El gran guiñol egipcio
La retirada de los dos principales grupos de oposición en Egipto de la segunda vuelta de las elecciones parlamentarias, víctimas del grosero fraude en las urnas del 28 de noviembre, muestra la miopía del régimen dictatorial de Hosni Mubarak en su empeño por mantener al crucial país árabe alejado de cualquier forma de democracia. Tanto los Hermanos Musulmanes -un partido islamista prohibido que recurre a la artimaña de los candidatos independientes, que tenía el 20% de los escaños y ahora ninguno- como los menos representativos liberales del Wafd, han decidido no aportar su colaboración a una farsa marcada por la represión, la intimidación y la falsificación de votos.
De manera que, con una abstención masiva, el gubernamental Partido Nacional Democrático seguirá estampillando la voluntad del régimen a través de su absoluto control del Parlamento. En este contexto, la "decepción" transmitida por Washington a El Cairo es una broma pesada solo explicable por el decisivo papel de Mubarak como aliado regional de EE UU.
Las elecciones generales egipcias preparan el terreno para las presidenciales del año próximo, a las que se ignora si concurrirá el enfermo Mubarak, 82 años, en el poder desde hace 30, para hacerse reelegir otros seis. Que el régimen de virtual partido único pretenda un Parlamento de paniaguados, expulsando para ello por la vía del fraude a una opción confesional moderada, es explicable solamente desde una gravísima ceguera política, la misma que impulsa la campaña para llevar, llegado el caso, a la jefatura del Estado a Gamal Mubarak, hijo del presidente.
Una pretendida transición no se hace desde el monopolio absoluto del poder y el pucherazo electoral sistemático. Mucho menos, en una caldera a presión de 80 millones de personas, muchas de ellas sobreviviendo con un euro al día y frustradas políticamente durante generaciones.
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