Por favor, no se me confundan de enemigo
Supongo que debe haber sido mi sufrida condición de funcionario la que me ha hecho particularmente sensible a un cierto tipo de comentarios. En todo caso, bienvenido sea el detonante si sirve para pensar en asuntos que a todos conciernen. Uno de ellos, particularmente importante a mi juicio, es la generalización de determinados tópicos en sectores que en principio deberían sentirse muy alejados de ellos. Con otras palabras: tengo la sensación de que sectores populares parecen hacer suyas banderas que no les corresponderían, interiorizando reivindicaciones y críticas propias de otros sectores.
Es el caso, por el que empezaba este artículo, de una extendida actitud hacia los funcionarios, tomados como objeto de todo tipo de diatribas precisamente por aquellos que más los necesitan y más recurren a sus servicios. Como acertadamente recordaba Santos Juliá hace algunas semanas en estas mismas páginas, casi la mitad de los funcionarios de este país desarrollan su actividad en los diferentes niveles del sistema educativo, de infantil a universitario, y en las instituciones sanitarias del Sistema Nacional de Salud, estando otro contingente muy importante formado por militares, policías y guardias civiles, o sea, personal de las Fuerzas Armadas y de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado, a los que es preciso añadir el personal adscrito a la Administración de Justicia y a los centros penitenciarios y las policías locales y autonómicas. En definitiva, un personal absolutamente necesario para el funcionamiento de cualquier sociedad y que en ningún caso se identifica con la malintencionada imagen del oficinista ocioso y absentista que, cuando por fin acude a su puesto de trabajo, se sacude de encima la faena a las primeras de cambio echando mano del socorrido "vuelva usted mañana".
Los sectores populares no deberían caer en la trampa de satanizar ni a los funcionarios ni a los sindicatos
Si los socialistas no hubieran abolido impuestos a los ricos, sobraría el tijeretazo
Análogo desenfoque parece estar sucediendo con los sindicatos, enemigos de clase tradicionales de la patronal, que ahora tienden a verse denostados desde los mismos sectores populares que, también en esto, hacen suyos los argumentos que no parecen corresponderles. No seré yo quien haga un elogio desatado de las organizaciones sindicales, ni quien obvie que en ellas pueden darse casos -incluso flagrantes, so pretexto de la profesionali-zación- de burocratismo o, lo más grave, de atención preferente a determinados sectores de trabajadores (lo que antaño se llamaba aristocracia obrera) en perjuicio de nuevos sectores damnificados (inmigración, juventud, parados...). Pero algo convendría no olvidar, sobre todo a la vista del cariz, cada vez más duro, que han ido tomando los acontecimientos: con todos sus defectos y errores, han sido las organizaciones sindicalesquienes han asumido, en algún caso en clamorosa soledad, la defensa de los intereses de los trabajadores frente a sectores que están dando sobradas pruebas de una avidez y una codicia sin límites.
Era precisamente un sindicalista, el secretario general de CC OO en Cataluña, Joan Carles Gallego, quien, en un artículo periodístico reciente, proporcionaba el dato: con la rebaja que ha efectuado la Generalitat de Cataluña en el impuesto de sucesiones había dejado de recaudar 540 millones de euros, mientras que con el recorte del sueldo a los funcionarios tan solo se iba a ahorrar 200. A nadie, en cambio, se le ha ocurrido plantear la reconsideración de estas medidas, quizá porque aquellos a quienes les correspondería hacerlo debieron creerse en su momento el solemne dictamen doctrinal del presidente del Gobierno afirmando que bajar impuestos es de izquierdas, dictamen ahora vuelto del revés como un calcetín.
Sin duda, ese cambio de banderas al que me refería al empezar el artículo tiene que ver con el deterioro, cuando no el abandono, de las propias. Del estado de confusión en el que parece sumida la socialdemocracia, reclamando día sí día también la necesidad del retorno de la política, pero sin especificar qué demonios haría con ella en caso de que tal retorno se produjera, para qué hablar. ¿Y qué decir de su izquierda? En momentos como el actual parece revelarse el carácter artificioso, impostado, por no decir oportunista, de muchas presuntas reconversiones ideológicas. Sin duda, para algunos debió resultar muy atractiva la transversalidad que ofrecían, por ejemplo, los discursos ecologistas (sobre todo cuando las tradicionales bases obreras menguaban a gran velocidad), pero en tiempos de crisis, en el que las urgencias más inmediatas pasan por delante, en el que la desesperación se extiende por doquier, uno no puede dejar de pensar que buena parte de aquellos discursos y sus reivindicaciones parecían diseñados para épocas de abundancia, y que seguir manteniéndolos tal cual, con la que está cayendo (y con los que han caído) a muchos les puede sonar a frivolidad insufrible.
Pero ninguno de los argumentos anteriores -o incluso otros mejores en la misma línea que se pudieran ofrecer- hace buena, ni menos aún legitima, la confusión de enemigo. Se diría que, insaciables en todo, quienes han conseguido imponer sus directrices en el terreno de la economía o de la política (obligando a la izquierda a tomar medidas que hasta ayer mismo juraba que jamás tomaría), también aspiran a la hegemonía en materia de ideas y actitudes. Parecen estar obteniéndola. Durante la época de vacas gordas, consiguieron imponer su modelo hipercompetitivo, hicieron creer a los menos favorecidos que el ascensor social estaba perfectamente engrasado y que el mercado no solo se encargaba de ordenarlo todo, sino que terminaría encumbrando a los mejores, sin hacer distingos por su extracción de clase. Ahora estamos viendo los frutos de aquel espejismo: quienes, por su posición en la sociedad, deberían ser decididamente solidarios (¿tan poca memoria deja venir de pobre?) se han convertido en ferozmente rencorosos, asumiendo, en cruel paradoja, los argumentos de quienes precisamente les han conducido a la lamentable situación en la que ahora se encuentran.
En definitiva, quizá, como le hacía decir El Roto al personaje de una de sus impagables viñetas, ya no haya derecha e izquierda, pero de lo que no hay la menor duda es de que continúa habiendo arriba y abajo. De ahí la súplica que daba título al presente artículo: por favor, no se me confundan de enemigo.
Manuel Cruz es funcionario del Ministerio de Educación.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.