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La dificultad de actuar

Pensar es fácil, actuar, difícil; pero lo más difícil, actuar siguiendo nuestro pensamiento", escribió un Goethe que supo combinar la creación con la actividad político-administrativa.

Para el que disponga de una cierta capacidad intelectual -lo que la naturaleza no da, Salamanca no lo presta- y esté algo entrenado -nada se consigue sin constancia-, pese al esfuerzo doloroso que a menudo conlleva, pensar resulta fácil, porque en último término depende de uno mismo. El que se piense solo, aunque siempre en un contexto social, reaccionando ante lo que otros han pensado, facilita mucho las cosas. En cambio, se actúa únicamente con la mediación y el concurso de los otros. La dificultad intrínseca de la acción radica en que realización y resultados dependen de personas que escapan a nuestro control. La acción consiste en motivar a otros a perseguir un objetivo común, que no puede alcanzarse sin el respaldo de los demás.

La distancia entre ideología dominante y realidad explica que las crisis nos cojan de improviso
La política se ha convertido en el ámbito del tópico y de la rutina

Influir sobre el comportamiento de los otros suele ser mucho más arduo que hilvanar unas cuantas ideas con pocas probabilidades de que, sea cual fuere la calidad, salgan de un estrecho recinto. Aunque algunas, a veces pasado bastante tiempo, llegan a cambiar el curso de la historia, otorgar la preeminencia al pensar no deja de ser una secuela de la sociedad esclavista griega para la que obrar es el destino de aquellos a los que la naturaleza no los ha dotado de otras facultades. Para unos, lo propio es pensar-mandar, para otros, actuar-obedecer.

La idea de que actuar sea más difícil que pensar sorprende menos si se cae en la cuenta de que la acción rara vez proviene de la iniciativa individual, sino que transcurre por cauces trazados de antemano, que se ajustan a los modos y fines de las instituciones desde las que se actúa. El caso paradigmático es el del funcionario, obligado a someter su acción a normas muy estrictas. El comportamiento del empresario, que suele mencionarse como el opuesto, tampoco escapa a las ideas trilladas ni a los recelos dominantes, por mucho que afirmarlo contradiga los prejuicios que legitiman el orden establecido. Moverse fuera de lo manido suele conducir al fracaso, aunque a veces sea fuente excepcional de éxito.

Tan infrecuentes como los pensamientos originales son las acciones al margen de los canales instalados, pero, nada tan difícil, a la vez que tan raro, como perseguir objetivos que provengan de una reflexión personal. Si además la acción se mueve en el plano de una política que persigue un único afán, llegar al poder y, cuando se ha alcanzado, no perderlo, las complicaciones crecen exponencialmente, alchocar con estructuras consolidadas de poder. Nada más peligroso en política que abandonar la senda marcada para alcanzar objetivos fijados en una reflexión personal. Llega a la cima el político que, ajeno a cualquier originalidad en la acción o en el discurso, se haya identificado por completo con el partido al que pertenece, defendiendo los intereses, pero también estilo y prejuicios de los grupos sociales que representa. Nada perjudica tanto al político profesional, y tal vez no quepa otro tipo, como una acción o un pensamiento fuera de lo esperado, contra los que, no hay cuidado, suele estar muy bien blindado.

La política se ha convertido así en el ámbito del tópico y de la rutina, donde desde un primer momento cabe excluir cualquier sorpresa en el discurso o en los comportamientos. Lo más grave es que esta misma actitud se haya extendido a la información y a los comentarios periodísticos, que se mueven también a piñón fijo. Aumenta así la distancia entre lo que realmente ocurre en un mundo que está cambiando a gran velocidad y la apreciación colectiva que de él se tiene.

Tampoco ha de extrañar que los que han llegado a la cúspide -económica, política, profesional- estén predispuestos a creer firmemente en las ideologías que los favorecen, disponiendo de una amplia gama de mecanismos para difundirlas en todos los niveles. Nos dicen que queda mucho por hacer, que no escasean deficiencias que corregir, incluso inequidades que suprimir, pero en líneas generales, marchamos por el buen camino. El orden social se legitima, si la mayoría cree que es el mejor de los posibles.

Justamente, la distancia creciente entre ideología dominante y realidad vivida explica que las crisis nos pillen de improviso. También a finales de los 80 muy pocos -y la nomenclatura, la que menos- previeron el desplome de la Unión Soviética, "el país más grande y con mayores recursos naturales, con el sistema social más avanzado del mundo", como proclamaban los libros escolares soviéticos.

Vivimos en el mejor mundo posible hasta que de repente asistimos a su derrumbe. Los instrumentos teóricos que sirvieron para apuntalar el orden existente, no valen ya para dar cuenta de su desmoronamiento, y han sido vetados todos aquellos que hubieran podido resultar idóneos. La crisis se manifiesta en que no sabemos lo que pasa de verdad. En los años 30 se conocieron causas y remedios después de haber sufrido grandes catástrofes, la peor la II Guerra Mundial.

Cuanto más alta la posición social de una persona, mayor la desconfianza que ha mostrado en este último tiempo, suspicacia que se ha ido filtrando hacia los estamentos inferiores. La crisis no ha estallado porque los ciudadanos de a pie hayan hecho cola en los bancos para recuperar los depósitos; han sido los bancos, al recelar unos de otros, los que la han puesto de manifiesto. Son los Gobiernos, es decir, los responsables de controlar el sistema financiero, sobre cuya solidez hasta hace bien poco no abrigaban la menor duda, los que han puesto en circulación las mayores sospechas, al anunciar garantías crecientes. Mientras no se conozcan las causas, no cabe recobrar la confianza, y no cabe detectarlas dentro de las coordenadas teóricas que imponen las relaciones de poder que se están desmoronando a ojos vistas.

Entretanto sólo nos queda dejar constancia de algunas paradojas. El Gobierno ultraconservador de Estados Unidos ha cometido el mayor crimen que ha venido denunciado en los últimos decenios: la intervención del Estado en la economía de mercado. Reino Unido no sólo estataliza parte de la banca, sino que el país que con mayor ímpetu ha frenado el proceso de integración, para salir del atolladero defiende ahora una política común europea. El precio del petróleo baja a casi un tercio del que tenía hace dos meses sin detener las continuas oscilaciones de las Bolsas en caída libre.

Veinte años después del desplome de la Unión Soviética, Estados Unidos se tambalea, arrastrando consigo el último resto del mundo bilateral que surgió de la gran crisis de los 30. De la actual saldrá una nueva relación de fuerzas, por lo pronto multilateral, con una mayor presencia de Asia, y sobre todo, nuevas teorías sociales y económicas que respondan mejor al mundo que está emergiendo. Mientras tanto, sin saber cómo capear el temporal, nuestros políticos se han quedado sin discurso, dispuestos incluso a recuperar un keynesianismo imposible en un mundo globalizado, conscientes de que en coyunturas que nadie puede ya prever, perderán el poder, o lo obtendrán, según lo señale la rueda de la fortuna.

Ignacio Sotelo es catedrático excedente de Sociología.

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