La dictadura y los fideos
La fábrica de fideos Lucchetti, perteneciente a uno de los conglomerados económicos más grandes de Chile, el grupo Luksic, acaba de cerrar sus puertas en Lima, poniendo fin de este modo al empeño de la empresa por instalarse en el Perú, que inició en 1996 y que, según sus dueños, ha significado una inversión -una pérdida- de unos 150 millones de dólares.
Una virulenta controversia entre Lucchetti y la Municipalidad de Lima precedió el cierre de la fábrica, a la que aquélla acusaba de haber sido construida, violando la ley, en un terreno ecológico protegido -los pantanos de Villa-, sin contar con los permisos debidos y en desobediencia flagrante de prohibiciones expresas de la comuna limeña. A estos cargos, Lucchetti respondía que era víctima de discriminación, que había actuado dentro de la ley y que la controversia la había dirimido, a su favor, un fallo judicial.
Para entender lo ocurrido conviene reconstruir algunos hechos claves de esta historia, y, principalmente, tener muy presente que ella se enmarca en el contexto de la dictadura de Fujimori y Montesinos (1990-2000), sin cuyos métodos y costumbres nefastos ella jamás habría tenido lugar. El caso Lucchetti sirve de manera luminosa para mostrar cómo una dictadura no sólo atropella los derechos humanos e institucionaliza la corrupción en un país; también, distorsiona profundamente el funcionamiento de la vida económica imponiendo a las empresas y a los empresarios unas reglas de juego que, en tanto que a algunos los enriquece de manera arbitraria, a otros los desprestigia y los arruina, a menudo injustamente. El gran error de Lucchetti no fue tanto erigir una fábrica en un terreno ecológico protegido al que podía dañar, sino hacerlo convencido de que las reglas de juego mafiosas y gansteriles del fujimontesinismo, si se ponían de su lado, le allanarían todos los obstáculos que le presentaba una Municipalidad a la que la dictadura, por su posición opositora, odiaba y tenía sometida a un acoso implacable.
No tengo la menor duda de que el grupo Luksic opera en Chile, un país donde existe un sistema legal digno de ese nombre, respetuoso con las leyes vigentes. Y, por esa razón, creo también improbable que, allá, Lucchetti hubiera emprendido la construcción de la fábrica con los permisos insuficientes, como lo hizo en Lima: sólo una licencia para levantar "un muro perimétrico" y una disposición edilicia para habilitar una zona rural al casco urbano. ¿Alguien le hizo suponer que confiando la construcción de la fábrica a la empresa J.J. Camet, de la familia del entonces influyente ministro de Economía de la dictadura, Jorge Camet, se eclipsarían los obstáculos? No ocurrió así. Cuando, luego de la intervención y denuncia de diversas organizaciones ecologistas, la municipalidad de Lima ordenó la paralización de las obras, revocando una licencia obtenida por Lucchetti de la municipalidad del distrito de Chorrillos, la fábrica estaba prácticamente construida. Entonces, los directivos chilenos llevaron el caso al Poder Judicial.
Hasta aquí, todavía puede considerarse que la controversia oponía a una empresa privada y al municipio de Lima sin que terciara en ella, por lo menos de manera muy visible, la política. Pero, a partir de ahora, ya no. Sabedores de que en el régimen de Fujimori y Montesinos, como ocurre en todas las dictaduras, los tribunales y los jueces eran meros títeres a los que hacía danzar a su antojo el poder autoritario, los dueños de la empresa fueron a defender su caso ante el factótum todopoderoso del régimen, el celebérrimo Vladimiro Montesinos, "asesor" de inteligencia y jefe supremo de la corrupción. Lo que nunca sospecharon los empresarios chilenos es que Montesinos no sólo los escucharía y les prometería ayudarlos, sino que, al mismo tiempo, grabaría en un video las entrevistas que celebró con ellos, y que años después, al producirse la fuga de Fujimori al Japón, por lo menos dos de aquellas cintas se harían públicas. Ambas grabaciones son extraordinariamente instructivas sobre la manera cómo se resolvían los conflictos empresariales y judiciales en el Perú, en esos años de barbarie.
En uno de ellos, un benévolo Montesinos escucha al principal accionista del grupo Luksic, don Andrónico Luksic Craig, pedirle colaboración y explicarle de qué modo se podría orientar la acción judicial de manera favorable a los intereses de Lucchetti. Montesinos sonríe y consiente: "Yo quiero que usted se lleve su resolución ahora..." En el otro video, el directivo chileno de la empresa, don Gonzalo Menéndez, acompañado del publicista titulado de la dictadura, Daniel Borobio, pide a Montesinos que el caso se resuelva cuanto antes en el Poder Judicial, mediante "una guerra corta, sangrienta y decisiva". Luego, los contertulios bromean y se despachan alegremente, lanzando improperios contra el alcalde Alberto Andrade y contra el diario El Comercio, que había respaldado al burgomaestre en su campaña contra Lucchetti. (A raíz de estos videos, hay abierto un juicio anticorrupción y por tráfico de influencias a los dos directivos de la empresa). Añadamos que poco después un juez dictó una resolución favorable a Lucchetti, y que dicho ex-magistrado está ahora preso, como uno de los instrumentos más diligentes y corruptos de que se valió Montesinos para revestir sus robos y crímenes de legitimidad jurídica.
La caída de la dictadura y la aparición de los videos con los que Montesinos documentaba sus fechorías desbarató toda la defensa de Lucchetti, deslegitimó sus tesis y le ganó la hostilidad de la inmensa mayoría de la opinión pública, la que, desde entonces, apoyó resuelta y masivamente a la municipalidad de Lima. Ésta, a fines del año pasado, confirmó la clausura de la fábrica cuestionada. Aunque Lucchetti pidió primero una prórroga, luego cambió de opinión y procedió a cerrar la fábrica. Ahora, ha entablado una demanda contra el Estado peruano ante el CIADI (Centro Internacional de Arreglo de Diferencias Relativas a Inversiones), organismo cuya competencia para intervenir en este conflicto el gobierno peruano rechaza alegando que su creación es posterior al conflicto en cuestión. Es de esperar que la disputa diplomática se alargue lo suficiente para que los ánimos se calmen y que, más temprano que tarde, los gobiernos lleguen a un acuerdo que ponga punto final a este lastimoso episodio que no debería enturbiar las relaciones entre dos países vecinos y que, por fortuna, comparten ahora un sistema democrático. Y, asimismo, que lo ocurrido no afecte las excelentes relaciones económicas entre Chile y Perú, donde más de 250 empresas chilenas tienen inversiones en energía, industria, finanzas y comercio por un monto que supera los tres mil millones de dólares. La mayor parte de estas empresastienen buenos, y, algunas, magníficos resultados. Contrariamente a lo que ciertos comentaristas han insinuado, no hay hostilidad en la sociedad peruana hacia la inversión chilena en el Perú, sino, más bien, lo contrario, y el caso Lucchetti no parece haber cambiado la disposición favorable de la opinión pública hacia los inversionistas chilenos, que entiende son muy útiles para el desarrollo nacional.
A muchas personas les he oído decir que se ha cometido una injusticia con Lucchetti. ¿Acaso esa empresa hizo otra cosa que seguir las reglas de juego impuestas por la dictadura?, preguntan. ¿Acaso los permisos para construir una fábrica, en ese régimen de ladrones, no se obtenían siempre de manera precaria y sinuosa porque ello favorecía la corrupción? ¿Qué otra cosa podía hacer Lucchetti sino imitar lo que hicieron otros empresarios nacionales y extranjeros que pagaron coimas, o entraron en alianzas delictuosas con los hombres del gobierno, si ésta era la única manera de hacer negocios, y sobre todo de tener éxito en el Perú de esos años escabrosos? Aunque no es exacto que todas las empresas incurrieran en los años de la dictadura en prácticas mafiosas -por fortuna, hubo algunas que se las arreglaron para no ensuciarse-, en el fondo de este argumento hay una verdad, aunque, desde mi punto de vista, ello no exculpe a Lucchetti, sino, únicamente, ponga de manifiesto su mala estrella. Nada más. Qué mala suerte, para esa infeliz empresa, que le saliera al paso un alcalde que no se dejó intimidar por la aplastante maquinaria del fujimontesinismo y se empeñara, contra viento y marea, en hacer respetar la ley, contra un régimen que la violaba a cada instante. Qué mala suerte que Montesinos grabara aquellas reuniones incriminatorias, en tanto que otros tantos empresarios que fueron a la oficina del "Doctor" a perpetrar parecidos contubernios no fueron grabados, o consiguieron hacer desaparecer esos videos a tiempo. Y qué mala suerte que la dictadura se desplomara cuando ya todo el pastel de fideos parecía cocinado y listo para degustarlo...
El caso Lucchetti ilustra de manera ejemplar las distorsiones traumáticas que para el funcionamiento de las empresas acarrea un régimen autoritario, como el que padeció el Perú en la década de los noventa. Todavía hay ingenuos, entre los empresarios peruanos, que añoran a Fujimori. Es verdad que algunos de ellos hicieron estupendos negocios. Pero, a muchos otros, en cambio, como a Lucchetti, ese sistema que vulneraba todas las leyes y los principios éticos y la más elemental decencia política, los arrastró en un turbio remolino y los perjudicó tremendamente. El perjuicio no fue sólo económico, sino de imagen y de crédito moral. Más todavía: las malas costumbres que introdujo y propagó esa dictadura que algunos osan todavía calificar de "neoliberal" causaron un gran daño a la empresa privada y al régimen de economía libre en general, haciendo que en el imaginario colectivo de los peruanos este sistema apareciera identificado con un régimen que inspira vergüenza y escándalo. Las heridas y traumas que el fujimonstesinismo ha dejado en el Perú serán de convalecencia todavía más larga que las de Lucchetti.
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