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Tribuna:LA CUARTA PÁGINA
Tribuna
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La lucha armada en América Latina

El Salvador sirve para evaluar la relación coste-beneficio de las guerrillas del continente. El saldo es negativo para los demócratas y los sectores populares. Las dictaduras se endurecieron y las economías se empobrecieron

La victoria del Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN) en las últimas elecciones presidenciales de El Salvador me ha hecho reflexionar sobre el retraso que la lucha armada ha causado al progreso político en ese país y en toda América Latina.

En la campaña para las elecciones presidenciales de 1972 se dio un enorme impulso a la movilización de la población salvadoreña. Frente a la candidatura del Partido de Conciliación Nacional (PCN), el partido resultante de la alianza de oligarcas y militares, se presentaba la de José Napoleón Duarte, líder de la Democracia Cristiana salvadoreña. Su candidatura fue apoyada por la Unión Nacional Opositora (UNO), una alianza electoral de la DC con el Movimiento Nacional Revolucionario (MNR), afiliado a la Internacional Socialista, que presentaba a su secretario general, Guillermo Ungo, como candidato a la vicepresidencia. El tercer partido era la Unión Democrática Nacionalista (UDN), un partido careta del ilegal y clandestino Partido Comunista Salvadoreño.

Es indiscutible la valentía y generosidad de los jóvenes que tomaron las armas contra los tiranos
Pero la mejor alternativa era continuar con la movilización pacífica de las masas

Según la mayoría de observadores, la UNO obtuvo una mayoría de votos que le daba la presidencia de la República, un suceso nuevo en la historia de El Salvador, que tendría que esperar 37 años para repetirse. El Consejo Central de Elecciones, sin embargo, concedió el triunfo al candidato del PCN, coronel Arturo Armando Molina.

La frustración en las filas de la oposición política fue tremenda, y su reacción, violenta. Las armas aparecieron en la escena para recuperar la victoria y dársela al verdadero ganador. Hubo un golpe de Estado de varios altos oficiales contra el Gobierno, al que se sumó -imprudentemente- José Napoleón Duarte. Los golpistas fueron derrotados con la ayuda del presidente Somoza de Nicaragua, y Duarte salió para el exilio en Venezuela. Con ello, su papel de líder de un movimiento político de masas quedó definitivamente truncado. Es una lástima que en 1981, ya en plena insurgencia, Duarte ocupara la presidencia como hombre de paja de las fuerzas más represivas del país.

Otra reacción extrema contra el pucherazo fue la aparición de un foco guerrillero formado por unos cuantos universitarios de la DC y algunos disidentes del PCS. A falta de referentes claros, se dieron a conocer como El Grupo en el secuestro de Tomás Regalado, un descendiente de las dos fortunas presidenciales más importantes del país, los Regalado y los Dueñas. Se pagó un rescate, pero el secuestrado apareció muerto en unas circunstancias extrañas. La naciente guerrilla nunca reconoció el asesinato. Pero la lucha armada estaba lanzada.

En 1977, la UNO continuó la lucha electoral, con un candidato militar, el coronel Ernesto Claramount, que pasaba por ser un militar honrado. Parece ser que la Unión Nacional Opositora ganó de nuevo, y de nuevo se le negó la presidencia, que fue a parar al general Romero.

Las protestas en la plaza de la Libertad fueron acalladas con una extrema violencia, que presagiaba el estilo de contrainsurgencia que habría de ponerse en práctica a gran escala para suprimir el movimiento popular. Se puede decir que ahí se frenó el movimiento popular pacifico, y en las mayorías populares se fue extendiendo la idea de preparar una insurrección popular para derrocar al régimen.

El proceso político salvadoreño tomó el escabroso camino del enfrentamiento armado. De ahí en adelante las armas llevarían la iniciativa hasta 1992. El golpe incruento de la llamada "juventud militar" de 1979 fue un pequeño paréntesis, que dio alas a la esperanza de reconducir el proceso político al sendero pacífico. Pero el experimento duró poco, y su fracaso aumentó la desilusión de los esperanzados.

A principio de 1980, la mayoría de los miembros de la antigua UNO, se asociaron al proyecto armado con una típica división del trabajo político y militar. Se formaron dos frentes a lo largo de líneas tradicionales: la alianza FMLN-FDR, en la que los armados (como suele suceder invariablemente) llevaban la voz cantante, y la alianza de algunos miembros corruptos de la democracia cristiana y el PCN, también sometida a la dirección efectiva de los militares.

Uno puede especular qué hubiera pasado en el proceso político de El Salvador si, dado el mismo entorno político, no se hubiera recurrido a las armas para protestar contra el fraude electoral, y se hubiera tomado el camino más lento de continuar la movilización pacífica de las masas que se había iniciado durante la campaña de 1972, cuando la represión del Gobierno no había alcanzado los niveles de extensión y ferocidad que demostró ya en 1977.

La "amenaza" de Cuba y la existencia de una militante oposición sandinista en Nicaragua pudieran haber hecho comprender a los estrategas del Departamento de Estado norteamericano que hacer trampas en las elecciones no era una manera de implantar la democracia en los países del Patio Trasero. Quizás hubieran mostrado alguna simpatía por un movimiento popular pacífico que demandara elecciones limpias. Quizás. No se puede apostar muy fuerte por la racionalidad de la estrategia de Estados Unidos en Centroamérica.

Pero yo estoy persuadido de que con una movilización popular pacífica y perseverante se hubiera llegado más lejos de donde se ha llegado con 11 años de guerra civil. Porque ahora hay una democracia formal (lo cual no es un logro despreciable), pero la distribución del poder en El Salvador en 2009 es más injusta de lo que era en 1972. Con una oligarquía más rica y más respaldada por una clase de eficientes servidores, un Ejército mayor bien entrenado y curtido en la guerra, una clase media endeudada hasta el cuello, dos millones y pico de emigrados, y una masa popular acosada por la delincuencia, pobre como siempre y sin más salida que la emigración. ¿Han merecido la pena los 100.000 muertos por la represión y la guerra para lograr lo que se ha logrado?

A partir del caso de El Salvador no se puede hacer una teoría general sobre la lucha armada en América Latina, pero es un buen punto de partida para evaluar procesos semejantes. Como en el Pulgarcito de América, la lucha armada no consiguió una relación costo-beneficio humanamente aceptable en ningún país donde se ha intentado: Guatemala. Colombia, Venezuela, Brasil, Bolivia, Argentina, Uruguay, Chile.

En todos ellos la lucha armada generó muchos miles de víctimas, sin haber conseguido objetivos proporcionados al costo humano que implicó. Por el contrario, fortaleció los mecanismos de contra-insurgencia, endureció las dictaduras militares y endeudó las economías, lo que llevó a los severos ajustes de la "década perdida". Poco fruto, en verdad.

La lucha armada sólo conquistó el poder en Cuba y en Nicaragua. A estos dos países la coyuntura internacional les proporcionó una ocasión única de vencer a unos ejércitos de opereta, desorganizados y corruptos ante la pasividad, nunca más conseguida, del Imperio estadounidense. Cuan pírricos y limitados sean estos triunfos queda a la consideración de los lectores.

Con estas palabras no quiero juzgar a quienes, colocados en una situación sin salida o que les parecía sin salida, fueron generosos y valientes para intentar lo imposible, y lanzarse contra un enemigo al que apoyaba sin escrúpulos la potencia militar "más grande que vieron los siglos". Muchos amigos y alumnos míos sacrificaron su vida por un ideal imposible. Su sacrificio será siempre un testimonio de la generosidad de la juventud latinoamericana, que debiera ser conocido y estimado en lo que vale, aunque su imitación sea obviamente desaconsejada.

Luis de Sebastián es catedrático emérito de ESADE y fue vicerrector de la UCA de El Salvador

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