"Ya no se puede más"
Los que leímos Tres tristes tigres a finales de los años sesenta éramos, al menos en mi tierra, Canarias, los mismos que íbamos a llevar medicinas y otras vituallas a los barcos cubanos en los que ondeaba la bandera de la revolución reciente.
En uno de esos barcos había un marinero llamado Camps que me regaló Así en la paz como en la guerra, un conjunto de viñetas de Guillermo Cabrera Infante, y me regaló otros libros; en todos el marinero había puesto su nombre, y también lo había puesto en el libro de Guillermo Cabrera Infante.
Camps no sabía entonces, probablemente, que en ese momento ya estaba Cabrera Infante en el exilio, con su mujer, la actriz Miriam Gómez. La revista Índice los había encontrado en Londres, y publicaba una foto diminuta del escritor, con su cara oscurecida aún más por la mala calidad de aquella foto minúscula.
La memoria de La Habana siempre estuvo en la vida de Cabrera Infante
El peor destino del hombre es no tener tierra, ser un 'desterrado'
Algunos guardamos esa foto como un fetiche. Tres tristes tigres había cambiado nuestra manera de leer, e incluso de ver la vida. Nosotros habíamos descubierto la novela asombrados por el humor que contenía, por la alegría, por la música. Y lo que nos importaba entonces era el libro, aún no nos soplaban el oído con los cuentos -qué palabra tan cubana, y tan canaria- sobre el destino que habían elegido Cabrera Infante y Miriam Gómez.
Aquella Cuba de Tres tristes tigres es la que se preparaba para la Revolución, la que la estaba haciendo, y en el libro hay ese vaivén: una combinación musical, trágica y melodramática de los preparativos de la Revolución, hasta que ésta llega y ya la vida se prepara para otra cosa.
De lo que pasó después de esa Revolución y después de esa novela ya no hay sólo realidad sino que además hay leyenda, negra y blanca. Lo cierto, en primer lugar, es que Miriam y Guillermo no sólo se alejaron de la Revolución sino que además, y sobre todo, se alejaron de La Habana, que era el centro del mundo y de su mundo; La Habana era la música, la alegría, el ritmo de Tres tristes tigres; para el autor de un libro así, alejarse de su epicentro era aceptar un exilio que era al mismo tiempo un drama, una herida que ya no iba a curar ni la literatura.
Sobre ese exilio, y sobre otros tantos, cubanos y de otros países, corrieron cortinas interesadas; Guillermo era un desequilibrado, un contrarrevolucionario; no pudo soportar la disciplina que exige una revolución, etcétera.
Interesaba difundirlo; era conveniente lanzar sobre el autor de libro tan claro la oscuridad más desvergonzada. Ahí estaba la admiración literaria por el autor de Tres tristes tigres, y por lo que significaba la novelaen el naciente boom de la literatura iberoamericana, pero también estaba la alimentada sospecha sobre su condición política.
Hoy puede hablarse del drama que los dos han vivido (y que Guillermo ya no vivirá más, porque lamentablemente murió antes de que pudiera vislumbrar un imposible regreso a La Habana) como un elemento más de la maldad política con la que en Cuba, como en otros lugares del mundo, se trata a los disidentes, a los que una confabulación verdaderamente falaz arroja a las tinieblas en las que el vacío sustituye a la tierra.
Despojar de la tierra es como despojar del aire, y aunque tengas otro aire la asfixia persiste, es el peor destino del hombre, no tener tierra, ser un desterrado. Alentados por la definición de José Gaos, los españoles del exilio se decían trasterrados, pero aquella diáspora cruel fue un destierro, verdaderamente, no fue otra cosa, un destierro como el que sufrieron Guillermo Cabrera Infante, Miriam Gómez y muchos de los que se han ido yendo no con cuentagotas sino a veces a chorros, en balsas o gracias a los neumáticos, en todo caso arrastrados por una marea que allí y fuera de allí a veces se ha entendido como una huida y a veces como lo que es, y que tan bien describe Cabrera Infante en la última línea de Tres tristes tigres: "Ya no se puede más".
Hasta de Madrid fueron expulsados, por un Gobierno dictatorial que no quiso enemistarse con Fidel Castro; y fueron acogidos en Londres, finalmente, en una atmósfera que sólo tenía de La Habana la literatura y unas plantas que Miriam Gómez dispuso por la casa de Gloucester Road como si quisiera oler una tierra que ya jamás va a ser su suelo.
En ese clima humano decidido por la violencia del tiempo que vivió, no era extraño que Cabrera Infante sufriera lo que Miriam llamaba "un nervous breakdown" mientras trataba de pasar a lenguaje cinematográfico Bajo el volcán de Malcolm Lowry; lo extraño era que siguiera haciendo una recreación casi obsesiva de lo que fue La Habana para él y para ellos.
A veces he visto exiliados cubanos que se encuentran después de sus respectivas rupturas; en todos ellos vi ternura y temor; una dictadura obliga a muchas sinrazones, y Cabrera Infante sufrió las primeras embestidas de ese ventarrón irracional que convierte a los ciudadanos en cómplices del dictador o enemigos del que se va, y les mantiene en esa actitud años y años, hasta que una luz abre su propio túnel.
Cabrera Infante concibió siempre como algo muy difícil de alcanzar la reconciliación con los que no aceptaron en un principio que él se hubiera ido simplemente porque no se podía más, y siguieron complicados con el régimen para hacerle a él la vida imposible, allí y fuera de allí. Pero peor llevó que en Cuba no se le pudiera, ni siquiera, leer Tres tristes tigres, por ejemplo, que en el mercado fraudulento se podía cambiar por dos o tres latas de leche condensada.
El cruel ninguneo que la Revolución cubana practicó sobre Cabrera Infante tuvo ése y otros derroteros, y bastaba esa tachadura feroz y literaria para que el hombre alumbrara su silencio y su rabia y su desdén en la oscuridad de Londres. Sin embargo, y a pesar de que muchas veces se dijo a sí mismo ya no se puede más, siguió escribiendo como si arañara en una pared de La Habana, rebuscando el nacimiento de un país que le tiene a él como maestro del sueño, el ritmo y la lengua habanera.
Fruto de ese empecinamiento en contra del dictado de la fuerza bruta que le persiguió hasta el instante en el que en efecto exclamó "Ya no se puede más" es este libro póstumo que sale estos días, La ninfa inconstante (Galaxia Gutenberg), en el que el hombre que fue vuelve a mostrarse como el adolescente que siempre se extrañó de ser tan maltratado por la historia, y también por la historia literaria.
El exilio lo hizo como era, pero nunca le destruyó La Habana que con él siempre resucita. Así en el destierro como en Cuba, el marinero Camps nos dejaba en las manos un libro que entonces ya estaba prohibido en Cuba, y que aún sigue allí siendo materia de intercambio con la leche condensada. Y aquel libro era un canto que participaba del entusiasmo que a nosotros nos llevaba a los barcos con medicinas antes de que Cabrera escribiera ese renglón terrible que volvió a decir al morir en el exilio: "Ya no se puede más".
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