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La debilidad actual del español

Durante muchos años no hubo defensa alguna del español. La lengua caminaba por su cuenta y ya sabemos que solo los ignaros en la materia (y en economía) sostienen que las lenguas se defienden solas. Se apoyaba únicamente en la fuerza de la demografía y en el empuje que podía darle un ejército de hispanistas, desde Bataillon a Michael, de Salomon a Macrì, de Vossler a Rossi, intelectuales de primera fila, que se jugaban su prestigio por demostrar que lo español era más que una cultura caída en la decadencia desde el siglo XVIII y cuya barbarie hubiera refrendado la crueldad de la Guerra Civil.

A principios de los años ochenta, tal vez por influencia de la política alemana o de la francesa, que sabía bien aquello de que quien habla francés compra francés, el Gobierno de Felipe González puso en marcha el Instituto Cervantes, con la misión de defender la lengua española en el mundo. Alcanzó la institución a subirse al tren de la moda española que había logrado la Transición y se labraron así los cimientos de una labor que alcanzaría en poco tiempo éxitos evidentes.

No se puede dejar que el futuro de nuestra lengua dependa solo de la fertilidad latinoamericana

Sin embargo, estos buenos inicios no fueron acompañados por una política coordinada y coherente en torno a la lengua. Unos probablemente mal entendidos compromisos con la defensa de las lenguas vernáculas nacionales distintas del español llevaron a una posición sin salida en la Unión Europea que, al reconocer como hablantes de lenguas propias a todos los habitantes de cuatro comunidades autónomas, no aceptaba su evidente bilingüismo, con el resultado de que el español se convirtió, por arte restrictivo de ese birlibirloque exclusivista que nuestro propio Gobierno aceptó, en una lengua europea no mayoritaria, con apenas 30 millones de hablantes. No puede ser lengua de trabajo, apenas si se traducen los documentos discutidos, se despidieron traductores y está en grave peligro de no ser, ni siquiera, lengua puente en los procesos de interpretación simultánea.

Esto explica, junto a otras razones técnicas y de oportunidad, el reciente varapalo recibido por nuestra lengua común e internacional en la oficina de patentes. Es el resultado de una política preocupada solo por la aritmética de Parlamentos y comisiones sin sopesar las consecuencias futuras de los acuerdos.

Mientras tanto, el Instituto Cervantes sufre las inquietudes de que nadie lo considere una institución del Estado que debe estar al margen de los vaivenes del Gobierno, cambia de criterio con frecuencia y no mantiene muchas de las estrategias que demostraron su idoneidad.

A la vez, el Ministerio de Asuntos Exteriores deja en manos de no especialistas, que lo mismo pueden ser cónsules generales o desempeñar cualquier otro cargo diplomático, la defensa de nuestra cultura en el mundo y del apoyo a las instituciones que buscan difundirla. La AECI, por su parte, confunde en un mismo saco recuperación arqueológica, ayuda al desarrollo, comercio justo, exposiciones de pintura y socorro alimentario.

Frecuentemente, y salvo casos honrosos de apoyo a la gestión personal, causa sonrojo la ausencia en cualquier capital del mundo de nuestros diplomáticos en actos culturales de importancia en los que son honrados o intervienen artistas, escritores o profesores españoles.

No se puede dejar que la lengua española dependa de la fertilidad de las poblaciones americanas. Mucho menos se puede presumir del crecimiento vegetativo de los hispanos en Estados Unidos, sin analizar sinceramente sus reales efectos para el uso y la sociología del lenguaje.

España no es el país con mayores hablantes de español. Esa posición le corresponde a México. Sin embargo, sí recae sobre ella la responsabilidad de una historia y de una cultura que aún lidera, por su potencia creativa, editorial y productora. Pero surgen constantemente obstáculos de parte de los propios organismos oficiales. La enseñanza del idioma español se ha degradado en los centros escolares, resulta triste en los medios de comunicación (en los que el léxico vulgar y malsonante es de uso continuo) y patético en el Parlamento de la nación.

Es preciso que los intelectuales del país tomen conciencia del abandono real en el que se ve hoy nuestro patrimonio lingüístico, que se busca disimular con actos y ceremonias oficiales absolutamente hueros. Nos vemos en la necesidad de reivindicar con Juan Ramón Jiménez los nombres exactos de las cosas, pero también defender la acción de aquellas personas que supieron plantear con lucidez, desde puestos que ofrecían esperanzas a la comunidad, la extensión y el fortalecimiento del español en el mundo.

Fanny Rubio es catedrática de la Universidad Complutense y fue directora del Instituto Cervantes en Roma. Jorge Urrutia es catedrático de la Universidad Carlos III de Madrid y fue director académico del Instituto Cervantes.

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