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Tribuna:LA CUARTA PÁGINA
Tribuna
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La noche de Popper

Es arriesgado sacar conclusiones nacionales de las elecciones del domingo. Gallegos y vascos votaron sobre todo para cambiar sus respectivos Gobiernos. Los electorados son cada vez más sofisticados y selectivos

El pasado domingo, los gallegos (en acto) y los vascos (en potencia) se aplicaron a hacer cierto lo que Popper -al igual que hicieron en parecidos términos Schumpeter, Hayek o Kelsen- definió como la esencia de la democracia, es decir, "la posibilidad que otorga a los ciudadanos de deshacerse de sus gobernantes sin derramamiento de sangre". En este minimalismo democrático aplicado por los votantes radica el mayor, si no el único, elemento común que podemos apreciar en estos resultados. Con lo que, evidentemente, el ejercicio de extraer consecuencias generalizables al ámbito nacional tiene tanto riesgo como el de un funambulista cruzando las cataratas del Niágara sobre un cable destensado.

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Hay muchas razones para la cautela. La principal, desde luego, es que el comportamiento electoral es cada vez más sofisticado y selectivo. No se trata sólo de las diferencias de comportamiento -individual y agregado- según la arena competitiva en que se juegue (elecciones generales, autonómicas o locales). Es que, desde 2008, incluso el comportamiento en las elecciones presuntamente más políticas de todas, las elecciones al Parlamento nacional, no tiene ya un acorde único de modulación, sino que se tocan melodías distintas en diversas comunidades. Así, en esas elecciones, el PP prosperó notablemente en Valencia y Madrid y, en cambio, retrocedió en Galicia y País Vasco. Al PSOE, respecto a estas comunidades, le sucedió exactamente lo contrario. Por ello, para cualquier generalización basada en lo sucedido en dos comunidades, hay que tentarse mucho la ropa.

La tentación más obvia sería la de interpretar que la crisis económica pasa una factura insuperable a cualquiera que esté en el Gobierno. Valdría como una hipótesis para Galicia, pero difícilmente se aplicaría al País Vasco, donde el partido que más avanza en términos absolutos es el PSE. Es más: visto el patrón de comportamiento de los vascos el pasado domingo no parece que la situación económica haya sido el elemento principal de direccionamiento del voto, puesto que tampoco el PNV, como eje del Gobierno regional, ha recibido excesivo castigo electoral. Y, en mi interpretación, no creo ni siquiera que sea el condicionante esencial del castigo al Gobierno de Galicia.

En el caso vasco, sin duda, las comparaciones con la elección anterior están claramente condicionadas por la ausencia en esta ocasión de una candidatura vinculada a ETA. Eso hace que los porcentajes sean un tanto engañosos, distorsionados como están porque ese voto es parte del válido en 2005 y no cuenta en 2009. Estamos hablando de 150.000 votos al PCTV en 2005 y 100.000 votos nulos en 2009. Con todo, pese a ello, hay un cambio en el papel relativo del autonomismo constitucionalista en su conjunto (PSE, PP y UPD), que representa en esta elección prácticamente el 47% del voto válido, frente a poco más del 40% en 2005. Por supuesto, es el mejor resultado relativo de los partidos constitucionalistas en toda la historia electoral autonómica vasca, pero no es, sin embargo, el mejor resultado absoluto, que fue el de 2001, donde la suma de PP y PSE fue superior en 114.000 votos a la obtenida el domingo y en las que Jaime Mayor obtuvo más votos de los conseguidos ahora por Patxi López. Si valen más electoralmente los votos ahora es porque los partidos integrados en el tripartito que ha gobernado en Vitoria los últimos años han perdido a su vez casi 210.000 votos en relación con 2001, la mayor parte de los cuales parecen haber ido a la abstención, aunque algunos se habrán deslizado hacia Aralar, la fuerza emergente dentro del nacionalismo, que no estaba en 2001.

Volviendo a Popper, también esta desmovilización nacionalista es una forma de votar con los pies, máxime en un entorno en el que la pérdida de la mayoría nacionalista era una hipótesis ampliamente contemplada en los pronósticos. Si ante esa perspectiva, muchos votantes nacionalistas han preferido quedarse en casa, sería que ya el sonido de la txalaparta nacionalista amenazando la llegada del lobo no les motiva lo suficiente para abandonar el calor de la lumbre.

En Galicia, los resultados son mucho más diáfanos. Los gallegos han votado más que nunca y han dado la vuelta al cambio a las primeras de cambio. El PP ha conquistado -o reconquistado- el voto urbano y, contra las previsiones sobre el carácter acomodaticio al signo del gobierno del voto rural, no ha perdido posiciones en el campo. Pero es en las ciudades, las mismas que le negaron la mayoría al PP cuatro años atrás, donde se fragua la pérdida del Gobierno por PSdG y BNG. Y es importante destacar el entorno participativo: ahora han votado -sin considerar el voto de los emigrantes en ninguna de las tres elecciones- casi dos puntos y medio más que en 2005 y más de seis puntos por encima de 2001. Si se considera que en 2005 hubo una movilización excepcional de la izquierda "para echar a Fraga", no cabe sino concluir que ahora el afán de echar al bipartito ha tenido incluso más fuerza movilizadora. Lo que sin duda es todo un juicio sumarísimo sobre la valoración de ese Gobierno.

Porque cambiar el signo de un Gobierno regional es, sin duda, muy complicado. Cambiarlo tras un primer mandato, una rara avis. Tan rara que sólo se antoja comparable el caso del primer Gobierno de Antich en Baleares (1999-2003) caracterizado por algún rasgo compartido con el que acaba de ser derrotado en Galicia: como éste, aquél fue un Gobierno heterogéneo, con un peso determinante del nacionalismo, y aglutinado sólo para no permitir gobernar al PP que había rozado la mayoría absoluta.

Esto nos lleva al punto de tangencia entre las dos elecciones y a las claves de generalización de este resultado. Es el dilema al que se enfrenta el PSE y, de rebote, quiéralo o no, el PSOE.

El resultado gallego alerta sobre los riesgos que para el PSOE suponen las alianzas con los nacionalistas. El resultado vasco le sitúa en la tesitura de desplazar a los nacionalistas del Gobierno que ininterrumpidamente han ejercido en los últimos 30 años. La combinatoria que los resultados permiten es limitada: se puede especular mucho con la transversalidad o con lo que sea, pero, aritméticamente, solo caben Gobiernos que sumen dos de las tres primeras fuerzas. Si el PSE se apoya -bajo la fórmula que sea- en el PP tendrá la lehendakaritza, y podrá aplicar el cambio que ha prometido. Si apuesta por reeditar la fórmula del acuerdo con el PNV parece difícil que pueda pretender la primogenitura en el Gobierno con seis (o cinco) escaños menos y ocho puntos porcentuales por debajo del PNV y, además, pondrá en cuestión la reiterada promesa de cambio. Esto no quiere decir que el acuerdo con el PP sea fácil, ni que pueda conseguirlo gratis. Pero parecería que está obligado a intentarlo por coherencia y también por necesidad estratégica "nacional": entregarse al nacionalismo o entregarle el Gobierno a los nacionalistas sí que le podría pasar una pesadísima factura al PSOE.

Sin duda, la segunda consecuencia nacional de la noche gallega y vasca se produce en el clima y la dinámica interna del PP. Como Truman en 1948, en las vísperas del 1 de marzo "sólo Rajoy creía en Rajoy". O, mejor dicho, creía en Núñez Feijóo, que ha resultado un candidato insospechadamente brillante, articulado y prudente, un nuevo icono de la renovación del partido, al igual que, bajo dificultades ambientales extremas, lo ha sido Antonio Basagoiti. La apuesta de Rajoy por ambos le da credibilidad a su mensaje renovador y, sobre todo, le otorga la mercancía más preciosa a la que podría aspirar, tiempo y tranquilidad para poder dedicarlo a hacer oposición en lugar de a defenderse de sus correligionarios.

Ésta también es una buena noticia para el país que, en coyunturas como ésta, necesita una oposición a la altura de los tiempos.

José Ignacio Wert es sociólogo y presidente de Inspire Consultores.

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