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Editorial:EL RUMBO DEL GOBIERNO / y 2
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

El embrollo fiscal

Subir los impuestos es ahora una decisión de alto riesgo; los vaivenes del Gobierno causan alarma

Con toda seguridad, el embrollo fiscal que el Gobierno de Rodríguez Zapatero ha organizado este verano con anuncios sucesivos y contradictorios, rectificaciones, desautorizaciones y vuelta a empezar, ha sido uno de los factores que más ha contribuido a extender entre los ciudadanos la sensación de improvisación y falta de rumbo ante la crisis económica. Su comparecencia en el Parlamento -cabe recordar que a petición propia- sólo añadió confusión, de tal manera que, a día de hoy, la opinión pública todavía desconoce con exactitud qué quiso decir al anunciar un aumento fiscal de 15.000 millones en 2010.

Ni subir impuestos es automáticamente de izquierdas ni bajarlos de derechas. Ni lo primero equivale a políticas sociales ni lo segundo a estimular la economía. La política fiscal es, sencillamente, otro instrumento de redistribución. Y como tal debe ser manejado con rigor y competencia. Por eso están fuera de lugar los anuncios imprecisos e irreflexivos de subidas de impuestos: no queda claro por qué razón Zapatero confirmó en Italia, en una surrealista conferencia de prensa con Berlusconi, que estudia también aumentar los impuestos indirectos, cuando debió hacerlo el día anterior en el Parlamento, y no lo hizo.

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El objetivo fundamental de la política económica es sostener el bienestar de los ciudadanos. Y lo que está sucediendo en España es que se está reduciendo a ritmos inquietantes el PIB por habitante, en gran medida porque lo está haciendo el empleo. El paro ya es más del doble del promedio de la OCDE. Detener esa sangría es la condición necesaria no sólo para reducir pérdidas de bienestar de los ciudadanos, sino también para sanear las cuentas públicas a medio plazo.

Una economía en la que la inversión cae a ritmos del 20% hipoteca su producción futura, su modernización y capacidad competitiva a medio plazo. Sin un aumento de inversión pública que compense el desplome de la privada se corre el riesgo de retrasar más la salida de la crisis.

Es pues indiscutible que sanear las finanzas del Estado es una obligación de cualquier Gobierno. Pero las dos vías para conseguirlo son el aumento de los ingresos y la reducción del gasto, alternativas ambas que reducen los estímulos al crecimiento en el corto plazo. De ahí que resulte decisivo elegir bien el momento de recurrir a cualquiera de ellas, en particular a la subida de impuestos. Si, como ocurre en España, la recesión es muy pronunciada y la recuperación lenta y distante, cuadrar las cuentas públicas no puede ser la máxima prioridad. Eso no significa que el plan no tenga que estar preparado, a ser posible con el respaldo de la oposición. Pero su aplicación ha de esperar a que se detenga la destrucción de empleo.

Entonces, y sólo entonces, será el momento de elevar los impuestos, una decisión que, se quiera o no, tendrá que ser adoptada para reconducir las cuentas públicas deterioradas por la crisis. Pero antes es imprescindible avanzar en la productividad de las administraciones públicas, Gobierno incluido, y en la eficacia recaudatoria. También en aquellas reformas no destructoras de empleo y favorecedoras de la modernización del país.

No parece ser ése el camino emprendido por el Gobierno, encastillado en una rancia retórica que se olvida de la obligación central de la socialdemocracia de compatibilizar la gestión económica eficiente con el compromiso social, en vez de convertirlos en objetivos excluyentes. La diferencia entre las medidas populistas y la política social es más nítida de lo que parece entender Rodríguez Zapatero -ahí están los 400 euros-. De que lo entienda a partir de ahora dependerá en gran parte el futuro inmediato de este país.

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