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El cierre de un conflicto

La sentencia dictada por la Sala de lo Penal de la Audiencia Nacional en la causa incoada por el salvaje crimen del 11-M ha sido ejemplar desde más de un punto de vista, por lo que la reacción que merece no es sólo la del simple acatamiento. Hay que felicitarse además por su pronunciamiento. Ante todo, por el hecho de que ha resuelto en un plazo razonable un caso de extraordinaria complejidad de cuya solución estaban pendientes todos los ciudadanos y especialmente las víctimas del atentado. En segundo lugar, porque ha puesto fin a un largo período de incertidumbre artificialmente creado pero no por ello menos socialmente intolerable. Y también porque los magistrados que la han dictado han venido a demostrar que, entre nosotros, la independencia judicial puede resistir las presiones que es capaz de ejercer, directa o indirectamente, un juicio paralelo.

La sentencia del 11-M ha demostrado que la independencia judicial es posible
En la generalidad de los casos la idea criminal nace de quienes la ejecutan

En este caso un juicio paralelo, elaborado en algunos medios de comunicación y asumido por significados líderes del primer partido de la oposición, pretendió sin éxito durante más de tres años orientar interesadamente la investigación de los hechos en una dirección distinta de la que seguían, con absoluta objetividad, el juez instructor de la causa, el Ministerio Fiscal y la Policía Judicial.

En la fase plenaria del proceso esta anómala actuación dejó de ser paralela y se introdujo en los debates del juicio oral mediante ciertas acusaciones populares -que en ese momento desvelaron cuál era la verdadera finalidad de su presencia en el proceso- y defensas que cedieron a la tentación de poner al servicio de sus intereses la confusión que aquellas sedicentes acusaciones intentaron crear. Se produjo así una situación que obligó al Tribunal a desmontar en la sentencia las más llamativas falsedades de las historias confeccionadas al margen y en contra de la instrucción sumarial. Y de ese modo, ejerciendo su potestad jurisdiccional con la exclusividad que le otorga el art. 117.3 de la Constitución, el Tribunal ha puesto de manifiesto, para tranquilidad de los ciudadanos, que la independencia judicial es posible. Creo que ésta es una de las más importantes lecciones que cabe extraer de la sentencia del 11-M.

Sin duda, algún que otro aspecto de la sentencia puede ser discutible y será discutido ante el Tribunal Supremo puesto que el fiscal y otras partes han anunciado su propósito de interponer contra ella recurso de casación. Hay un punto, sin embargo, que me parece difícil pueda ser objeto de discusión y rectificación; me refiero a la declaración de hechos probados. Esta declaración es el fruto de la valoración de la prueba realizada por el Tribunal que presencia su práctica, valoración que ha de ser respetada por el Tribunal de casación si el primero la razona y su razonamiento se atiene a las reglas de la lógica y la expe-

riencia. Como la Audiencia Nacional ha razonado minuciosa e impecablemente la convicción a que ha llegado sobre los hechos tras el análisis de la prueba, es muy remota la posibilidad de que esa convicción sea sustituida por otra como resultado de las alegaciones que se hagan en el recurso de casación. Significa esto que el hecho probado que figura en la sentencia debe poner fin, ya desde ahora, a las dudas suscitadas en torno a la génesis y ejecución del atentado y producir, en consecuencia, el efecto pacificador que es propio de toda resolución judicial fundada en derecho.

A primera vista, la pacificación no parece muy segura en estos momentos porque algunos -naturalmente los que impulsaron o apoyaron el juicio paralelo- han decidido que la sentencia no cierra el conflicto porque, según dicen, no resuelve el problema de la "autoría intelectual" al haber quedado absueltos, por aplicación del principio de presunción de inocencia, los dos procesados a los que se acusaba de ser inductores del atentado. Pero como esto no es más que la expresión de un deseo frustrado, hay que confiar en que los ciudadanos de este país -los de buena fe que son la mayoría- reconozcan pronto en la sentencia la respuesta justa y equilibrada tanto a la atrocidad del atentado como a los bulos que siguieron a su comisión. Ayudará a lograrlo, en todo caso, una breve reflexión sobre extremos ya señalados en estos días que yo me limito a recordar.

1. La categoría de responsables de un delito a que se alude con la expresión "autores intelectuales" no existe en nuestro Derecho Penal. Según el art. 28 del Código Penal "son autores quienes realizan el hecho por sí solos, conjuntamente o por medio de otro del que se sirven como instrumento", y son considerados autores "los que inducen directamente a otro u otros a ejecutarlo" y "los que cooperan a su ejecución con un acto sin el cual no se habría efectuado". Estos son los términos que utiliza la ley para definir, clara y precisamente, las distintas clases de autoría. Intentar sustituirlos por otros puramente retóricos, por ejemplo, hablar de "autoría intelectual" en lugar de inducción, sólo sirve para que el discurso pierda rigor jurídico.

2. La sistemática contraposición, en un lenguaje fletado ad hoc, entre autores materiales e intelectuales puede hacer creer a las personas con escasa experiencia en la práctica de la justicia penal que es constante la presencia de inductores en los delitos que se cometen y que por ello una sentencia en que estos no son condenados es en cierto modo incompleta. Lo habitual es justamente lo contrario. En la generalidad de los casos la idea criminal nace en quienes finalmente la ejecutan. Y esto es particularmente visible en los pequeños grupos terroristas, muy cohesionados por un fanatismo compartido, cuyos miembros no necesitan que desde el exterior se les instigue a cometer los hechos que constituyen precisamente la razón de ser del propio grupo.

3. Cuando un Tribunal penal declara que ha quedado probada la intervención en los hechos que juzga, como autores materiales o ejecutores, de unos determinados acusados y que, por el contrario, no se ha considerado suficientemente acreditado que otros, igualmente acusados, indujesen a aquéllos a realizarlos, no deja abierta y sin resolver cuestión alguna relacionada con la posible existencia de inductores. Con la declaración probada los jueces cierran definitivamente el debate sobre los hechos y las personas que en ellos participaron, sin que en adelante sean ya constitucionalmente legítimas elucubraciones no acogidas en el pronunciamiento judicial.

4. Con independencia de lo dicho en el apartado anterior, en la declaración de hechos probados de la sentencia del 11-M y en el análisis de la prueba que la precede hay elementos más que suficientes para que cualquier lector libre de prejuicios llegue a la conclusión de que los ejecutores del atentado estaban, desde el primer momento, absolutamente decididos a cometerlo, contaban con los medios personales y técnicos necesarios para ello y no recibieron más impulso para llevarlo a cabo que el que eventualmente pudiera derivarse de sus contactos con otros grupos terroristas del mismo signo ideológico, esto es, del islamismo radical.

A la luz de estas consideraciones, parece que el buen sentido debe hacernos confiar en un rápido cierre del conflicto que algunos desencadenaron. Seguirán alentándolo seguramente los profesionales de la mentira pero, eso sí, enfrentados a una sentencia pacificadora.

José Jiménez Villarejo ha sido presidente de las Salas 2ª y 5ª del Tribunal Supremo.

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