La panacea de Internet
La utilidad de Internet para la intercomunicación, información, publicidad, cultura, documentación, crítica, conocimiento, erudición, convivencia, socialización, transparencia y no sé cuántas funciones más es indiscutible y se convierte cada día en más apabullante y con una nueva pluralidad de conveniencias, a cual más interesante. Y esto es así incluso para los que todavía preferimos tocar el papel del periódico o del libro que leemos y estamos convencidos -provisionalmente, al me-nos- de que, por importante que la Red sea para fomentar la amistad y los contactos humanos, nos moriremos sin que se hayan inventado, por ejemplo, besos y caricias online.
Confieso también que tengo hecha la promesa -a mis hijas- de que cuando escriba un texto muy largo voy a utilizar para transportarlo un pendrive, "artefacto electrónico" que me cae tan simpático, al menos, como al presidente del Congreso de los Diputados, José Bono, que así lo definió cuando recibió hace poco el proyecto de los Presupuestos Generales del Estado para 2010 en ese minúsculo continente. Y declaro haberme deleitado, durante la lectura de la trilogía Millennium, de Stieg Larsson, con las incursiones de la hacker Lysbeth Salander en las más intrincadas intimidades informáticas, incluidos los discos duros de no sé cuántos personajes.
Hay que desconfiar de las versiones interesadas y los gatos por liebre, por muy 'online' que sean
Dicho todo esto, quiero añadir también que, como todos los adelantos de la humanidad, está bien entusiasmarse con esa descomunal novedad, pero sin pasarse, sin considerar que todo tiene solución a través de Internet. Sin creer a Internet la panacea, "remedio o solución general para cualquier mal" (según el diccionario de la RAE, consultado en Internet).
Hace unos meses necesité, para unos trámites familiares que me exigió la Agencia Tributaria, el Libro de Familia que, lamentablemente, se había perdido. Un amigo magistrado, pero a pesar de eso muy moderno, me dijo, resolutivo: "No te preocupes. Eso lo obtienes por Internet". Y apelé a Internet, en donde se informaba de que había que ir al Registro Civil Único de Madrid, y que "para obtener un duplicado es necesario que acuda uno de los cónyuges con su DNI".
Allí que acudí yo con mi DNI ¡y con el de mi difunta esposa, por si acaso! Cuando llegó mi turno en la cola de la planta quinta, tuve que pasar a la de la cuarta, porque yo no me casé en Madrid, sino en Benimantell (Alicante). Lo pedirían y tardaría unos dos meses. "¿Y ya entonces me dan el duplicado del Libro?", pregunté. "¿Tiene usted hijos?", inquirió el funcionario. "Sí, tres hijas", contesté. "Entonces, según donde nacieran, tendrá que traerme usted una partida de nacimiento de cada una". "Pero yo sólo quería un duplicado del Libro de Familia, porque creía que todos esos datos públicos los tenían ustedes informatizados". "Los trámites son los que yo le he dicho", contestó muy educadamente el funcionario. O sea, tenía que reconstruir yo el Libro de Familia, no hay duplicado que valga. El problema no era de Internet, sino de la Administración, pero mi amigo me había invocado Internet como una panacea. (El desánimo acentuó mi capacidad de búsqueda y terminé encontrando el Libro en un rincón recóndito de un cajón).
Otro amigo, también crédulo, se entusiasmó tanto este verano con sacar tres billetes de avión online que no miró las fechas y en uno de ellos, donde tenía que poner 22 de junio, como en los otros dos, ponía 22 de julio. La broma consistió en sacar un nuevo billete por más de 300 euros, cuando los otros dos costaron unos 50.
Hay algunos jueces para quienes Internet, mediante un uso perverso, se convierte en más que una panacea. La facilidad de acceso a la jurisprudencia hace que el juez que quiere eludir la obligación constitucional de motivar las resoluciones, acuda al socorrido sistema de "cortar y pegar" párrafos enteros, aunque su causa no sea idéntica a la que piratea. Y hay empleados que, ante un ordenador, se muestran impotentes: "No me deja el sistema. No puedo entrar en ese dato".
En la práctica periodística, el mal uso de Internet también ha hecho estragos. Antes había periodistas de calle y de mesa. Ahora son prácticamente todos de Google y similares. Se puede hacer una crónica parlamentaria sin poner los pies en las Cortes, gracias al seguimiento virtual. (Nos habría evitado sustos el 23-F, pero también imprescindible información presencial). Una famosa escritora publicó hace meses en una columna unos datos aritméticos erróneos que aparecían en Internet, sin comprobarlos ni citar la fuente. Le costó una fe de errores y el ridículo.
En definitiva, a la magnífica apuesta que supone Internet -aún antes de que todos estemos en la nube, tras permanecer mucho tiempo seguramente en las nubes- no deben atribuírsele más utilidades de las muchísimas que ya tiene. Y por imponente fuente de información que sea, hay que desconfiar de ella, como ha habido que hacer siempre con todas las fuentes, así como tratar de identificar y rechazar las versiones interesadas, los gatos por liebre, por muy online que sean, y bucear en los documentos auténticos. Con esas y otras instrucciones, Internet será no una panacea, sino una formidable herramienta del saber.
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