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El final de Idi Amín

El maestro africano de la farsa cruel y la parodia ensangrentada ha vuelto a conseguirlo. Cuando parecía que no le quedaban más que unas horas de vida en un hospital saudí, Idi Amín, antiguo dictador de Uganda, ha salido del coma para volver a desafiar al mundo con su peculiar forma de teatro negro.

El hombre al que se llamó, además de "Gran Papá", "Presidente vitalicio", "Mariscal de campo", "Doctor Al Haji" y, por supuesto, "CBE" -las siglas inglesas de su apelativo satírico, el de Conquistador del Imperio Británico-, Idi Amín termina su agitada vida como cualquier otro dictador derrocado: en el exilio, sin reputación, sin dinero y olvidado, aunque no perdonado. Cuando inevitablemente le llegue la muerte, no será llorado por sus compatriotas. Es un monstruo que salió hace tiempo de la escena y ahora vive su último acto.

Conocí a Idi Amín en Yedda en 1999, después de perseguirle varios años con el fin de entrevistarle para mi libro Talk of the Devil: Encounters with Seven Dictators

[El diablo se asoma: Encuentros con siete dictadores]. Le vi como siempre, gordo y gigantesco, con unos ojos que sobresalían en su rostro jovial. Su inglés era tan rudimentario como cuando era el Papá de Uganda. Llevaba la túnica blanca tradicional de los saudíes y, en principio, sólo estaba dispuesto a hablar de temas como el boxeo, la comida y la televisión por satélite. Era un expatriado que vivía en Yedda gracias a la generosidad de la familia real saudí, ejercida en nombre de la solidaridad islámica, y los demás inmigrantes africanos le consideraban prácticamente un ídolo.

Para sus seguidores, Amín no es ningún monstruo. Simboliza a los dirigentes africanos contemporáneos que comenzaron sus carreras en Occidente; en el caso de Amín, como cabo en un regimiento colonial británico. Pero ahí acaban todas las semejanzas. Amín era una bomba de relojería. Enviaba telegramas absurdos a los líderes mundiales, humilló a cuatro empresarios británicos al obligarles a levantarle en su palanquín, en una parodia del daguerrotipo colonial, y visitó al Papa cubierto de falsos honores militares de Uganda.

A cambio de todo eso, le llamaron caníbal; en aquella época, desde luego, se lo llamaban a cualquier africano malvado. Pero en el caso de Amín ocurrió el día en el que contestó a una pregunta sobre la antropofagia con estas palabras: "No me va. He probado la carne humana y es demasiado salada para mi gusto".

"Soy un buen musulmán, sólo me interesa el islam", me dijo. Le pregunté si tenía remordimientos. Un ex dictador más astuto habría empezado a hablar sobre la necesidad de reconciliación. El Gran Papá no se arrepentía de nada: "No, sólo tengo nostalgia". ¿De qué? "De cuando era un suboficial que luchaba contra el Mau Mau en Kenia y todo el mundo me respetaba. Era tan fuerte como un toro. Fui un buen soldado en el Ejército británico. Nací en una familia muy pobre. Y me alisté para huir del hambre. Pero mis oficiales eran escoceses y me adoraban. Los escoceses son buenos tipos".

Durante todo su mandato, Amín dijo e hizo abiertamente lo que otros no se habrían atrevido a hacer ni decir jamás. Habló de invadir Suráfrica y derrocar a los racistas. Expulsó a 80.000 asiáticos, a los que acusó de ser explotadores económicos. Destruyó la economía de la "Perla de África". Pero su peor crimen fue matar o dar la orden de que mataran a 300.000 personas.

Tenía una enorme afición a las mujeres, las falsas condecoraciones y la vida militar. Amó, y luego odió, a los británicos. Se proclamaba admirador de Adolf Hitler. Amaba y odiaba también al coronel Gaddafi, que le concedió asilo durante un año, en 1979, pero luego le pidió que se fuera de Libia. Amó y después odió a su esposa Kay, y ordenó que le cortaran las extremidades porque se había atrevido a abortar. Se quejaba de Henry Kissinger: "Nunca viene a Kampala a que le aconseje". Afirmaba que Leónidas Breznev y Mao Zedong habrían tenido que recurrir a él como mediador.

Mi entrevista con Amín fue informativa y, al mismo tiempo, completamente inútil. No hizo ninguna revelación; no dijo nada que no hubiera dicho antes. Su salón era caótico, amueblado con las ornamentaciones doradas que tanto le gustan a la clase media saudí. Desde una habitación próxima se oían ruidos propios de una feliz vida doméstica: mujeres que charlaban, un bebé que lloraba, gente que cocinaba. El jardín, en el que estaban estacionados varios coches, no tenía ningún tipo de arbustos. La persona que me condujo hasta Amín era el portero de mi hotel. Idi Amín estaba deseoso de hablar, pero tenía poco que añadir a la historia. "Sigo al tanto de las cosas. Dicen ustedes que estoy aislado, pero no es verdad", me dijo. "Todavía tengo muchos amigos. Sigo los acontecimientos". Para demostrarlo, empezó a cambiar de canales en la televisión por satélite, una pantalla monolítica como las que se encuentran en todos los hogares saudíes, junto a los sofás de piel blanca y los retratos del rey. Amín pasó del canal congoleño al libio, de CNN a la RAI. "Ya no me interesa la política", explicó. "Ahora toco el órgano. Ah, sí, y voy a pescar a un lugar junto a la frontera de Yemen. El pescado está delicioso. Llevo una vida pacífica".

Me faltaban las palabras y las preguntas. Por fin se me ocurrió algo. Sin poder quitarme de la cabeza la imagen de Idi Amín con una caña de pescar, me las arreglé para preguntar: "¿Y cómo quiere ser recordado, señor presidente?". "Señor presidente", demasiado respetuoso para un hombre que había cometido unos crímenes tan horribles. "Lo que quiero es que me recuerden como un gran deportista", contestó. "Un campeón de boxeo".

Uganda no pudo hacer nada contra él. Amín acabó con el país en unos cuantos asaltos. Después de la invasión tanzana del país en 1979, se supo que tras las extravagancias carnavalescas del Gran Papá había un pestilente reguero de sangre. En los frigoríficos de la residencia presidencial aparecieron las cabezas cortadas de varios de sus adversarios. En la colina de Nakasero, junto a una de sus villas, se descubrió un campo de exterminio en el que los prisioneros, consumidos, habían sobrevivido royendo los huesos de los muertos. "Todo mentiras, para dañar mi reputación", me dijo Amín. El masajista egipcio que le tuvo como cliente durante varios años me confió: "Es un hombre encantador. Por lo que he visto, es un verdadero caballero, incapaz de hacer daño a una mosca. Sólo se vuelve un poco extraño cuando le preguntamos por su vida como presidente de Uganda. No le gusta que le pregunten sobre el pasado, pero le encanta su presente: tiene una esposa joven, viene aquí con sus hijos y nada para mantenerse en forma".

Hace sólo cuatro años, Amín todavía tenía mucho que ver con las guerras regionales que asuelan el este de Congo, el sur de Sudán y el sur de Uganda. Un empresario italiano me contó que Amín le indagó a propósito de un contenedor lleno de "material importante" que quería hacer llegar deforma discreta al norte de Uganda; allí, las guerrillas mantienen una guerra disparatada contra el régimen del presidente actual, Yoweri Museveni, que cuenta con el apoyo de Washington. Uno de los caudillos que luchan contra los intereses ugandeños en el hervidero de la región de los Grandes Lagos es el hijo mayor de Amín, Taban Amín, conocido como "el sheriff", y la mayoría de la familia ha vuelto a hacer vida normal en su país: hace mucho que se autorizó a sus esposas e hijos a regresar, tal vez en nombre de la reconciliación nacional. También hay hijos que viven en Estados Unidos.

Sin embargo, ahora que este hombre de 78 años está gravemente enfermo, los verdaderos interrogantes que suscita su legado están muy lejos de la Uganda que abandonó en los años setenta. En una época en la que es habitual enviar a la cárcel a antiguos jefes de Estado -o, al menos, ordenarles que justifiquen sus acciones en tribunales internacionales-, ¿por qué no ha habido ninguna presión para que Arabia Saudí entregue a este dictador? ¿Y por qué está Uganda, la nación que destruyó, dispuesta a dejarle que vuelva allí para morir? ¿Por qué la comunidad internacional ha sido capaz de encarcelar a Slobodan Milosevic y Manuel Antonio Noriega y, en cambio, se conforma con saber que Baby Doc Duvalier vive un pacífico exilio en Francia? Igual que el que Mengistu, de Etiopía, vive en Zimbabue. ¿Y por qué se propone el exilio, y no la justicia, para el presidente de Liberia, Charles Taylor? ¿Por qué Florida se ha convertido en residencia de antiguos dictadores y líderes militares de Centroamérica, muchos de ellos con responsabilidad moral o legal sobre crímenes parecidos a los de Idi Amín? ¿Por qué tantos jefes de los Tonton Macoute, los esbirros haitianos, viven sin problemas en el Bronx y las afueras de París?

Todas estas preguntas no parecen inquietar a Idi Amín. Durante mi entrevista con él, sólo le interesaba importar alimentos auténticamente ugandeses para saciar su enorme apetito y asegurarse de tener suficientes plátanos verdes. Le preocupaba su adorada colección de coches: un Range Rover blanco y un Cadillac azul, entre otros. Todo ello, al tiempo que evitaba a periodistas curiosos con intención de interrogarle sobre la "peregrinación prolongada" que le retiene en Arabia Saudí desde 1980.

No echaremos de menos a Idi Amín. Pero, en estos tiempos, la franqueza de este voluminoso cabo africano -"Dirigir un país es como dirigir un negocio: uno tiene que ponerse un sueldo decente"- resulta bastante ingenua.

Por supuesto, ello no justifica la muerte y el sufrimiento causados por el Gran Papá. Aquellos a quienes les encanta odiarle tienen el consuelo parcial de que hoy no sería posible otro Idi Amín. África ha cambiado, aunque no necesariamente para mejor. Como nos demostró Ruanda, las matanzas son mayores. Las guerras son más brutales: Liberia, Sierra Leona, Congo. La corrupción ha crecido, alimentada -entre otras cosas- por la constante irrupción de las ONG y los organismos donantes. Miles de millones de dólares en ingresos por petróleo mantienen a flote una balsa llena de regímenes ineficaces y brutales dictaduras militares.

La diferencia es que África ya no tiene a Idi Amín. El Caníbal de Uganda se está muriendo. Y con su desaparición, el exclusivo club de los dictadores mundiales se hace más pequeño.

© Riccardo Orizio, 2003.

La entrevista original con Idi Amín apareció en el libro Talk of the Devil, publicado por Secker & Warburg (Random UK).

Riccardo Orizio es periodista y escritor. Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.

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