La felicidad del perdedor
Eran las tantas de la noche y aquel niño inquieto no se dormía. Yo le dije: "Te cuento Caperucita y me voy, que lo sepas". Comencé a contarlo automáticamente. Ya se sabe, Caperucita con su capa roja, esa madre insensata dejándola sola con la célebre cestita, el lobo acechante y esa abuela dejada de la mano de Dios o de la ley de dependencia. Debía estar tan derrotada que el sueño me venció. Lo extraordinario es que en vez de dejar de contar el cuento seguí, introduciendo unos detalles sobre el presupuesto de los muebles de cocina de la abuela de Caperucita, que en realidad era el de mi cocina, ya que a la mañana siguiente venían unos operarios a montarla. Me despertó el niño: "¡No era así, no era así!". Me río cuando recuerdo aquella escena. El agotamiento físico y el agotamiento mental de tener que contar siempre la misma historia. Hace no mucho cité un libro, Los siete argumentos básicos, de Christopher Booker. Su teoría es que la ficción se repite de tal manera que uno puede clasificar cada novela en siete argumentos fundamentales. Todas las historias están escritas y, sin embargo, tenemos la necesidad de que se vuelvan a reinventar. Cuando una amiga te cuenta que está enamorada, no le dices: "Eso le pasa a todo el mundo alguna vez en la vida". La experiencia es común, pero nuestro punto de vista la hace única. Recuerdo que me escribió una lectora para decirme que uno de esos siete argumentos, La Cenicienta, estaba desfasado. No estoy de acuerdo. No se trata de tomar el cuento de manera literal sino de extraer su significado profundo. En el caso de la Cenicienta nos encontramos con un ser humano que se libra de su vida miserable gracias a un inesperado encuentro amoroso. A menudo, los críticos infravaloran una historia por encontrarla demasiado imitativa. Mi opinión es la contraria: no hay mayor desafío que hacer una versión brillante de un clásico. La otra noche, antes de irme a dormir, vi una película que me proporcionó esa reconfortante sensación de las viejas historias. Ah, la felicidad casera: algo sabroso para picar, un buen vino, y una película que desde los títulos de crédito intuyes que te va a gustar. Se trataba de Crazy Heart, la historia de un cantante country que vivió un glorioso pasado, pero que a los sesenta años se encuentra derrotado por el alcohol. Malvive en una soledad merecida, la del que no supo estar a la altura de los que le necesitaban, su hijo, por ejemplo. Ese personaje, el perdedor que cruza el enorme país de un lugar a otro sin tener un anclaje, es un prototipo de la literatura y el cine americanos, no ha habido historia tantas veces contada, pero como los cruces de camino de estas tierras están llenos de seres solitarios percibo que hay una necesidad en el ambiente de que se narre una y otra vez. Es un clásico que narra, por un lado, la dureza de esta tierra tan propensa a condenar a sus habitantes al desarraigo, y por otro, ofrece al personaje una oportunidad de redención, algo que también está estrechamente ligado con el "ser" americano. Aunque Scott Fitzgerald dijera aquello de que "no hay segundos actos en las vidas norteamericanas", creo que no hay otro país en el que la gente se reinvente con tanto coraje tras un fracaso. Jeff Bridges ganó un Oscar con este papel. Yo le daría un Oscar a su cara, a su voz, a las películas malas que ha hecho, a las buenas, a esa manera tan empática de estar en el mundo, a esa especie de bonhomía que transmite desde que lo vimos de jovencillo de La última película hasta este Crazy Heart en donde canta con voz arenosa eso de "I used to be somebody / but now I am somebody else". Jeff Bridges ha sido uno de esos actores no premiados a los que el público ha ido adorando por su cuenta. Yo recuerdo, por ejemplo, no encontrarle la gracia en un primer momento a El Gran Lebowski hasta que el mismo niño que lloró porque era indignante que la abuela de Caperucita reformara sus muebles de cocina, me dijo: "¡Es imposible que no te rías con El Nota!". El Nota, en español; The Dude, en inglés. Los hijos te ponen al día. Sí, lo reconozco, ahora me hace mucha gracia. Pero sobre todo por ese tío tonto, perraco, cervecero que encarnaba Jeff Bridges. Y me hace más gracia aún que esa película hacia la que los críticos mostraron desdén se haya convertido por deseos de un público gamberro en un fenómeno cultural que recorre Estados Unidos: la fiesta Lebowski comenzó a celebrarse en una bolera de Kentucky y se ha ido extendiendo a más Estados. La carrera de Bridges tiene un cariz distinto al que hoy en nuestros días defiende la información cultural. Las páginas culturales están engolfadas con las ventas, las listas, la taquilla, los premios, los oscars. El éxito, en definitiva. Se convierte la cultura en una historia de vencedores y fracasados. Un estudioso extravagante que ha ido siguiendo a los nominados de los oscars durante años afirma que los ganadores de un Oscar sobreviven cuatro años a los que fueron nominados pero no se lo llevaron. Jeff Bridges se ha llevado un premio a los sesenta años, pero no hay huella en él de resentimiento. Produce alegría ver que la sonrisa de una estrella no refleja tensión sino simpatía y disfrute de la vida. Es algo tan raro.
Jeff Bridges ha sido uno de esos actores no premiados a los que el público ha ido adorando por su cuenta
Un estudioso afirma que los ganadores de un Oscar sobreviven cuatro años a los nominados que no lo obtuvieron
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