El guardián de la Constitución
Superar la crisis del Tribunal Constitucional exige actuar en dos frentes: proceder a su renovación parcial, evitando incurrir en el perverso sistema de cuotas, y reducir drásticamente el trabajo jurisdiccional
En el turbulento periodo de entreguerras tuvo lugar una notable controversia científica sobre quién debe ser el guardián de la Constitución, cuyos ecos resuenan todavía hoy. Sus protagonistas fueron dos juristas excepcionales, Hans Kelsen y Carl Schmitt, que dieron respuestas completamente diferentes a dicha cuestión. Schmitt sostuvo que la defensa de la Constitución era una función que correspondía al jefe del Estado, plebiscitariamente legitimado. Con esta tesis se opuso a las meritorias propuestas de Kelsen, consistentes en atribuir la función de defensa de la Constitución a un Tribunal de Derecho, y que determinaron la creación de los primeros Tribunales Constitucionales en Austria y Checoslovaquia.
El quebrantamiento de los plazos de renovación incumple gravemente la Constitución
El 90% de los procesos son recursos de amparo imputables a decisiones del Poder Judicial
A pesar de las objeciones de Schmitt en el sentido de que no era posible atribuir a un tribunal la función de defensa de la Constitución porque esta es una tarea política, y como tal no atribuible a un órgano jurisdiccional, el establecimiento de Tribunales Constitucionales es una de las señas de identidad de todos los regímenes democráticos establecidos en Europa tras la Segunda Guerra Mundial. La democratización de los países del Sur y, posteriormente, del Este de Europa ha confirmado el indiscutible éxito de esta institución. Hoy es pacíficamente aceptado que todo Estado Constitucional requiere de la existencia de un tribunal que vele por el cumplimiento de la Constitución. Una institución que desempeña una función política -porque la defensa de la Constitución reviste ese carácter-, pero que lo hace a través del Derecho, esto es, mediante la argumentación jurídica.
Con estas premisas, y por obra de nuestro último constituyente, se creó en España el Tribunal Constitucional, institución que ha jugado un papel esencial en la consolidación del sistema democrático. Sin embargo, en los últimos años, el Alto Tribunal ha sufrido un evidente deterioro de su imprescindible prestigio, y no es exagerado afirmar que atraviesa una profunda crisis. Crisis provocada, básicamente, por dos factores: uno relativo a su composición, esto es, a la forma de designación de sus miembros; y otro, el referente a sus funciones. El primero -que sin duda alguna es el más grave- ha conducido a la politización en sentido partidista de la institución, con lo que la imagen de independencia de los magistrados se resiente. El segundo, vendría determinado por la amplitud e intensidad de las funciones atribuidas al tribunal que han provocado una situación próxima al colapso, en la que la respuesta del tribunal a un recurso puede tardar incluso una década.
Por lo que se refiere a la designación de los miembros del tribunal, hay que denunciar el comportamiento manifiestamente inconstitucional con el que han obrado los partidos políticos. El Tribunal se compone de 12 miembros, cuatro son nombrados a propuesta del Congreso de los Diputados y otros cuatro a propuesta del Senado, por una mayoría de tres quintos; dos por el Gobierno y dos por el Consejo General del Poder Judicial. El mandato de los magistrados es de nueve años. El tribunal se renueva por terceras partes cada tres años con arreglo a un calendario que las fuerzas políticas han incumplido impunemente. El mandato de los magistrados designados por el Senado concluyó en 2007 y tuvo que prolongarse hasta finales de 2010 por falta de acuerdo para el nombramiento de sus sucesores. El mandato de los nombrados a propuesta del Congreso de los Diputados concluyó en 2010 y la designación de quienes han de reemplazarles -con más de un año de retraso- es una de las primeras tareas a abordar por las Cortes recientemente constituidas. El quebrantamiento de esos plazos implica un incumplimiento grave de la Constitución. Los partidos mayoritarios han incumplido su obligación constitucional de renovar en plazo a un órgano fundamental de nuestro sistema político. El incumplimiento se produce no solo por el retraso en efectuar los nombramientos, sino -y esto es aún más grave- por la forma en que se llevan a cabo.
Cuando la Constitución exige que para ser magistrado constitucional hay que contar con el respaldo de tres quintos de los diputados o senadores, lo que se pretende es que las personas nombradas sean completamente independientes de los partidos para desempeñar con objetividad su función. Si un jurista recibe el respaldo de tan alto número de parlamentarios su idoneidad estaría asegurada. De lo que se trata es de evitar que un partido pueda nombrar para esos cargos a personas en las que solo él confía. Y, sin embargo, eso es lo que ocurre en la realidad. El pacto alcanzado con más de tres años de retraso entre el PSOE y el PP para renovar en enero del pasado año a los magistrados designados por el Senado no consistió en un acuerdo sobre quiénes eran las personas que por su prestigio profesional, excelencia intelectual, y compromiso constitucional, resultaban las más adecuadas para ejercer la magistratura constitucional, sino en la aceptación incondicionada por cada parte de los candidatos de la otra. Esto es, en un reparto según el cual correspondió al PSOE designar a dos y al Partido Popular otros dos. Los partidos pervierten así el modelo constitucional y lo reemplazan por un sistema proporcional basado en cuotas de poder que no tiene ni puede tener cabida en el ámbito que nos ocupa. Este sistema conduce inexorablemente a la politización en sentido partidista de una institución que debe permanecer al margen de la lógica del Estado de partidos. Así, cada vez que el tribunal se pronuncia sobre la constitucionalidad de una ley, muchos anticipan ya -aunque sea erróneamente- el sentido del voto de un magistrado en función de qué partido propuso su nombramiento. Ello explica también -aunque no justifica- la sistemática asignación por parte de los medios de comunicación de las etiquetas de conservador o progresista a los diversos integrantes del tribunal. Y aunque en más del 90% de sus resoluciones, esa fractura ideológica del tribunal brilla por su ausencia, lo cierto es que la credibilidad de la institución sufre una grave erosión.
El segundo factor que mina la confianza en el tribunal es la lentitud en su respuesta, que puede demorarse muchos años. El tribunal desempeña básicamente tres funciones: el control de la constitucionalidad de las normas con rango de ley, la resolución de conflictos de competencias entre el poder central y los poderes territoriales, y la defensa de los derechos fundamentales a través del recurso de amparo. Esta última función es la que ha provocado el colapso del tribunal puesto que más del 90% de los procesos constitucionales son recursos de amparo por violación de derechos fundamentales imputable a una decisión del Poder Judicial. El recurso de amparo ha sido una institución esencial para la defensa de los derechos fundamentales, pero es hoy mucho menos necesaria que hace 30 años. El Estado Constitucional heredó la judicatura del anterior régimen, por lo que fue preciso establecer mecanismos de garantía frente a posibles violaciones de derechos por parte del Poder Judicial. En el contexto actual, cuando la judicatura ha sido biológicamente renovada, el recurso de amparo debiera ocupar un lugar ciertamente marginal y excepcional.
En este contexto, la superación de la crisis del Tribunal Constitucional exige actuar en dos frentes. En primer lugar, resulta urgente proceder a su renovación parcial, esto es, a la designación por el Congreso de los Diputados de los cuatro magistrados que concluyeron su mandato. Y, sobre todo, hacerlo evitando incurrir en el perverso sistema de cuotas, esto es, cumpliendo no solo la letra sino también el espíritu de la Constitución, lo cual supone designar a personas que gocen de un consenso real en la Cámara. En segundo lugar, y a medio plazo, conviene abrir un debate sereno y riguroso sobre las posibilidades de reforzar la independencia de los magistrados -para lo cual la prolongación de su mandato parece el expediente más eficaz-, así como sobre la necesidad de reducir drásticamente el trabajo jurisdiccional del tribunal, atribuyendo el amparo ordinario a una Sala Especial del Tribunal Supremo.
Javier Tajadura Tejada es profesor titular de Derecho Constitucional en la Universidad del País Vasco.
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