Una querella temeraria
La acción de Manos Limpias contra Garzón es un monumento a la temeridad y a la mala fe
La querella por prevariación que ha interpuesto el sindicato Manos Limpias contra el juez Garzón por la causa abierta contra el franquismo constituye un monumento a la temeridad y a la mala fe. Y lo lamentable es que el Tribunal Supremo no sólo no haya puesto coto a una actuación así, sino que le haya dado alas admitiendo a trámite la querella con el argumento de que ab initio -es decir, en una inicial aproximación al caso- no resulta absurda e irracional la hipótesis de la prevaricación respecto de un juez cuya actuación ha estado sometida a una fuerte controversia procesal sobre su competencia en la causa que tramitaba.
No es anecdótico en este caso fijarse en quién ha puesto en marcha la maquinaria judicial contra Garzón. Lo de menos es que el dirigente y posiblemente único militante del sindicato querellante sea un conocido ultraderechista; lo relevante es que se trata de un experto en la fabricación de querellas al servicio de sus opciones o intereses políticos e ideológicos en las más diversas causas, instrumentalizando para ello la acción popular, como sabe el Tribunal Supremo. Tampoco es anecdótica la esquizofrenia judicial mostrada por el PP en el caso: celebra por todo lo alto la posible imputación de Garzón mientras parece no haberse enterado todavía de la de Camps; y ensalza al Supremo por su actuación contra Garzón mientras que su secretaria general acusa al Tribunal Constitucional de actuar "al margen de la realidad" por haber validado la candidatura de II-SP a las elecciones europeas y la tercera de la lista para las europeas afirma no tener "ningún respeto" a este tribunal por haber actuado así.
El mejor argumento contra la hipótesis de prevaricación de Garzón es que la controversia sobre su competencia, planteada por el ministerio fiscal, fue resuelta en el marco del proceso que tramitaba el juez por el tribunal competente para hacerlo: la Sala de lo Penal de la Audiencia Nacional. Garzón se inhibió incluso antes de que esa sala, aunque con el voto discrepante de cinco magistrados, dictaminase que la causa no era de su jurisdicción. No hubo desobediencia a la sala ni empecinamiento en seguir la instrucción; tampoco la actuación del juez ha causado perjuicio alguno a personas vivas sino que ha estado guiada por el deseo de devolver la dignidad a víctimas de la Guerra Civil cuyos restos yacen en fosas comunes, dando oportunidad a sus deudos de darles una sepultura digna.
Si de algo se puede acusar a Garzón es de haber defendido con ardor su competencia. Con el mismo ardor que el fiscal defendió que no la tenía. Que Garzón hiciera caso omiso del dictamen del fiscal no prueba que prevaricase, como algunos han sugerido. A nadie se le ha ocurrido acusar de este delito a los magistrados del Supremo por haber admitido la querella contra Garzón en contra del criterio del fiscal. Mientras la Sala de lo Penal de la Audiencia Nacional no resolvió la disputa, tan legítima y fundada fue la posición del juez como la del fiscal. Y ello al margen de que la argumentación jurídica de Garzón pudiera ser tachada de endeble y de polémicas no pocas de las cuestiones que planteaba. La megalomanía y el afán de notoriedad que algunos le atribuyen y que consideran el verdadero motivo de su actuación no constituye, al menos de momento, rasgo definitorio del delito de prevaricación.
Si resoluciones judiciales susceptibles de controversia y de disputa entre las partes pueden servir de base a querellas por prevaricación se abre un portillo a la desestabilización del sistema judicial por el que entrarán en tromba grupos o personas especializados en la instrumentación de la justicia. El Supremo ha entreabierto una peligrosa cancela admitiendo a trámite la querella contra Garzón.
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