La rebelión de las élites
El sustrato reaccionario que anima al Tea Party se está arraigando en Estados Unidos. En Europa hay algunos líderes que hacen sus pinitos. Destaca Silvio Berlusconi por su xenofobia y machismo
Qué escaso respiro nos ha concedido la derecha americana. Al alivio causado por la derrota de los neocons le ha sucedido, sin darnos tiempo a coger aire, el auge de un movimiento como el Tea Party, tan pintoresco que no sabemos si tomarlo en serio o no. Se atavían con camisetas anti-Obama, se tocan con sombreros coloniales, remedando a los amotinados de 1773 contra los impuestos de la corona británica y se cuelgan al cuello cadenetas de flores con los colores patrios. Su puesta en escena roza lo bufonesco y, como rasgo de carácter, destaca su predisposición biliosa: todos están enfadados siempre con todo, Washington, el Estado, Obama, los impuestos, los rescates bancarios, la promiscuidad sexual.
El 18% de estadounidenses se identifican como seguidores de este movimiento republicano
Ni siquiera José María Aznar, el guardián de las esencias, alcanza la pureza de los 'teapartyers'
Resulta tentador desdeñarlos como un movimiento marginal, una excrecencia ultra de la derecha americana que, por su propio radicalismo, no tendrá sitio en las instituciones tras las elecciones de noviembre próximo, como sugieren las encuestas. Y también se puede confiar en que, si el Tea Party sigue ampliando su penetración popular, perderá en pureza doctrinaria, porque a las ideas dogmáticas les ocurre como a los fardos pesados: o se transportan poco tiempo o se aligeran. Me temo, sin embargo, que el sustrato reaccionario que anima al Tea Party está arraigando en el mundo occidental y especialmente en Estados Unidos. Sus ciudadanos fueron persuadidos de que la historia había llegado a su fin y en la estación término mandaban ellos, pero ahora ven mucho más probable que la historia siga su curso y, sin embargo, acabe la hegemonía estadounidense. Temen el futuro.
Lo cierto es que el 18% de estadounidenses que se identifican como seguidores de este movimiento descentralizado y formado por cientos de grupos autónomos tienden a ser republicanos, blancos, varones, casados, de más de 45 años y con un nivel económico y una formación superiores a la media, según una encuesta publicada por The New York Times (15-9-10). Si pensamos en manos de quién ha estado el poder político, económico, religioso e intelectual los últimos dos siglos, aparece exactamente el mismo retrato robot: biempensantes hombres blancos de mediana edad con cierto estatus socioeconómico. Encarnan el perfil que hasta no hace mucho podía identificarse con la élite conservadora dominante y, en el caso de Estados Unidos, con el establishment nacional del poder mundial.
Ese sujeto histórico vio cumplidas las promesas de la modernidad y se liberó pronto del despotismo, la miseria y la ignorancia. Pero, oh, paradoja, cuando a partir de los años sesenta esas ilusiones desembarcan en la playa de los negros, las mujeres o los homosexuales, algunos creen llegado el momento de detener la liberación. Por fortuna, otros hombres blancos de mediana edad tenían ya de antiguo un concepto más extenso de la emancipación. Es el caso de uno de los personajes singulares de la Revolución Francesa, Condorcet, que desde primera hora fue consecuente con las ideas de libertad, igualdad y fraternidad, y se declaró antiesclavista, feminista, anticolonialista, anticlerical: ilustrado hasta las últimas consecuencias. Defendió "la destrucción de la desigualdad entre las naciones, los progresos de la igualdad en un mismo pueblo y, en fin, el perfeccionamiento del hombre". Moderado en tiempos revolucionarios, murió en la cárcel.
Los seguidores del Tea Party, por el contrario, son revolucionarios en esta época de aparente flacidez ideológica. Se sienten enajenados del poder, pues tradicionalmente había sido ocupado por su nación y por el sujeto histórico que ellos representan. Y ahora deben competir por el dinero, el puesto de trabajo, el estatus o la autoridad intelectual con seres antaño periféricos que solían quedar descalificados para la carrera antes de empezar. Nadie ha vulnerado sus derechos, pero al materializarse su extensión a toda la población, sienten que se les han arrebatado sus viejos privilegios, lo cual es rigurosamente cierto. La no discriminación y el reparto del poder acaban cristalizando en la presencia de un negro en la Casa Blanca, una boda gay o ese G-20 donde los brasileños opinan sobre la economía mundial. En ese momento, el varón blanco conservador de mediana edad se subleva. Si Ortega viviera, ¿no llamaría a este fenómeno "la rebelión de las élites"?
Los teapartyers proclaman su rebeldía contra "el despotismo de Washington", y piden la partida de nacimiento de Obama porque conceden menos legitimidad a las urnas que a la tierra de nacimiento, reivindicación que adquiere ribetes ridículos en un país como Estados Unidos. Son furibundamente antipolíticos, pero no como lo fueron los anarquistas españoles hace un siglo, cuando la política era el coto reservado de la oligarquía, sino ahora, porque ven que la democracia, tomada en serio, acaba con las preferencias ventajosas de cualquier grupo social. Se han dado cuenta de que Jules Romains tenía razón cuando afirmaba que "la idea de justicia, o más bien la idea de igualdad de derechos, es como un fuego en la maleza. Querríamos detenerlo en alguna zanja, pero salta por encima".
Al dirigirse contra ese incendio amenazador, la rebeldía de las élites adquiere un carácter reaccionario: cuando el establishment favorece la revolución lo hace con el propósito de perpetuar su dominio. Quieren detener en alguna zanja el reparto de poder para restaurar aquel mundo jerárquico y ordenado en que se sentían seguros de su hegemonía y solo disputaban con sus iguales. Naturalmente, se ha visto algún negro en sus manifestaciones y no faltan en sus candidaturas mujeres como Christine O'Donnell, la revelación del Tea Party en las primarias republicanas de Delaware. Además de condenar la homosexualidad y equiparar la masturbación con el adulterio, el matonismo retórico de O'Donnell defiende el papel de esposa y madre para las mujeres. Solo los convencidos -y sé que abundan en estos tiempos- de que la identidad tiene más peso que las opciones políticas individuales pueden considerarlo una anomalía.
Los dardos de los teapartyers no solo se dirigen contra Obama, sino también contra los moderados del Partido Republicano, esos que en España suelen ser calificados de "maricomplejines" por la furiosa derecha mediática. Allí, como aquí, una histérica blogosfera y ciertas cadenas de televisión están desempeñando un papel fundamental a la hora de legitimar a la extrema derecha. Como ha explicado Manuel Castells, en la sociedad red global -la nuestra- los medios "no son el cuarto poder. Son mucho más importantes: son el espacio donde se crea el poder". Las relaciones de poder que se creen estarán, pues, moldeadas por los pequeños predicadores que adoctrinan en lugar de informar, difaman o caricaturizan al adversario y optan por una narrativa apocalíptica para satisfacer a esa audiencia que prefiere confirmar sus prejuicios a contrastar sus opiniones. Naturalmente, siempre ha existido gente así, como siempre ha habido reverendos dispuestos a quemar ejemplares del Corán. La diferencia es que Terry Jones con sus 50 parroquianos carece, desde cualquier punto de vista, de significado político y, sin embargo, lo adquiere hoy porque los medios así lo deciden. Desde el momento en que le otorgan visibilidad, sus delirios estimulan los de otros y se abren hueco en la agenda de los partidos.
En Europa no ha emergido aún un Tea Party que sintetice esas quejas de la vieja élite cuya rebeldía está también llegando al punto de ebullición, aunque algunos líderes hacen sus pinitos. No puede ser casual que el primero en descollar como xenófobo y machista haya sido Berlusconi, que dispone de un control casi absoluto de la televisión pública y privada italiana: en su caso la agitación política y la mediática van de la mano. En España, los medios han tomado la delantera a los partidos, así que los imitadores del estilo Fox News van a tener que esperar a su mesías algún tiempo más: el sector del PP inclinado a la rebelión derechista ha atemperado sus ánimos en cuanto han asomado las primeras encuestas favorables. Porque ni siquiera Aznar, el guardián de las esencias, el proveedor de pasto ideológico a través de FAES, alcanza la pureza de los teapartyers. Sospecho que prefiere ser algo menos auténtico y asistir de una vez a la postergada victoria electoral de su heredero.
Irene Lozano es periodista y escritora.
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