sociedad entre quienes lloran los muertos y quienes infligen dolor; y, por otro, en el empobrecimiento de esa misma sociedad, pues con la violencia terrorista se ve privada del que mata, que pasa a ser un perseguido por la ley, y del que muere o es sencillamente atemorizado.
Hacer justicia en esas circunstancias implica, en primer lugar, reparación de lo reparable dentro de lo irreparable. En segundo lugar, reconocimiento de la ciudadanía de la víctima; no hay ya pueblo vasco que valga que no pase por el reconocimiento político de que sin esos excluidos no hay sujeto político vasco. Y, finalmente, frente al empobrecimiento y fractura social, abrir un difícil proceso de reconciliación cuya suerte depende de que se reintegre a la víctima y se recupere al verdugo.
La propuesta de reconciliación puede parecer un abuso. En Chile y Argentina se produjeron "reconciliaciones nacionales" que sólo fueron tapaderas de la impunidad o cierres en falso en nombre de tópicos tales como "todos fuimos culpables". Pero hay que hablar de reconciliación social como horizonte de la justicia siempre y cuando el que mata llegue a experimentar en su propia carne, como decía Jean Améry de su torturador, que "ojalá aquello no hubiera ocurrido". La elaboración por parte del victimario de su culpa es la condición de ese gesto fundamental, gratuito, que no gratis, de la reconciliación que es el perdón. Ahora que estamos en el centenario del nacimiento de Hanna Arendt, bueno es recordar su osada teoría del perdón según la cual quien mata queda atado de por vida a la culpabilidad de su acción; de ella sólo le libera el perdón de la víctima, una decisión gratuita, es decir, no exigible, pero no gratis, pues presupone el remordimiento (la conciencia de saberse atado de por vida a la culpa, sin expiación posible) y tiene por consecuencia la transformación de la culpabilidad en responsabilidad (la responsabilidad de implicarse en una política sin violencia).
La novedad del papel de la víctima viene de la mano de una reflexión tan elemental como demoledora: si basta dejar de matar para que el crimen se olvide, ¿qué impide que el crimen se repita si al final basta cesar de matar para que el pasado se disuelva? Hemos entendido que sólo cabe una política sin violencia si nos tomamos muy en serio la violencia ocurrida. Eso no tiene por qué traducirse en más castigo, sino en más justicia, en mayor atención al daño hecho a las víctimas y al daño que se hacen a sí mismos los victimarios. La centralidad de la víctima puede ser negada por una salida que supusiera pasar página o por quienes la reducen a castigo del culpable y todo lo cifran en acabar policialmente con ETA. En cualquiera de esos casos seguiría pendiente lo fundamental, a saber, enfrentarse a las injusticias cometidas. La violencia etarra ha conseguido complicar los problemas políticos del País Vasco al cambiar su naturaleza. Lo que en un principio eran problemas políticos son ahora atentados contra la humanidad, la de las víctimas y la de los victimarios. Ésa es la ganancia del terror y ése es el problema nuestro.
Reyes Mate es autor del informe Justicia de las víctimas y reconciliación en el País Vasco, publicado por la Fundación Alternativas.
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