El odio
Cuando el periódico del Vaticano decidió imprimir su artículo teológico contra José Saramago, el autor de El Evangelio según Jesucristo yacía en un ataúd de madera mirando a la nada y al todo al que miran los muertos.
Era una imagen muy tremenda. Los portugueses y españoles que se juntaron en un silencio muy respetuoso desfilaban como si despidieran a un pariente que ellos algunas vez creyeron un amigo imbatible porque ya su naturaleza había protagonizado el milagro de sobrevivir.
Pero ahí estaba; ya su cuerpo, su existencia en la tierra, era pasado, y nada más que pasado. El porvenir de su presencia está ya en los libros, en los recuerdos que regó en tantas comparecencias en los lugares más diversos del mundo entero. Había construido una balsa de piedra por la que hizo desfilar a sus personajes paradójicos y contradictorios, y además se expuso como blanco de muchas causas.
Si solo se hubiera ocupado de la vida..., pero es que también se ocupó de la vida eterna, esa que cree administrar en exclusiva la Iglesia de Roma. Hubiera dicho Saramago: "Con la Iglesia hemos topado". Y vaya que sí topó con la Iglesia. Con la Iglesia de Cavaco, por ejemplo, y con la Iglesia de Ratzinger. No le perdonaron que buscara en Jesucristo el Evangelio que este no escribió, y tampoco le perdonaron que rebuscara en los intersticios raros de ese personaje al que la mitología religiosa colocó en el peor lado de los malvados, Caín.
No le perdonaron; pero ahí estaba, yaciendo sobre la nube ya indolora de la muerte, vaciado de todo lo que el hombre tiene de herida, alejado definitivamente del ruido, ajeno, sin duda, al hecho cierto de que estos lusitanos y estos españoles se hermanaban ante él en un silencio que era un homenaje, una despedida, un abrazo, un emocionado recuerdo.
Claro, yacía siendo ya pasado sus probables contradicciones; en ese momento, para los que estuvieron de acuerdo o en desacuerdo con él, Saramago sobre todo era exactamente un muerto como esos muertos a los que José Hierro rendía tributo como si fueran el símbolo de todos los nombres, de todos los muertos. Así que no había olvido ni rencor ni siquiera desacuerdo: había respeto, ese efluvio que los hombres guardan para silencios así.
Y así estaba aquel ambiente soleado y triste de Lisboa, en las calles había carteles que gritaban "Obrigado, Saramago", y las personas de cualquier condición (y de cualquier idea) paseaban con los libros del Nobel o con algunas de sus frases, y él marchaba hacia la memoria como la hierática presencia de los árboles entre los cuales construyó su infancia.
Pero el odio no puede callar. Empezó a hervir hace años, en su propio país; y en este país también germinó; lo que dijo, contra esto y aquello, como Unamuno, hirió conciencias; y no hubo tregua. Y al final uno hubiera entendido que no hubiera tregua entre los que cultivan el odio como una planta propia y transferible. Pero quién hubiera imaginado que la Iglesia que se dice de los cristianos lanzara su piedra contra el estanque quieto del muerto. Pues lo hizo. Ahí estaba el periódico del Vaticano vomitando esa bilis. Que Dios los coja confesados.
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