Las falacias de Sarkozy
¿En qué consiste ser francés? Ésta era la cuestión que debía presidir el debate sobre la identidad nacional que el presidente Sarkozy ordenó a los franceses. La Francia eterna a la búsqueda de la identidad pérdida, como si fuera una precaria nación sin Estado.
En abril de 2007, en vísperas de la primera vuelta de las elecciones que ganó, Nicolas Sarkozy declaró a Le Figaro: "He hecho mío el análisis de Gramsci: el poder se gana por las ideas. Es la primera vez que un hombre de la derecha asume esta batalla". Fiel a este criterio, Nicolas Sarkozy ha asumido el papel de ariete de la hegemonía ideológica conservadora y ha entrado directamente en el debate sobre la identidad nacional, con un artículo en Le Monde: "Respetar a los que llegan, respetar a los que acogen".
El espíritu del artículo podría sintetizarse en esta frase: "La identidad nacional es el antídoto al tribalismo y al comunitarismo". Pero la celada es demasiado obvia: la identidad nacional es la expresión de un comunitarismo. ¿Cómo un comunitarismo puede ser el antídoto al comunitarismo? Si, para defenderse del comunitarismo, hay que preguntarse qué es ser francés y actuar en consecuencia, lo que hace Sarkozy es poner en marcha un mecanismo de exclusión: todo el que no se sienta incluido en la descripción del ser francés está, por lo menos, en precario. El discurso de Sarkozy le señala como un comunitarista peligroso, dado que la identidad nacional es el antídoto contra el comunitarismo. Es decir, Sarkozy repite el eterno círculo vicioso de los discursos nacionalistas. Una formulación sin eufemismos de su sentencia diría: "El comunitarismo francés es el antídoto al tribalismo y a los demás comunitarismos". Eterno retorno de las mismas pesadillas.
Pero, siendo éste el núcleo duro del discurso de Sarkozy, hay más. Y sobre todo hay este imperialismo ideológico del presidente que pretende colonizar todas las ideologías, raptando las señales de cada una que puedan ser más atractivas para la ciudadanía. Así, regala los oídos de los electores de la extrema derecha, apelando a ser sensibles a la voz del pueblo, en casos como el del referéndum suizo de los minaretes, porque el peligro del populismo no está en escuchar a los ciudadanos sino en ignorarlos. Y regala los oídos de muchos electores de la izquierda que optaron por el no en el referéndum europeo, al decir que Francia dio una lección y aquel voto permitió plantearse decididamente "que no pudiendo cambiar los pueblos, era necesario cambiar Europa". Superando sus divisiones, "Francia", dice Sarkozy, "pudo asumir el liderazgo para cambiar Europa". Y regala los oídos de los sectores laicos al advertir a los creyentes "que deben practicar su culto con humilde discreción".
Pero, por encima de todo, lo que da la clave principal del artículo de Sarkozy es la utilización del referéndum suizo de los minaretes como pretexto y como eje de su relato. El presidente se pone en evidencia. Su decisión de relanzar un gran debate sobre la identidad nacional francesa sólo tiene un motivo: los seis millones de musulmanes que viven en Francia. Es decir, que el antídoto es contra el comunitarismo islámico. Lo cual me parece un error, por lo menos por dos razones: primero, porque una vez más remite el debate identitario a lo religioso. Como si la religión fuera el factor determinante de la identidad de las naciones; como si Grecia o Roma no hubieran pintado nada en la construcción del espíritu de los europeos y sólo fuera relevante "el profundo trazo" que ha dejado la civilización cristiana. Segunda, porque los problemas de convivencia cultural se resuelven por la vía de la pluralidad y no de la simplificación. Si Sarkozy lee a Voltaire, recordará el mensaje de las Cartas filosóficas: una sola religión es la intolerancia, dos es la guerra, muchas es la libertad. Lo mismo puede decirse de cualquier otra forma de discurso identitario. En Francia, la inmigración es suficientemente plural como para que el presidente extendiera su supuesta voluntad integradora más allá de las diferencias entre cristianos y musulmanes.
La solución no es la identidad nacional francesa, la solución es la República. Y aquí Sarkozy comete la peor de sus falacias: confundir República e identidad nacional. Dar por supuesto que son la misma cosa. La República es de todos los que la habitan y Sarkozy sigue con la discriminación entre nacionales y extranjeros, incluso cuando éstos -la mitad de los musulmanes- tienen la nacionalidad francesa. Pero Sarkozy es un político. Y como tal, como explicó Harry Frankfurt, su horizonte es el poder, no la verdad.
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