No cabe generalizar
Contestar a la pregunta del debate obliga a formular previamente una sobre si existen hoy en España prácticas caciquiles que desvirtúen la expresión de la voluntad de los electores, alterando los resultados de la elección en beneficio espúreo de quienes las practican. A esta pregunta general, la respuesta general es, a mi juicio, negativa. Esta respuesta, sin embargo, requiere de una argumentación sobre qué entendemos por caciquismo, puesto que es posible que encontremos alguna forma de caciquismo en los resultados, mientras que el concepto clásico es más bien procedimental.
En efecto, el caciquismo tradicional consiste esencialmente en la manipulación por procedimientos indebidos del voto de los ciudadanos, haciéndoles votar lo que no quieren (o impidiéndoles votar lo que quieren) mediante recompensas ilícitas, amenazas o, directamente, alteración fraudulenta de los votos emitidos.
Neocaciquismo es usar los recursos para arrimar el ascua a la propia sardina
El hecho de que salgan a la luz prácticas irregulares de acarreo de votos (como la de Melilla) no implica que las mismas estén generalizadas ni que tengan visos de prosperar. Lo que ha pasado en Melilla, donde la juez encargada del caso lo ha sobreseído, muestra ligereza y pocos escrúpulos en quien intentó por su cuenta y al margen de los procedimientos facilitar el impreso de solicitud del voto por correo a un puñado de partidarios, pero no un intento de manipular fraudulentamente aquellos votos. Por una razón fundamental: una vez remitida la solicitud de voto por correo, sólo se entrega la documentación necesaria para ejercerlo al elector que la recibe personalmente o acude personalmente a recogerla a la oficina de Correos.
Otros casos más flagrantes de compra de votos (especialmente en el caso de los españoles residentes en el extranjero) tienen un alcance muy excepcional y no puede decirse que hayan influido determinantemente en los resultados electorales.
El sistema electoral español es transparente y tiene un alto grado de control judicial. Nótese que los casos dudosos han tendido a producirse en los márgenes del sistema (voto por correo y voto de españoles en el extranjero), pero apenas han afectado al voto presencial, que representa casi el 97% del que se emite en una elección. Aun así, es posible mejorar la "desintermediación" del voto no presencial, sin pérdida de garantías de la libertad de voto. Resulta absurdo que el voto por correo exija al elector un esfuerzo personal mucho mayor que el voto presencial, cuando una razón para votar por correo puede ser la limitación de movilidad o de tiempo de quien quiere votar de ese modo. En plena era digital, se pueden arbitrar procedimientos de "televoto" perfectamente seguros, que no obliguen al elector a tomarse tantas molestias.
Ahora bien, el caciquismo tiende hoy a expresarse de otras formas que no implican necesariamente una manipulación del proceso de voto. Es lo que llamo el caciquismo de resultados, que tiene que ver con la existencia de condiciones ambientales que dirigen el voto en una dirección determinada. ¿Hay trazas de ese neocaciquismo en la vida política española?
El cacique tradicional opera fundamental o exclusivamente en medios rurales, donde el control social directo es más coercitivo y la libertad puede más fácilmente ser burlada. Stadtluft macht frei (El aire de la ciudad hace libre), decía la máxima medieval que las ciudades hanseáticas inscribían a la entrada de las mismas, y aun hoy hay que preguntarse si en las ciudades se goza de más libertad negativa (ausencia de coacción) también a la hora de votar.
Es difícil dar una respuesta concluyente y general. Pero, en principio, si uno mira al historial electoral de muchos pequeños municipios puede sorprender no sólo la continuidad, sino la concentración del voto en un solo partido. En sí misma, esa continuidad no prejuzga la existencia de prácticas caciquiles, sino que puede simplemente reflejar un alto grado de consenso legítimo en torno a unas ideas o una personalidad. Pero ya es más sospechosa aquella situación en la que a esas votaciones a la búlgara se une la ausencia (en elecciones municipales, lógicamente) de candidaturas competidoras.
Eso ha pasado en el País Vasco hasta 1999 con algunos municipios abertzales en los que sólo concurría la lista de Batasuna (o su equivalente). En menor escala, se observa también un voto muy hegemónico del nacionalismo moderado en los municipios pequeños del País Vasco y de Cataluña. Algo de eso denunciaba Fernando Savater en estas páginas días atrás (Los ideólogos del Carnaval, EL PAÍS, 2 de abril). Pero también hay concentraciones sospechosamente altas de voto al PSOE en pequeños municipios de Andalucía o al PP en los de Castilla y León, que pueden sugerir la existencia de neocaciquismo o populismo a secas. Y, además, persiste alguna influencia de lo que el desaparecido Francisco Murillo llamaba los "señores de presión" que, según su humorística fórmula, sustituyen en España a los grupos de presión, kingmakers de andar por casa cuyo poder se cimenta -nunca mejor dicho- en su capacidad enladrilladora.
Es posible que se pueda reducir el ámbito de ese nuevo caciquismo, mejorando las condiciones de libertad donde aquellas más se resienten. Pero no podemos autoflagelarnos con la idea de que padecemos un fenómeno generalizado de caciquismo, porque la propia realidad de alternancia y alta competitividad que caracteriza, en los distintos niveles, nuestra vida política desmiente con firmeza aquella hipótesis.
Otra cosa es que se mejoren las condiciones de accountability de la vida política, el que cada uno responda por lo suyo. Porque hoy, otra importante fuente de neocaciquismo es el uso impropio de los recursos económicos que da el poder para arrimar el ascua a la propia sardina: autonomías que regalan polideportivos a los municipios, alcaldes que regalan festejos a los vecinos y, en última instancia, ciudadanos que no advierten que son ellos mismos los donantes.
José Ignacio Wert es sociólogo y presidente de Inspire Consultores.
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