Por qué renuncia Alemania a la energía nuclear
Las nucleares privatizan los beneficios y socializan los peligros. Si sus empresas estuvieran obligadas a suscribir pólizas de seguros por el riesgo que generan, se acabaría el cuento de la electricidad nuclear barata
Os habéis quedado solos, afirma el ecologista estadounidense Stewart Brandt, con referencia a los planes de Alemania de abandonar la energía nuclear. Y añade: Alemania actúa de forma irresponsable. No podemos renunciar a la energía nuclear por razones económicas y por la amenaza de los gases de efecto invernadero.
Sería absurdo suponer que Alemania, al decidir dar un vuelco a su política energética, se despide del concepto europeo de modernidad y se adentra en las oscuras y boscosas raíces de su historia intelectual. No es la irracionalidad alemana la que ha ganado, sino la fe en la capacidad de aprendizaje y creatividad de la modernidad en el trato con los peligros de los que ella misma es responsable.
Es irracional respaldar esta energía tras Fukushima. Lo seguro es que habrá otro accidente en alguna central
Es la economía, estúpido. La nuclear solo puede ser cada vez más cara; las renovables, más baratas
Los adalides de la energía nuclear basan su juicio en un concepto de riesgo inmune a la experiencia, que, irreflexivamente, confunde la era de la industrialización temprana con la era atómica. La racionalidad de los riesgos parte del supuesto de que puede darse el peor caso concebible y de que debemos tomar medidas cautelares frente a él. Por ejemplo, si se nos incendia la techumbre, vienen los bomberos, el seguro nos resarce, se han tomado medidas para la eventual asistencia sanitaria, etcétera. Trasladado a los riesgos de la energía nuclear, eso querría decir: incluso en el peor de los casos, nuestro uranio solo emite radiación durante unas pocas horas, no durante miles de años; tampoco es necesario evacuar la población de una gran urbe cercana. Eso, naturalmente, es absurdo. Quien después de Chernóbil y Fukushima siga afirmando que las nucleares -francesas, británicas, estadounidenses, chinas, etcétera- son seguras, ignora que, empíricamente, hay que extraer la consecuencia exactamente opuesta: solo una cosa es segura, el próximo accidente nuclear a gran escala.
Quien asegure que en las grandes instalaciones técnicas no puede haber un riesgo nulo (lo que es cierto) y saque de ahí la conclusión de que los riesgos de la utilización limpia del carbón, la biomasa, la energía hidráulica, el viento y el sol, por un lado, y el de la energía nuclear, por otro, son, aunque diferentes, comparables, intenta escamotearnos el hecho de que sabemos con toda exactitud qué ocurre cuando se funde el núcleo de un reactor. Sabemos durante cuánto tiempo existirán emisiones radiactivas, qué hacen el cesio y el yodo con las personas y con el ambiente y cuántas generaciones sufrirán en el caso de que suceda lo peor. Sabemos también que estas dimensiones no son equiparables a las consecuencias temporales, espaciales y socialmente delimitadas de las energías alternativas y renovables.
¿Y qué decir de los seguros? Curiosamente, en el imperio de la libre economía de mercado, es decir, precisamente en Estados Unidos, la energía nuclear fue la primera industria de socialismo estatal... al menos en lo tocante a los costes de los errores. Los beneficios acaban en bolsillos privados, los riesgos se socializan, es decir, se derivan a las generaciones futuras y a los contribuyentes. Sin embargo, si la legislación obligara a que las empresas de energía nuclear suscribieran pólizas por el riesgo que generan, eso supondría el fin del cuento de la electricidad nuclear barata. El concepto de riesgo del siglo XIX aplicado a la energía nuclear de comienzos del XXI es una categoría zombi, una categoría que nos hace ciegos a la realidad en la que vivimos. No solo no es irracional el abandono de la energía nuclear: lo que es irracional es seguir respaldándola después de Fukushima, ya que se basa en un concepto anticuado de riesgo que se inmuniza contra la experiencia histórica.
Ninguna otra nación industrial se ha embarcado en un abandono tan rápido de la energía nuclear como Alemania. ¿Estamos ante un acceso de pánico exagerado? No. No es el "miedo alemán". ¡Es la economía, estúpido! La energía nuclear se hará más onerosa a la larga; la renovable, más barata. A los alemanes lo que les impulsa es un miedo astuto. Olfatean las oportunidades económicas del mercado mundial del futuro. En alemán, el vuelco energético es sinónimo de empleo. Un cínico podría decir: dejemos que los demás sigan en su orgullosa falta de miedo; eso termina resultando en estancamiento económico e inversiones fallidas. Los paladines de la energía nuclear se ciegan el camino hacia los mercados del futuro, al no invertir en la alternativa de los productos que ahorran energía y en las energías renovables, como tampoco en universidades, carreras profesionales e institutos de investigación "verdes".
A comienzos del siglo XXI, la situación es comparable a la de otras rupturas históricas en materia de abastecimiento de energía. Imaginemos que hace 250 años, en el arranque de la primera revolución industrial, la gente hubiera desoído el consejo de invertir en carbón y acero, máquinas de vapor, telares mecánicos y ferrocarriles. O que, hace 50 años, se hubiera despreciado, como muestra del "miedo americano", la súbita inversión de los estadounidenses en microprocesadores, ordenadores, Internet y los nuevos mercados que inauguraron esas tecnologías de comunicación. Hoy estamos ante un momento histórico similar. Quien abriera a la explotación a través de la energía solar siquiera una parte de los desiertos podría cubrir la demanda energética de toda la civilización. Nadie puede apropiarse de la luz del sol, nadie puede privatizarla o nacionalizarla. Cualquiera puede explotar y beneficiarse por sí solo de esa fuente de energía. Algunos de los países más pobres de la Tierra son "ricos en sol".
La energía nuclear es jerárquica y antidemocrática. Exactamente lo contrario puede decirse de las energías renovables, como la eólica o la solar. A quien obtenga su energía de una central nuclear se le cortará el suministro eléctrico si no paga la factura. Nada semejante puede ocurrirle a quien obtenga su energía de placas solares instaladas en su casa. La energía solar hace a la gente independiente. Está claro que esta libertad de la energía solar pone en cuestión el monopolio energético de la energía nuclear. ¿Por qué los estadounidenses, británicos y franceses, que tanto valor atribuyen a la libertad, son ciegos a estas consecuencias emancipatorias del vuelco energético?
Por doquier se anuncia y lamenta el final de la política. De forma paradójica, la percepción cultural del peligro puede obrar justo lo contrario, el final del final de la política. Quien quiera entender lo que digo puede recurrir a las ideas que John Dewey expuso ya en 1927 en The public and its problems. Según Dewey, una opinión pública capaz de transcender las fronteras y animada del poder de constituir una comunidad no surge de las decisiones políticas, sino de las consecuencias de las decisiones que son existencialmente problemáticas en la percepción cultural de los ciudadanos. De este modo, un riesgo percibido como tal por la opinión pública impone la comunicación entre aquellos que quizá antes no tuvieran nada en común. Hace recaer sobre ellos obligaciones y costes frente a las que se defienden, frecuentemente con la ley de su parte. En otras palabras: precisamente aquello que muchos creen tener que atacar como sobrerreacción histérica frente al "riesgo" de la energía nuclear es un paso de vital importancia que posibilita que el vuelco energético se convierta en un vuelco democrático.
Las estrategias de actuación que abre el potencial catastrófico de la energía nuclear frente a las alternativas realistas de las energías renovables subvierten el orden que se ha originado en la alianza neoliberal de capital y Estado. Ante la amenaza de catástrofe nuclear, adquieren poder Estados y movimientos surgidos de la sociedad civil. Simultáneamente pierde poder la industria nuclear, puesto que las consecuencias de las decisiones de inversión ponen en peligro la vida de todos. Por el contrario, se le ofrece una oportunidad histórica a esa novedosa coalición entre los movimientos de la sociedad civil y el Estado, tal como la vemos ahora en Alemania. También desde el punto de vista de la política de poder tiene sentido el cambio de política energética. Solo un Gobierno conservador, cercano al mundo de la economía, puede llevar a cabo tal vuelco energético.
Quien critique el abandono de la energía nuclear por parte de Alemania podría ser víctima del error de la oruga: cuando se encuentra en plena metamorfosis, la oruga podría lamentar la pérdida del capullo que la envuelve porque aún no percibe la mariposa de la energía renovable en la que se está convirtiendo.
Ulrich Beck es sociólogo, profesor emérito de la Universidad de Múnich y profesor de la London School of Economics. Traducción: Jesús Alborés Rey.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.