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El dolor de las mentiras

J. Ernesto Ayala-Dip

No creo que a nadie le guste que le mientan. Ni siquiera, por paradójico que parezca, a los que mienten. Cuando nos mienten, algo se rompe. El contrato de sinceridad que se establece entre dos personas sufre una profunda herida si uno de los dos decide no respetarlo. La clase política, más que ninguna otra, dada su alta responsabilidad comunitaria, debería reparar, para decirlo con palabras de Bernard Williams, en este fervor por la veracidad y la honestidad, que llevamos como un gen, adheridas las personas. ¿Creen realmente los políticos que las mentiras son indoloras? ¿Y creen que se las puede además ir hilvanando de discurso en discurso sin que ello no deje secuelas graves para el futuro de la democracia? En España acabamos de pasar unas elecciones. Se supone que los ciudadanos seremos gobernados estos próximos cuatro años. Y se supone que si el partido que gobierna no lo hace bien, por lo menos todo lo bien que prometió que lo haría, el ciudadano reparará en ello, a la vez que también reparará en lo bien o lo mal que lo ha hecho la oposición, además de reparar también en la participación que han tenido en el juego democrático y en la actividad pública el resto de los partidos que conforman el arco parlamentario. Se supone todo ello, a la vez que el ciudadano cada vez más observa cómo paralelamente al desarrollo de la actividad parlamentaria y la acción del Gobierno y de la oposición, se gestiona, sin necesidad de esperar a los cuatro años siguientes, una especie de eterna precampaña, de actividad casi diaria de demolición del oponente y de autopromoción o autobombo de la propia gestión. Así que acabamos de pasar unas elecciones y ya entramos, sin que se explicite, en una larguísima precampaña, incluidos congresos internos de partidos muy ricos en eslóganes preelectoralistas para consumo interno y externo. Es decir, entramos, no bien acabada una, en otra subasta de promesas, que puestos a no poder evitarlas, uno desearía que fueran verdad. O por lo menos, lo más cerca de la verdad. O lo más lejos de la mentira.

La clase política debería reparar en el fervor por la veracidad y la honestidad

A las palabras puede que se las lleve el viento. Pero en política, a las mentiras no. Si se insiste en ellas, sedimentan mal. Dejan un reguero de desánimo y pena colectiva que luego cuesta movilizar hacia un nuevo horizonte de esperanza. Tal vez por ello, Barack Obama, en su largo camino a la nominación demócrata, dijo hace unos días en Carolina del Norte que "lo importante es poder responder a las necesidades de los ciudadanos diciéndoles la verdad". Extraña, en este contexto, la diferenciación que hace George Lakoff en el nuevo manual de politología que se ha puesto de moda, "No pienses en un elefante", entre mentira y "pérdida de confianza" en las instituciones, subrayando su nocividad en lo segundo antes que en lo primero. Si mientes a tus votantes y a los que tienes que ganar, no es nada raro que pierdan la confianza en ti y en todo lo que representas.

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Se puede mentir para alcanzar el poder. O se puede mentir para conservarlo. (O se puede evitar decir la verdad, para lo mismo). Si un político, por ejemplo, nos promete que bajará los impuestos y luego cuando alcanza su objetivo no los baja, es que ha mentido. (Otra cosa es que uno le pregunte al político en cuestión de dónde saldrán los dineros para garantizar un óptimo funcionamiento de los servicios públicos, con lo cual se podía haber ahorrado la mentira, o sencillamente dejará que los servicios públicos se pudran, o se privaticen). Pero también se puede mentir con otras fórmulas más sofisticadas, aseverando que bajando los impuestos se estimulará el consumo interno garantizando de esta manera un crecimiento de la economía. En este caso no es que se mienta, es que no se dice toda la verdad, no se informa de qué repercusiones tiene para el planeta crecer, no se explica qué peligros reales (y corroborados por la comunidad científica) implica estimular el consumo hasta el infinito.

El escritor norteamericano David Foster Wallace escribía en su libro Hablemos de langostas, a propósito de la dejación participativa de los que él denomina "votantes jóvenes" en los Estados Unidos, que uno de los ejes de los discursos electorales de John McCain en pasados comicios era la promesa casi religiosa de no mentir. Ese juramento era su máximo activo (otra cosa es que ese juramento se fuera a cumplir). Y Foster Wallace se pregunta en su libro cómo es posible que eso, nada más que eso (y nada menos, claro), hacía que el candidato republicano obtuviera tantos y tantos aplausos en sus mítines. La respuesta que él encuentra es muy sencilla, y ahora mismo todos los políticos, que nunca cejan en su afán de asegurarse los votos del futuro una vez que ayer mismo ya han conseguido los necesarios del presente para gobernar, deberían tomar debida nota antes de desgranar sus promesas imposibles. "Porque nos han mentido miles de veces, y duele que te mientan". Y agregaba el escritor que la mentira te degrada y degrada al mentiroso.

J. Ernesto Ayala-Dip es crítico literario.

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