En el centenario de Tarancón y Arrupe
El artículo de mi respetado José María Martín Patino, aparecido el martes 20 de marzo en este periódico sobre el padre Arrupe y sus comentarios acerca del cardenal Tarancón, me han hecho recordar algunos de los contactos que mantuve con ambos.
Quisiera que estas palabras sirvieran para unirme a los homenajes a ambos sacerdotes en este año en que se celebra el centenario de sus nacimientos.
Comenzaré con el cardenal Tarancón a quien tuve ocasión de conocer personalmente y admirar por su inteligencia, elegancia y fortaleza durante varios años como compañero en esa institución casi única en España que es el Consell Valencià de Cultura. Por ello he aceptado con sumo agrado el honor de pertenecer a la comisión que se ha creado para honrar la memoria de Vicente Enrique Tarancón.
Pero ésta no es la primera ocasión en que contribuyo a recordarle: a finales de la década de los ochenta, la Fundación Valenciana de Estudios Avanzados organizó una reunión titulada "Ética y Medicina", por lo que, en calidad de secretario de la Fundación, pedí al cardenal Tarancón que pronunciase las palabras de introducción, a lo que éste accedió amablemente realizando un magnífico discurso. La conferencia de clausura corría a cargo de Ernest Lluch, que había sido hasta poco antes ministro de Sanidad y Consumo en el primer Gobierno socialista. El día de la reunión, mientras se desarrollaban las sesiones, recibimos la noticia de la muerte de Dª. Carmen, la esposa de D. Severo, por lo que, sin dilaciones, me desplacé a Madrid.
Por diversos impedimentos, el texto de la conferencia de Ernest Lluch no llegó a tiempo para que se incorporase en el libro Ética y Medicina, que dirigía el profesor Francisco Villardel, y cuya tirada se agotó enseguida. Pero hace unos años el Consell Valencià de Cultura, dada la importancia del texto de Ernest Lluch, su vigencia a pesar de los años transcurridos, y la coherencia con la preciosa introducción del cardenal Tarancón, publicó conjuntamente ambas intervenciones. Un pequeño homenaje a dos hombres que tanto creyeron en la libertad y la democracia y que lucharon pacíficamente por conseguirlas.
En cuanto a mi indirecta relación con el padre Pedro Arrupe comenzó cuando, hace más de 60 años, el marqués de Auñón, D. Enrique, representante de la Junta de Relaciones Culturales en el Ministerio de Asuntos Exteriores en los años cuarenta, organizó hacia el final de la II Guerra Mundial la primera remesa de licenciados españoles que se enviaban a Estados Unidos becados por ese Ministerio. Esta primera remesa se compuso de ocho personas, graduadas en diversas licenciaturas, y paulatinamente el número aumentó.
A estos ocho primeros becarios nos acompañaba, probablemente porque no se fiaban de dejarnos solos, el entonces muy joven padre José Sobrino, un sacerdote jesuita tolerante y comprensivo que nos ayudó a todos bien directamente o bien a través de otras personas, no sólo a nivel personal sino en cuestiones como el alojamiento, que nos procuró en la residencia de los profesores en la Universidad de Georgetown. Quizá a los lectores más jóvenes esto no les parezca un gran logro, pero el 5 de diciembre de 1945, fecha en que nuestro barco atracó en Nueva York, con la Gran Guerra recién acabada y los combatientes regresando del frente, no era fácil encontrar alojamiento para unos jóvenes extranjeros que llegaban tras 28 días de travesía. Después de unos días en Nueva York, sin prisas, fuimos a Washington, lo que nos permitió establecer las conexiones apropiadas para conseguir un trabajo a cada uno de los ocho. Yo tuve así la ocasión de contactar con Severo Ochoa y comencé a trabajar en su laboratorio.
El padre Sobrino siguió ayudándonos a nosotros ocho y a las sucesivas remesas de becarios, tanto, que se creó un sentimiento de profunda gratitud hacia él por parte de todos nosotros, por lo que, muchos años más tarde, la mayor parte de los que habían recibido su ayuda en su época de becarios en Estados Unidos contribuimos a organizarle un homenaje en Madrid. Ante la imposibilidad de trasladarme a España para unirme al homenaje, decidí escribir al padre Pedro Arrupe, superior general de los jesuitas, sugiriéndole que encabezara una iniciativa, que con su apoyo sería mucho mejor recibida, para hacer coincidir el homenaje al padre Sobrino con la entrega de alguna distinción española, que realzara su labor. Conocía al padre Arrupe de oídas, puesto que D. Severo y él fueron compañeros en la Facultad de Medicina de Madrid cuando estudiantes. Y sabía que abandonó la licenciatura cuando ya se hallaba en el quinto de los seis años de carrera para entrar en los jesuitas. También sabía por D. Severo que fue destinado a Japón como maestro de novicios, cerca de la ciudad de Hiroshima, y que allí se encontraba cuando cayó la bomba atómica en la ciudad. D. Severo, que lo visitó en diversas ocasiones, aseguraba que fueron los terribles momentos en que auxiliaba a los heridos de aquella masacre, los que le estimularon a acabar la carrera de medicina; también me dijo en una ocasión que hablaba un japonés perfecto. Así que esperé que promoviera la iniciativa de la distinción para el padre Sobrino, pero no lo hizo. Cuando me enteré, decepcionado y enfadado dado mi afecto por el padre Sobrino, le escribí al padre Arrupe una dura carta de protesta. Poco después, este hombre me contestó con tal elegancia y bondad que me convenció de cuantos elogios sobre su persona había oído, y aún ahora, recuerdo con pesar mi insolente actitud.
Algunos años después, el padre Arrupe sufrió una hemiplejia que le paralizó el brazo derecho, y D. Severo acudió a Roma a visitarlo. El propio Ochoa me contó que, cuando se despedían, le pidió al jesuita que le bendijera y éste, dirigiendo con el brazo izquierdo el enfermo, lo bendijo. No puedo imaginar una muestra de afecto mayor por parte de ambos siendo D. Severo agnóstico y sabiéndolo su amigo Arrupe.
Santiago Grisolía es presidente ejecutivo de los Premios Rey Jaime I.
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