Un fracaso del Gobierno
LA LEY general de Sanidad, que ha sido aprobada por las Cortes cuando la legislatura toca a su fin, significa la pérdida de una oportunidad histórica para realizar una profunda reforma sanitaria en un país en el que todavía algunos hospitales públicos pueden ser calificados como fábricas de dolor. Varias parecen ser las claves que laten tras este fracaso: por un lado, la falta de interés del propio Gobierno en materia sanitaria, que ha hecho que ésta no figure entre las prioridades políticas y, por tanto, presupuestarias de esta legislatura; por otro, la falta de decisión del Ministerio de Sanidad y Consumo para en frentarse con los poderes fácticos del corporativismo sanitario y, muy especialmente, con la Organización Médica Colegial, lo que le ha hecho realizar continuas concesiones que han desvirtuado muchos de los aspectos positivos del proyecto inicial.El principal defecto de esta ley es posiblemente que no clarifica el modelo sanitario de que se quiere dotar a nuestro país, y que, recogiendo cuestiones y matices de uno y otro, diseña un sistema lleno de contradicciones y de disfunciones, de manera que puede decirse que el resultante va a estar aquejado de todos los problemas de los dos modelos tipo que le han inspirado (el de Servicio Nacional de Salud y el liberalizado). Sin gozar, en cambio, de las ventajas que, aunque sólo sea por una cuestión de coherencia interna, tiene cada uno de ellos.
Un ejemplo es el tema de la "libre elección de médico", añadido en los términos actuales tras las presiones de la Organización Médica Colegial de tal manera que rompe con cualquier planteamiento serio de promoción de la salud, y redactado en términos muy oscuros. ¿Cómo puede explicarse el caso de que un ciudadano de Madrid o Barcelona pueda elegir su médico de atención primaria en toda la ciudad y, en cambio, el servicio especializado sólo pueda escogerlo dentro de su área? ¿Cómo podrán los centros de salud desarrollar "todas las actividades encaminadas a la promoción, prevención, curación y rehabilitación de la salud, tanto individual como colectiva, de los habitantes de la zona básica" (artículo 63) si todos ellos, merced a la elección de médico, pueden tener sus médicos en otra zona? En este aspecto, como en otros, ha primado una extraña política de no definir un modelo concreto y de intentar dar la razón a todos por el método de incluir afirmaciones contradictorias.
Naturalmente, la ley supone un avance sobre la que estaba en vigor, y ello por una cuestión obligada: viene a sustituir a la ley de bases de la Sanidad Nacional de 1944. Desde entonces han cambiado bastantes cosas en España y la nueva normativa no podía ignorarlo. Así, la ley general de Sanidad plantea un sistema basado, teóricamente, en el traspaso de competencias a las comunidades autónomas, dejando al Estado el papel de coordinador de las mismas. El problema está en que establece dos tipos de autonomías: las que tienen competencias en materia de Seguridad Social -que tendrán una red única e integrada- y las que carecen de estas competencias, que deberán conformarse con una coordinación entre los recursos sanitarios propios y los del Instituto Nacional de la Salud (Insalud), que la ley perpetúa sine die.
Ello conlleva múltiples problemas. Así, y a manera de ejemplo, la Comunidad de Madrid -que no tiene competencias en materia de Seguridad Social- tendrá capacidad legislativa y de planificación sobre unos recursos sanitarios que otro organismo (el Insalud) gestionará independientemente, con lo que las tensiones y la incapacidad práctica de una política coherente serán frecuentes. Estas diferencias tienen su reflejo en el sistema de financiación. Mientras el artículo 81 dice que las transferencias de recursos financieros de la Seguridad Social se realizarán "teniendo en cuenta tanto la población de las mismas como las necesidades de inversiones sanitarias", el 82, introducido por presiones de los nacionalistas vascos y catalanes, señala que en el caso de comunidades autónomas con competencias en materia de Seguridad Social, "la financiación de la asistencia se realizará siguiendo el criterio de población protegida".
Otra de las cuestiones no resueltas es la universalización de las atenciones del sistema a toda la población. Aunque se recoge en los principios generales, luego se señala que habrá tres tipos de ciudadanos: los cubiertos por la Seguridad Social, los carentes de recursos y los que tengan recursos suficientes, cuya cobertura queda a expensas de una reglamentación posterior y a la progresividad sin fecha límite de la transitoria quinta. Y esto último sucede también con la inclusión de la salud mental en las prestaciones del sistema. Pero aún más: el establecimiento de "tasas por la prestación de determinados servicios" abre la posibilidad de que éstas se regulen para prestaciones ahora gratuitas y, por tanto, se cree una posible discriminación de acceso a las atenciones en razón de las posibilidades económicas de los ciudadanos. No se entiende en todo caso cómo no se ha asegurado la universalización del sistema. Finalidad a la que han ido dirigidas de hecho todas las leyes de los servicios nacionales de salud europeos, desde la del Reino Unido en 1956 hasta las más recientes de Italia y Grecia.
Es claro que con la aprobación de la ley se abre una etapa, a cargo del desarrollo y reglamentación de la misma, que todavía puede permitir algunos cambios sustanciales, susceptibles de mejorar -o de empeorar- su contenido. Un hecho indudablemente positivo es que aquellas comunidades autónomas con competencias sobre la Seguridad Social y dotadas de una amplia capacidad normativa podrán profundizar la reforma sanitaria. El riesgo aquí será, no obstante, la generación de diferencias y de gastos incontrolados, que acentuarían más las desigualdades en materia de salud que ya existen entre las distintas zonas de España.
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