El fracaso político del euro
En el principio siempre hay decisiones políticas. Políticas fueron las decisiones monetarias de Helmut Kohl y políticas son las indecisiones monetarias de Angela Merkel. El canciller de la unificación alemana tomó dos decisiones monetarias: fijó el cambio del marco oriental por marcos occidentales en la paridad de uno a uno hasta el límite de 4.000 y de dos orientales por uno occidental a partir de dicha cantidad; y luego accedió con el Tratado de Maastricht a que su país perdiera la moneda sobre la que se había construido el milagro alemán, a cambio de que el resto de Europa aceptara la unificación y sus consecuencias.
También fueron políticas las decisiones que se tomaron alrededor del euro. Sin una firme voluntad política de los países que querían incorporarse, encabezados por los dos grandes, Francia y Alemania, es decir, el presidente de la República Jacques Chirac y de nuevo el canciller Kohl, el euro habría quedado reducido a una unión monetaria franco-alemana, con la adición de Holanda, Bélgica y Luxemburgo. El propósito, netamente político, de los fundadores fue incorporar el máximo número de países, cumpliendo las reglas o criterios llamados de Maastricht naturalmente (pertenencia al sistema monetario europeo, limitación de los niveles de inflación, déficit y deuda, y convergencia de tipos de interés), pero con una cierta manga ancha, que permitió algunos apaños en las cuentas públicas, que en el caso de Grecia, incorporada algo más tarde, fueron, como se ha visto, escandalosos e incluso fraudulentos.
La nueva moneda nació con un problema político serio. No había gobierno económico ni departamento del Tesoro que funcionaran como interlocutores de las autoridades monetarias del Banco Central Europeo. Pero su aparición y consolidación llevó a presagiar unos futuros efectos políticos, que conducirían a solventar el problema de la gobernanza, a introducir criterios de armonización fiscal e incluso incrementos del presupuesto. No tan sólo no ha sucedido, sino que las cosas han ido en dirección contraria, justo cuando la moneda común supera ya su primera década de vida.
Angela Merkel arrastra ahora los pies y prefiere esperar a que vayan a las urnas los votantes de Renania Westfalia, país de 18 millones de habitantes y uno de los motores políticos germanos, antes que ayudar a Grecia, con sus 11 millones. Se escuda también en los reproches que pudiera hacerle su Tribunal Constitucional, siempre vigilante ante las cesiones de soberanía, en su momento con ocasión del euro y ahora con el Tratado de Lisboa. Pero sobre todo quiere convencer a sus conciudadanos de que ayudando a Grecia se ayudan a ellos mismos. Porque la peor consecuencia política de un euro sin gobierno político es que ha convertido a la europeísta Alemania en un nuevo socio euroescéptico.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.