Los fueros de la ficción
Desde hace una década un buen número de novelas declaran basarse en hechos reales y su principal mérito recae en la fidelidad con la que se recrean. Por esa vía, se abre camino una nueva y asfixiante ortodoxia
Alguien llamado Kondratiev llega a Moscú desde Barcelona tras purgar a los militantes de los partidos trotskistas, visita a un dirigente del que se dice que es el Jefe Supremo, responde al nombre de Iosif, vive en el Kremlim, gasta mostacho y tiene los ojos saltones: la identidad del interlocutor de Kondratiev resulta tan evidente que una afirmación como la de que "toda pretensión de establecer una relación precisa entre los personajes y episodios de este libro y los personajes y hechos históricos conocidos no tendría justificación" parece una raquítica hoja de parra. Por lo demás, no menos raquítica que escribir "los personajes de este libro son ficticios", aunque sólo para reconocer, a renglón seguido, que "las circunstancias históricas que determinaron sus acciones son reales" y que la vida del protagonista preso en las mazmorras de un país innominado "está inspirada" en la de hombres que conoció el autor y que fueron "víctimas de los llamados procesos de Moscú". A ellos se dedica provocativamente el libro.
Se corre el riesgo de dar carta de naturaleza a una férrea visión normativa de cómo debe ser la novela
La mayoría de estas obras reiterativas no busca destruir un consenso, sino ratificarlo, revalidarlo
No se trata de citas extraídas de oscuros volúmenes ni de ejemplos irrelevantes: ambas variantes de la clásica cautela con la que solían arrancar los relatos susceptibles de provocar escándalo -"cualquier parecido con la realidad", solía ser la fórmula al uso, "es mera coincidencia"- están tomadas, respectivamente, de El caso Tulayev, obra de Víctor Serge, y de Darkness at noon, la estremecedora novela de Arthur Koestler traducida en España como El cero y el infinito. Serge y Koestler, no hace falta recordarlo, se cuentan entre los primeros escritores que se opusieron a la corriente general que, hasta bien avanzado el siglo XX, presentaba a la Unión Soviética como el paraíso del progreso y las libertades. El intento de disimular tras las licencias de la ficción su implacable crítica del estalinismo, realizada a contracorriente de una opinión mayoritaria en la izquierda de su época, no les sirvió de mucho: sus antiguos camaradas les volvieron la espalda y lanzaron sobre sus libros un furibundo anatema. Por otra parte, el pasado comunista los hacía sospechosos entre quienes combatieron el régimen soviético desde el primer momento, confinándolos durante años en una discreta tierra de nadie.
Medio siglo después de publicarse estas dos novelas, en 1940 la de Koestler y en 1947 la de Serge, las tornas comenzaron a cambiar, hasta el punto de que hoy el nombre de sus autores forma parte, junto a los de Gide, Orwell, Tillion, Rousset, Paz o Camus, entre otros, de la restringida nómina de quienes supieron ver claro en medio de la mentira organizada.
Desde el punto de vista ideológico, el estalinismo no goza ya de una consideración distinta de la del fascismo, a cuya derrota militar contribuyó. Desde el punto de vista literario, sin embargo, el ejemplo de Koestler y de Serge, el ejemplo de los escritores que, como ellos, trataron de proteger tras las licencias de la ficción la crítica de una opinión mayoritaria, parece haber transitado por derroteros más imprecisos. La clásica cautela de declarar mera coincidencia cualquier parecido de las ficciones con la realidad ha sido sustituida por otra, a cuyas consecuencias artísticas e ideológicas no suele prestarse atención. De una década a esta parte, buen número de novelas y de obras de ficción declaran, de manera implícita o explícita, basarse en hechos reales. Tanto, que el género histórico vive un periodo de incontestable hegemonía editorial, al tiempo que proliferan los relatos sobre los campos de exterminio, la Guerra Civil española, las persecuciones políticas durante la dictadura o, en fin, los episodios que de una u otra manera tienen que ver con la historia y la sobrevenida obsesión por rendirle tributo.
Tal vez una de las razones por las que un abundante número de novelas actuales invocan los fueros de la realidad y no los de la ficción, según hicieron Koestler y Serge, sea estrictamente literaria. Proclamada con puntual regularidad por críticos y escritores, la muerte de la novela podría no significar otra cosa que el recurrente desgaste del pacto, del sobrentendido que presupone toda ficción; un pacto, un sobrentendido que, en resumidas cuentas, invita a que el lector deje en suspenso a lo largo de varios cientos de páginas la pregunta a la que sólo sobreviven las obras de mayor fuste: pero vamos a ver, ¿y a mí por qué me cuentan todo esto? Novela epistolar, narrador omnisciente, corriente de conciencia, relato objetivo, han llegado a consolidarse, así, como estrategias sucesivas y renovadas con las que los autores han tratado de evitar a lo largo de la historia literaria que el lector abandone la novela en mitad de travesía.
En estos momentos, sin embargo, la estrategia que parece ganar terreno es exactamente la opuesta, desarrollando de algún modo posibilidades que apuntaban en A sangre fría, pero que Truman Capote optó por dejar inexploradas. Las proclamas de realismo siguen dominando el panorama novelístico, pero de un realismo que no se afirma a través de la verosimilitud que produce el artificio narrativo, sino de la veracidad que proporciona la inclusión de uno o varios elementos históricos en el relato.
Como simple estrategia literaria puede ser tan eficaz como cualquier otra, dependiendo del talento y las habilidades del autor, y hay ejemplos en España y fuera de España que lo corroboran. Pero, de manera imperceptible, en los últimos tiempos ha comenzado a instalarse la creencia de que el principal mérito de una novela reside en la fidelidad con la que recrea los hechos o los personajes verídicos en los que se basa. Es una creencia discutible, y no porque los méritos deban ser otros, sino porque, al entronizar la fidelidad a los hechos y los personajes como el principal, incluso como el único mérito, se corre el riesgo de dar carta de naturaleza a una férrea visión normativa, a una asfixiante ortodoxia sobre cómo debe ser la novela. Quizá sea ésa la razón por la que hoy proliferan, por la que literalmente se multiplican y amontonan en estanterías y mesas de novedades las obras sobre un mismo asunto en boga, sean los campos de exterminio, la guerra civil o las persecuciones políticas durante la dictadura. Y en la medida en que buena parte de estas ficciones tratan del mismo asunto y recurren a similares procedimientos narrativos, una creación que, como la novela, se entendía como una obra artística singular acaba convirtiéndose en un producto artesanal y adocenado. El impulso que suele mover a no pocos autores, y que buena parte de los críticos parece haber adoptado como baremo incontestable, es el de escribir, nada más y nada menos, que "la novela definitiva" sobre algún episodio de la historia literariamente superpoblado.
Pero, aparte de las artísticas, también existen consecuencias ideológicas en el hecho de que un abundante número de novelas actuales invoquen los fueros de la realidad y no los de la ficción, dando la vuelta a la clásica cautela tras la que se protegieron, entre otros, Serge y Koestler. Al incidir y reincidir sobre episodios del pasado, la mayoría de estas obras reiterativas no buscan destruir un consenso mayoritario porque se considera equivocado, sino ilustrarlo, ratificarlo, revalidarlo, precisamente porque se estima correcto.
Por esta vía, la novela o, al menos, la visión normativa de la novela que parece estar abriéndose paso, la nueva y asfixiante ortodoxia que empieza a impregnar el panorama literario general, comparte actitud con otros fenómenos actuales, como la promoción desde los poderes públicos de una agenda cultural compuesta a partir de un inagotable calendario de efemérides. No sólo el presente corre el riesgo de convertirse en un parque temático del pasado, sino que, además, cada una de las representaciones que se desarrollan en él, sea en forma de grandes eventos o, por descontado, de relatos, de ficciones, de novelas, parece buscar el mismo efecto: confirmarnos en la bondad de nuestras creencias de hoy, convenciéndonos de que nosotros no habríamos cedido a la mentira organizada, a ninguna de las mentiras organizadas que provocaron las innumerables tragedias del pasado.
Más que admiración ante el hallazgo de una pócima milagrosa capaz de librarnos de los viejos horrores, un ánimo tan satisfecho produce escalofríos, puesto que nos deja críticamente inermes ante cualquier nueva deriva hacia la catástrofe.
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